n este mundo que se nos ha
venido encima, una de las cosas que van desapareciendo son las peluquerías de
caballeros, esas de toda la vida, aquellas barberías con su chisme giratorio de
franjas rojas y azules. Algo creo recordar haber leído sobre el azul de las
venas, el rojo de la sangre y la antigua ocupación adicional de los barberos:
la de sangradores.
Pues resulta que el otro día
acudí al establecimiento que ─en este pueblo en que moro─ más se aproxima a mi
vieja idea de lo que es una peluquería para hombres. Es un lugar en el que te admiten aunque no tengas pinta de hipster al
que sacarle los cuartos, y en el que no te preguntan si tienes cita previa, tan
solo te informan de los clientes que tienes por delante. Ante la demora
prevista, que suele ser poca, el cliente puede optar por leerse el periódico,
participar en la charla genérica del local, o ir a tomarse un chato en la tasca
de enfrente.
Servidor optó por salir a la
acera y pegar la hebra con el barrendero municipal, que allí actuaba en ese
momento. Es un señor al que saludo habitualmente, pero con el que nunca había
charlado; un hombre que debe de estar
al final de la cincuentena, delgado, con una amplia boina cuidadosamente
colocada. Lo que más llama la atención en él es que acompaña de continuo su
trabajo con el canto o recitado de una especie de salmodia repetitiva, en un
idioma que no he logrado identificar; si es que se trata de un idioma.
Tras unos previos escarceos
verbales, y cuando ya estaba dispuesto a preguntarle sobre su perenne cántico,
el señor decidió tomar las riendas de la charla, y aprovechando un comentario
mío sobre aquel dibujo de Mingote del barrendero que mira a lo alto esperando
la caída de la última hoja que queda en el árbol, me dice:
Buen
dibujante, Mingote; se le echa de menos. Hoy tenemos al gran Roto, el Ops de
finales del franquismo en aquellas revistas en que empezamos a ver algo de luz…
Buen dibujante El Roto, un dibujo eficaz. Yo es que soy licenciado en bellas
artes ―¿sabe usted?― y cuando dejo la escoba cojo los pinceles. La cuestión es
que yo soy todos mis heterónimos, que son muchos y con personalidades muy
distintas, con conceptos de la pintura muy diferentes. Un día soy alguien con
una visión del mundo que se expresa en un posimpresionismo, y ese alguien tiene
nombre y firma sus obras. Otro día soy un estructuralista que mezcla materiales
heterogéneos sobre una superficie, tratando de definir conceptos. Y de eso
puedo pasar a la abstracción más inmaterial… Todos mis alter egos están en mí,
pero yo no puedo influir en ellos, tienen su vida propia, solo soy su vehículo,
un mero espectador de lo que hacen mis manos guiadas por la personalidad de ese
momento.
Y ese es el momento en que
el barbero se asoma a la puerta y anuncia mi turno. Me despido del barrendero,
del señor licenciado, pidiéndole una postergación de la charla para otro día.
Un rato después, en la
reunión del aperitivo de los jubilados, me toca una salmodia bien distinta. Hay
un personaje que reitera machaconamente mantras como su condición de
socialista, sus sapiencias en marketing
y algún ing más, sus importantes cargos en distintas empresas, su condición de
divorciado arruinado por se ex y un juez, su odio a podemitas y similares, etcétera,
etcétera. Pero hoy toca, nada más y nada menos, que una encendida defensa de la
pena de muerte.
―Y tú eres socialista…
― Socialdemócrata de toda la
vida, y militante.
―Ya…
Y servidor se acuerda de la
charla con el barrendero municipal. Hay que recuperarla.
Esta entrada exige segunda parte. No nos vas a dejar en ascuas sobre qué canta o salmodia el Pessoa pintor
ResponderEliminarEspero, espero enterarme.
EliminarInteresante personaje. Que pena que te llamara el barbero. La próxima vez le dices que te pase el turno y así permitir termina esa conversación que pocas veces se dan en la vida
ResponderEliminarEs personaje que tengo a mano, profundizaré y contaré.
EliminarAbrazo.
También estoy a la espera...
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