Al
amanecer el olor era tan puro que daba lástima respirar.
Gabriel García Márquez
El
mar del tiempo perdido
(1961)
l agua ha lavado lo que el
agua puede lavar, y el mundo parece nuevo, casi reciente. Cuando escampa y se
abre algo el cielo, José se decide a salir y encaminar sus pasos por la cuesta
que a diario le lleva al mesón de Rojo. Ha llovido mucho, pero la tierra
sedienta apenas deja regueras ni charcos; el páramo no tiene agua que no se
beba él, ni que le sobre para mandar al Yebro seco.
Al entrar en el mesón el
viejo maestro siente que la nitidez del mundo nuevo se queda a la puerta,
dentro está el tufo rancio de la vieja España. José se sienta a su mesa de
todos los días y observa, recortada en el contraluz de la ventana, una sombra
de greñas coloradas que perora entre aspavientos; no tarda en reconocer al Rojo de Valderas. Agustín Alonso Rubio tenía pelo bermejo y era natural de ese
pueblo, en la comarca por donde León se adentra en la Tierra de Campos; de ahí
su sobrenombre. Durante el Trienio Liberal, entre 1820 y 1823, Agustín levantó
una facción de cincuenta hombres que cabalgaron por León y Castilla al viejo
grito de diospatriarey, defendiendo el absolutismo que amparaba la Iglesia.
Para unos fue un ladrón faccioso, y para otros un héroe de ardiente amor a la
religión y al rey. Los constitucionalistas lograron capturarle, y el doce de
febrero de 1823 le dieron garrote en Valladolid, en el Alto de San Isidro, y
allí mismo le sepultaron. Unos meses después, el trece de julio, la Iglesia
rescató el cuerpo de su defensor, y en solemnísima ceremonia lo trasladó a la
iglesia de San Andrés, donde fue nuevamente sepultado bajo pomposa lápida
loadora de sus gestas. Lapida que fue destruida posteriormente, sin que en la
actualidad se tenga noticia del paradero de los restos del bermejo faccioso.
Sentada a la mesa, junto a
la ventana, otra sombra escucha la aspaventera perorata del pelirrojo, en
silencio, con la sonrisa del que está de vuelta. El viejo maestro sabe de quien
se trata, ha charlado con él en otras ocasiones. Victoriano López Rubio, del Partido Comunista, ganó las elecciones
de 1933 y fue elegido alcalde de Valderas. Los intentos de poner en practica sus
ideales sociales bajo el amparo de la legislación de la República, llevaron a
que el pueblo fuese conocido en la región como Valderas la Roja. El veinticuatro de julio de 1936 una fuerza
compuesta por trescientos individuos, entre los que había militares,
falangistas, requetés y guardia civil, entra en Valderas. Tras los saqueos,
registros y persecuciones se llevan a doscientas personas detenidas. Cien son
fusiladas. Victoriano López muere apedreado tras atroces torturas, en las que
no faltó grabarle a fuego un INRI en la frente.
José sale del mesón en busca
de aire. Extiende la mirada por la amplitud del paisaje de nubes y páramo. Hincha
sus pulmones en un intento de limpiarse el alma de los posos que hoy le han
dejado las sombras visitantes. Seguimos igual ―piensa―, no parece haber lluvia que
nos lave.