n la
mañana madrileña son pocos los nativos de café y churros, son muchos los
jovencitos extranjeros que ruedan sus maletas hacia el piso turístico, hacia la
llamada de esa moderna permisividad hispana para el negocio de la juerga
etílica.
Es una librería de viejo con
portada de maderas que fueron azules, en la cuestecilla de una de las calles
que salen de la plaza de Ópera. El sol matinal va entrando a la estrecha
calleja, asomando entre esos aleros de potentes canes de las casas vecinales
madrileñas del XIX, y pone algo de luz en el poco espacio que dejan las
montañas de libros.
─ Si se lleva estos quince
le hago un buen precio, don Jerónimo, venga, se los dejo en setenta y cinco
euros. No gano nada, pero tengo que hacer sitio en la tienda.
─ Pero si no puedo con ellos,
hombre, que estoy viejo y me duele la espalda.
─ Sesenta y cinco y le
regalo este grabadito del XIX, mire que cosa más fina, no hablemos más, se los
meto en una bolsa, verá cómo puede con ellos, y si no deje, que mi chico se
los lleva a la tarde a casa. Que ya sé
yo quien ganará dinero con esto: su amigo el encuadernador, que ahí es donde se
deja usted buenos cuartos, ¿eh?
─ Veremos si encuaderno
alguno, Manuel, ya veremos. No sabe cómo le agradezco que me los acerque su
hijo, el médico me tiene dicho que tengo que tomarme en serio lo de no coger
peso, lo procuro, pero no es fácil, siempre hay algo que llevar, a veces parece
que la vida consiste en cambiar cosas de sitio.
─ Y yo le agradezco la
compra, don Jerónimo. Me he quedado con los libros de una buhardilla, ahí, en
la calle del Olmo, son muchos y no tengo donde meterlos. No se si me saldrá
rentable, no se vende nada, los libros viejos ya no interesan a nadie, los libros,
quizá los libros ya no interesan a nadie…
Por la ventana entra la
última luz de una tarde de finales del verano, se posa leve, como la tristeza,
en la mesa donde Jerónimo hojea los libros de su compra matinal. Son ejemplares
en rústica de los Clásicos Castellanos, de la segunda década del siglo pasado,
de aquella Ediciones de la Lectura que se comió el pez grande. Hay también
algún ejemplar de los Cuadernos Literarios, de los años veinte, de la misma
editorial. Más que ver los libros Jerónimo busca los papeles que se esconden
entre las páginas. Ha sido la razón de comprarlos, pues en bastantes casos ya
los tiene. En la librería vio los muchos manuscritos guardados entre las hojas,
algunas sin cortar. Se dio cuenta de que los libros llevaban mucho tiempo sin
abrirse, nadie había tocado esos viejos papeles. Va colocando en una carpeta
los documentos que extrae, con todo cuidado, por el orden en que los encuentra
y dejando notas del libro en el que estaban.
Tras la jubilación, Jerónimo
encontró en los libros viejos su principal entretenimiento. Después, cuando
murió su mujer, le fue necesario sobrellevar la desesperanza, la tristeza que apagó
su mundo, su casa; tristeza que terminó hasta con los geranios de los balcones,
a los que no sirvieron los cuidados que puso el hombre tratando de imitar a su
mujer. Los libros le ayudaron. Pronto no fueron solo para leer, comenzaron a
tener interés como objeto, y se hizo selectivo en su búsqueda. Encuadernaba
algunos, en el juego de los papeles artesanales, las pieles, los hierros, los
dorados…, pensando que algún día podrían interesar a los nietos de ordenador y
teléfono. Le llamaban la atención las cosas que suelen encontrarse en los
libros viejos: entradas de teatro o cine, billetes del tranvía, del tren, la
lista de la compra, la tira de papel de envolver con los números del lápiz de la
oreja del tendero, la factura de la compra de la radio, la carta de amor, de
ruptura, de esperanza, la receta del médico, la chuleta del opositor a Hacienda,
la foto del actor guapísimo, el décimo de lotería, la postal de los padres que
están tomando las aguas, el recordatorio del abuelo difunto, el de la primera
comunión del sobrino, el ripioso intento de soneto con más amor que oído, el
recorte de periódico con aquella noticia… En muchos casos estos papeles
sirvieron para señalar la interrupción de la lectura, en otros el libro se
utilizó para archivar u ocultar documentos. En todo caso son un evocador
reflejo de vida pasada que enciende la fantasía de Jerónimo.
─ Manuel, quisiera seguir
viendo libros de esos de la buhardilla de la calle del Olmo.
─ ¿Quiere más cartas y
papeles, don Jerónimo? Le tengo guardado todo lo que he encontrado hasta el
momento, pero quedan muchos tomos por ver…
El librero no tiene un pelo
de tonto, y sabe de las inclinaciones de su cliente.
Con el tiempo, paciencia y
pagos a Manuel, Jerónimo ha ido recopilando la documentación guardada en los libros
de la calle del Olmo, mucha de ella cuidadosamente oculta entre las páginas
intonsas. Tras la sistemática clasificación ha iniciado una lectura curiosa y
reverencial. Casi todo son cartas a una joven, Elvira, de un muchacho, Miguel,
combatiente voluntario en la guerra civil española. Están escritas con buena
caligrafía, de fácil lectura, unas con pluma, otras con lápiz. Unas en papel de
carta, otras en hojas de cuaderno rayado o cuadriculado, otras en cualquier
ocasional y arrugado papel de envolver. No hay sobres, tan solo las cartas.
Jerónimo se cansa pronto,
pierde el interés, cosa rara en él, pero termina disciplinadamente la lectura
de las ciento y pico cartas. Siente algo cercano al desasosiego, no entiende que
Miguel, un muchacho en situaciones extremas, en el barro del fondo de una
trinchera, bajo el silbo de las balas, utilice un lenguaje tan formal y
correcto para dirigirse a su añorada Elvira. Todo tiene un cierto formalismo
que le incomoda. Tampoco entiende como algunas cartas pudieron llegar a Madrid
en ciertas fechas y desde determinados lugares.
Las cartas tienen un primer
periodo desde octubre de 1936, en que Miguel se incorpora voluntario al
ejército de la República, hasta febrero de 1939, en que, tras la caída de
Cataluña, escapa hacia Francia. Un segundo periodo, de estancia en Francia,
comienza con una incomprensible descripción del caluroso recibimiento y la
cariñosa acogida de nuestros vecinos a las derrotadas tropas republicanas. ¿Por
qué describe Miguel ese inexistente recibimiento y acogida? En las siguientes cartas el muchacho habla de
su lucha en la guerra mundial, incorporado a un regimiento francés de
voluntarios extranjeros. La última carta está fechada en febrero de 1944.
Los papeles hallados en los
libros de la buhardilla de la calle del Olmo han decepcionado a Jerónimo, no
siente ya ningún interés por ellos ni por la historia que encierran. Quizá
puedan interesar a algún familiar, si los hubiese, piensa.
─ No, quien vendió el piso
era familia política, viudo de una descendiente, creo. A ese no le interesa
este asunto. Me parece recordar que me hablaron de un familiar muy anciano…
Preguntaré. ─Dice Manuel, el librero ─.
La residencia o asilo está
en una calle arbolada de plátanos, en un pueblo de la periferia madrileña. Una
galería solana expone cuanto deterioro pueden producir los años en las
personas.
Es un anciano mínimo, de
piel trasparente y ojos vivos. Se pone sus gafas y con manos temblorosas va
ojeando las cartas que Jerónimo ha dejado a su lado, sobre la mesa. Poco a poco
su sonrisa se hace mueca de dolor y por sus mejillas escurren dos lágrimas que
se apresura a enjuagar con el pañuelo.
─ Perdone, perdóneme, ya sé
lo que es esto, ya sé lo que son estas cartas, aunque es la primera vez que las
veo. No podía imaginar que aún existiesen. Y dice usted que las han encontrado
entre las páginas de libros guardados en la buhardilla de la calle del Olmo… Verá
usted, han pasado muchos años, nadie vive ya, supongo que me estará permitido
contarle a usted…, a usted que ha tenido la delicadeza de traérmelas… Verá, verá
usted, mi padre fue ferroviario, factor en la Estación del Mediodía, mi madre
era maestra, y ejercía en una escuela próxima a nuestra casa de la calle del
Olmo, donde estudiamos todos los hermanos las primeras letras. Tuvieron tres
hijos, mi hermano Jesús, diez años mayor que un servidor, fallecido hace años,
mi hermana Elvira, ocho años mayor que yo, que falleció en marzo de 1944 tras
una penosa enfermedad que le diagnosticaron en 1936. Dijeron a mis padres que
viviría uno o dos años como mucho. Fueron ocho, ocho años de sufrimientos para
la pobre criatura, ocho años de aquellos terribles de la guerra y primeros de
la posguerra. El caso es que mi hermana Elvira estaba muy enamorada de un
muchacho que le rondaba, Miguel Hernán, que a poco de empezar la guerra se
incorporó voluntario a las milicias de la CNT. Murió enseguida, creo que en los
primeros días de entrar en combate. Nadie fue capaz de decírselo a Elvira, de
quien se esperaba tan pronta muerte.
─ Pero entonces, esas
cartas… ─ Dice Jerónimo ─.
─ Creo que usted ya había
sospechado de esas cartas. No sé quién las escribió. Sí, tengo mis sospechas,
naturalmente, pero eso no lo voy a comentar con usted. Las traía a casa un
supuesto enlace de la CNT, así al menos se presentaba aquel señor que yo
reconocí como conserje de la escuela de mi madre. Recuerdo perfectamente una
conversación de mis padres, estando yo con ellos en una de aquellas
interminables colas para conseguir algo de comer, no puede ser, no puede ser,
no es honesto que la niña reciba esas cartas, decía mi padre, es el único
consuelo de esa pobre criatura, decía, llorosa, mi pobre madre. Solo quedo yo,
y por poco tiempo. Creo que quemaré estas cartas, una pequeña liturgia, humo al
humo…
Jerónimo baja por la umbría
de la calle de los plátanos hacia el autobús que le devuelva a su pequeño
mundo, a sus libros, a los papeles entre las hojas, a la soledad de su mesa
junto a la ventana de la luz triste, junto a los balcones de los geranios
muertos.
Torrelodones,
septiembre de 2022