La
pintura de Lucio necesita del ojo cercano y atento a las texturas, a las
sombras que proyectan los gruesos de la materia adosada al plano. Hay que
embarcarse en la aventura de la forma sugerida o intuida, y luego ver la
dilución de esa idea sobre los fondos de cielos que se hacen tierra, y tierras
que se licuan en trasparencias de cielo o de agua. El color rotundo del primer
plano contribuye a la definición de los volúmenes que pronto dejan de ser lo
intuido para ser solo eso: forma, volumen concreto.
Es
el viejo juego de la pintura, pero ni el pintor ni el espectador están ya
necesitados de iconografías representativas, y el juego se sublima,
regodeándose con total libertad en la materia, el color, la luz y la forma. Y
entre tanta libertad, la textura cálida y familiar de la madera y la huella de
la mano sobre ella, nos mantienen en el diálogo entre espíritu y materia del
viejo juego.
Siempre
que tengo que ir a recoger a alguien en las llegadas de la T4 de Barajas
disfruto del mural de la imagen. No hay nada que lo proteja. Hace poco vi a un
individuo apoyar en la obra de Lucio su espalda, sus manos, uno de sus pies y
toda su ignorancia.
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