martes, 9 de julio de 2013

Mi humilde... endriago mensajero de las tinieblas y el horror




 






 

 

Desde hace unos días se pasea por el interior de mi casa una pequeña salamanquesa. Tan pronto anochece comienzan sus correrías cinegéticas por el blanco de la pared, ocultándose en caso de alarma tras los cuadros y los muebles. Observarla durante un rato es una alternativa al consuetudinario rollo de la televisión, que nos cuenta lo poco que se sabe de cuánto y cómo roban nuestros gobernantes. He intentado cogerla con una caja para llevarla al exterior, pero su habilidad y el poco interés puesto por mí en la cacería han hecho que esta no tenga resultados.

Este animalito causa repelús a los humanos. Es indudable. Puede que sea su cuerpo verrugoso y ceniciento, no lo sé, pero no he visto a nadie cogerlas con la mano. Las lagartijas siempre han sido presas predilectas de los niños; o lo fueron, no sé si los niños de la informática siguen cazando lagartijas. Sin embargo, no recuerdo a ninguno de mis compañeros de infancia cogiendo una salamanquesa. Podríamos pensar que la tersura de la piel y los colores vivos evitan la repugnancia, pero no, la brillante, tersa y colorida salamandra – ese anfibio negro y amarillo -  nos produce más rechazo aún, si cabe. Estos miedos de los humanos no parecen responder a razones evidentes.


El maestro Ferlosio, en su libro recopilatorio El geco (Destinolibro 2007) -  en el primer relato, cuento o reflexión -  se refiere a la pobre salamanquesa nada más y nada menos que como vicaria del nombre de la cosa maligna, como representante vivo del mal.

Días pasados, en tertulia de vino y tapa, los amigos charlábamos sobre estos asuntos. La conversación se fue centrando en el fuerte rechazo y en el miedo atávico que a los hombres producen algunas deformidades de sus congéneres. Todos tenían su particular Quasimodo, pero nadie explicación plausible para tan irracional y cruel rechazo. Destacó, como siempre, la historia que nos contó Pablo: un pobre hombre oculta su deformidad en un chiscón de Lavapiés, donde ejerce su oficio de zapatero. Su magnífico trabajo artesanal y unos precios muy baratos, son las únicas razones para que su escasa clientela venza la resistencia al contacto con tan horrible deformidad. Circunstancias puntuales llevan al hombre, en el paroxismo de su sufrimiento, a tomar la decisión de acabar con su vida. La vieja obsesión por no molestar al prójimo le hace elegir, como sede de su último sueño en los fármacos, la escalinata que baja hacia la entrada sin retorno del Instituto Anatómico Forense.  Viniendo de quien viene la historia tengo la fundada esperanza de oírla más veces y en mas versiones, seguramente enriquecidas. Así sea.

Oigamos la voz potente del maestro Ferlosio, en el último párrafo del texto referenciado.

Del tímido, vacilante, verrugoso y ceniciento geco aún está por saber que jamás hiciera mal a hombre alguno en este mundo, y vedlo ahí, sin embargo, cómo una vez más, acierta – pequeño pavor rampante – a dibujar o tal vez a escribir sobre el blanco del lucido la más expresiva, convincente e irresistible finta de endriago mensajero de las tinieblas y el horror.

Tendré que decidir qué hago con mi pequeño mensajero doméstico… si me atrevo.

  

 

 

 

 

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