En mi familia, de la
generación de mis padres, solo queda con vida una hermana de mi madre. Tiene
noventa y cinco años y en su cerebro, brillante en otro tiempo, hoy solo hay
confusión y desmemoria. El lunes pasado, en una clara mañana de otoño,
estaba yo sentado con ella en un banco de la madrileña plaza de Olavide, en el
espacio ajardinado que dejó libre la demolición del mercado que proyectó Javier
Ferrero. Grupos de ancianas, más o menos lúcidas, más o menos autónomas en sus
movimientos, se reúnen en el parque a la llamada del sol, mientras sus
cuidadoras sudamericanas forman tertulias.
Hablo
a mi tía, tan anciana, consciente del privilegio de hacerlo, tratando de crearle conexiones con el pasado que se le
escabulle. En un determinado momento una de sus manos se alza hacia
el cielo despejado y luminoso, y del caos y la niebla de su memoria surgen unos
versos perfectos de entonación y ritmo:
Porque
ese cielo azul que todos vemos
ni
es cielo, ni es azul. ¡Lástima grande
que
no sea verdad tanta belleza!
Durante
unos momentos no puedo hablar. Los últimos versos del soneto de Don Lupercio me
han llegado como una premonición de la anciana ante algo que me duele, algo que ella ignora y yo
conozco.
Ahora, tengo
en las manos el libro donde mi madre y mi tía aprendieron este soneto; entre
sus páginas aún hay apuntes y dibujos de las dos hermanas. Me lo dio mi madre
allá por mi segundo de bachillerato y nunca me he separado de él:
LA HSTORIA LITERARIA EN LOS TEXTOS
POR
JOSÉ ROGERIO SÁNCHEZ
PRIMERA EDICIÓN
MADRID 1933