martes, 23 de diciembre de 2014
jueves, 11 de diciembre de 2014
La hoguera del solsticio
El
sol,
de caída, se quiebra carmesí en el vidrio. El anciano habla despacio,
abstraído, lejano; sus manos alzan o posan el vaso al ritmo lento de las
palabras; y luego, con parsimonia, sus dedos extienden en dibujos el vino
derramado sobre la mesa
-… lleva
toda la vida… las propias limitaciones…
La
luz horizontal realza las formas familiares, colorea la gris cotidianidad y proyecta en la cal movimiento de hojas.
-… no es
descubrimiento de un día, no… lleva su tiempo…. toda la vida… ir intuyendo poco
a poco… hemos dado en llamar arte… vamos
encontrando en el genio ajeno…
Es un
viejo de greñas blancas, barba descuidada y aspecto asilvestrado que habla a
una concurrencia respetuosa y expectante.
-… dudas
sobre la validez de la mera especulación artística… quizás solo pueda surgir en
el ejercicio de un oficio…
Zarrapastro,
gemido de arrastre de chanclas, luto y mandil sucio, una mujer gruesa sirve
vino, parte chorizo, atiza la lumbre y sonríe.
-… quizás…
de lo que he hecho, solo tenga algún valor… encargo… oficio… ganarme la vida…
Poco
a poco la luz decae en los últimos arreboles y el fuego va cambiando de lugar
las sombras. La zarrapastro enciende velas, muchas velas, por la estancia de la
reunión y las adyacentes.
-… según
vamos vislumbrando… realmente puede ser arte… según conceptualización… más o
menos… aceptamos… vamos despreciando… nos parece que no lo es… pretende serlo…
Ya es
noche cerrada. Ha corrido mucho el vino y la comida. La respetuosa y expectante
concurrencia es ya alegre francachela que apostilla la interminable perorata
del viejo. Luz de velas, cal, piedra y madera son marco al gaudeamus.
-… una
obra puede ser útil o artística, o las dos cosas… ninguna de estas dos cualidades…
absurdas obras humanas… propio de dementes… imposición al prójimo…
El
vino ya es risas en las caras rojas, brindis y canciones que no acallan al
anciano.
-… últimos
años… me recluí entre estas paredes… mi obra… mera especulación… lo he pasado bien…
única utilidad… sé de su escaso, de su nulo valor artístico…
-… maestro…
aprendido de ti…
-… aprendisteis
un oficio… no enseñé a hacer arte… no se puede… el que sea artista… no por mis
enseñanzas…
Las
palabras tensan un poco la reunión por lo que el anciano se pone en pie y alza
su vaso.
-… os
convoqué a una fiesta... brindo por este oficio… me ha hecho llevadera la vida…
brindo… libertad… posibilidad… no imponer mi obra… librar al mundo… mediocridad…
Todos
en pie alzan sus vasos hacia el maestro.
-… ya
es medianoche…amigos… hora para mi pequeña liturgia… salgamos… luz de fuego al
solsticio… nuevo año… quizás el último… libre de toda carga… como llegué al
mundo…
……………………...
Al día siguiente, en el pueblo, solo se
habla de la gran hoguera del pintor excéntrico que vino a vivir a la casa de
sus abuelos. La gran pira de cuadros y esculturas elevó las llamas al cielo
entre el olor de los barnices y las pinturas; mientras sus invitados danzaban la
borrachera en redor del fuego.
lunes, 10 de noviembre de 2014
Palermo
Barroco palermitano |
Palermo
Imagen parcial de un paseante
Decadencia |
El Palermo
viejo, junto al mar al que se debe, no se asoma demasiado a él. Sus callejuelas
curvas cierran plazuelas en las que hierve la vida. Palacios junto a palacios y
frente a palacios ruinosos, mugrientos, divididos en viviendas de vocerío y
ropa tendida. Patios de arcadas renacentistas o barrocas donde crecen en
desorden enormes ficus, plataneras, jazmines, buganvillas y se amontonan
chiscones donde se urden pequeños negocios de todo tipo. Suciedad. Iglesias
junto a iglesias y frente a iglesias de desmesura barroca o austeridad
medieval. Suciedad. Mugre. Ruinas de abandono en las que se acumula la basura.
Ruinas de terremotos. Ruinas, mellas, aún, de los bombardeos en la Segunda
Guerra Mundial. Capillas, imágenes iluminadas en los recovecos de las calles,
presencia de una fe religiosa de la que los palermitanos necesitan hacer
ostentación pública.
Plaza Garraffello, en la Vucciria
Palermo
vive de la curiosidad por el poso de talento y de belleza mestiza que han ido
dejando los siglos, los milenios; que ha ido dejando el paso de cruzados hacia
Tierra Santa, el paso de musulmanes de Al Ándalus hacia La Meca, el paso de
comerciantes de oriente hacia occidente. Poso de la convivencia – mejor o peor
según la época - de árabes, bereberes,
judíos, eslavos, persas, turcos, bizantinos, normandos, calabreses, aragoneses,
castellanos, venecianos, genoveses…
Fe popular en las calles |
Palermo
es el color y la vitalidad de sus mercados con la ruidosa cantinela siciliana de
los pregones; es las terrazas en que sentarse a descansar la caminata, con un capuchino,
un cornetto y el agobio de los esrilanqueses que te ofrecen conectadores USB. Palermo
es también la insufrible – para los foráneos -
descortesía y agresividad en el caótico tráfico de coches y motorinos. En
esta ciudad, quizás en todo Sicilia, parece haber una norma sobre todas las
normas: el incumplimiento de la norma. Hay otro Palermo, naturalmente, el
ortogonal y algo menos sucio que se fue creando con la huida de las gentes del
centro; pero lo he pateado poco.
Un corazón en el abandono de la Vucciria |
Quizás,
para entender esta ciudad, para entender Sicilia, sea necesario tratar de conocer
algo de su realidad social; saber algo, por ejemplo, del complejo concepto de
“familia” como círculo de protección, como contexto de relaciones de
consanguinidad, parentesco, alianza, clientelismo, compadraje etc. Estas extensas
“familias” mantienen su vigencia en la actualidad paralelamente a otros grupos
de “solidaridad”, como el barrio, que es el lugar donde “deben” de hacerse los
amigos y los aliados. Cualquier intento de actuación política tiene que contar
con la enorme dificultad que de entrada supone esta realidad social. Vivir en
un barrio, en un pueblo, trae consigo estar inmerso en este sistema, con todas
sus consecuencias.
Heridas de terremoto |
Otra
de las preguntas que nos hacemos al caminar por Palermo es la razón de tan
evidentes esplendores pasados y el porqué de su posterior decadencia. Nos
preguntamos de donde salieron los dineros para tanto palacio, tanta iglesia, tanto
boato que nos habla del ancestral gusto por aparentar de los palermitanos. Las
grandes “familias” comienzan a formarse en la antigüedad con el comercio de los
abundantes excedentes agrícolas de la isla. Estos grupos van consolidando su
poder económico en las ciudades, pues parece que en Sicilia nunca se ha querido
vivir en el campo. Paralelamente a la acumulación de tierra van acaparando
poder político y nuevos métodos de enriquecimiento mediante las concesiones y
gabelas obtenidas de la realeza. Entre ellas estaba la Corsa, actividad
rentabilísima y legal consistente en la leva de naves con “patente de corso,”
es decir, el derecho de apresar y saquear cualquier barco considerado enemigo.
Otro privilegio concedido a estas “familias” era la Tonnara, consistente en la
explotación de las almadrabas y la comercialización del atún. Los derechos de aprovechamiento
de las salinas fueron también importante fuente de caudales. Gabelas de menor
importancia, y también de concesión real, fueron las de mataderos de animales,
almacenes en puertos etc.
Vía Santa Teresa |
Decadencia |
Las
“familias,” acaparado el poder político y el económico, compran los títulos
nobiliarios que adornen sus apellidos y los blasones que enseñoreen sus
palacios. La religión es parte sustancial de la vida cotidiana, y los poderosos
hacen de ella un uso instrumental. La asistencia social es asunto privado, y
hospitales, asilos y orfanatos dependen de las órdenes religiosas que son financiadas
por las “familias.” La caridad, el agradecimiento, consolida el poder del
grupo. El mismo afán de competir en la suntuosidad de sus palacios, lo ponen en
sus fundaciones de iglesias, conventos y centros de caridad.
Gótico del periodo aragonés. Santa Maria della Catena |
A
mediados del siglo XIX el confuso Risorgimento cambia las cosas. En Sicilia no
del todo. Ha cambiado algo el medio en el que actuar y las posibilidades de
negocio, pero las formas de organización social y de acaparar poder y dinero
perduran en gran manera y se adaptan a las nuevas circunstancias. Y el Estado
choca con esos poderes paralelos que no controla.
Los
palermitanos gustan de decir que sus defectos son los heredados del periodo
español. Supongo banal entrar a considerar tamaña afirmación. Me limito a
constatar la belleza, las líneas limpias de ese gótico precioso del periodo aragonés.
Pupi palermitano |
Pupi palermitano |
Plaza Magione |
Líneas |
Vucciria |
Decadencia |
Herida de la Segunda Guerra Mundial |
domingo, 19 de octubre de 2014
Esgrafiado segoviano
S
|
egovia
tiene una caprichosa piel: el esgrafiado,
que a modo de brocado pétreo ha cubierto sus edificios desde la Edad Media a
nuestros días. La luz de cada hora, de cada estación del año, juega en estos
dibujos y texturas contribuyendo a la singularidad de esta hermosa ciudad. La
técnica, desde dios sabe dónde, seguramente llegó con los árabes, que gustaban
de construir con la arcilla, el yeso, la cal y el color; pero ya en el Medievo estos
morteros, arañados para formar figuras repetitivas, cubren también las fábricas
pétreas de las gentes de herencia romana y religión trinitaria. Los modelos más
antiguos pueden hacernos pensar que el origen sea una progresiva evolución
hacia una geometría de repetición, tan del gusto mudéjar, en los rejuntados de
las fábricas de mampuestos.
En
Segovia se mantiene durante siglos este carácter geométrico y repetitivo del esgrafiado, que en otras zonas como
Cataluña o Italia evolucionó de forma muy diferente.
Todo
comienza con la rigidez del cuchillo que dibuja hendiendo en bisel el mortero
fresco del último tendido, siguiendo la trepa o la línea de puntos del
estarcido con almagra o negro de humo; la herramienta retira esta última capa
en las zonas que van a ser los fondos que enmarquen el dibujo, dejando al
descubierto el mortero de tono más oscuro del tendido anterior. Y después, el
tiempo, el agua, el sol y el frio terminan la obra, suavizando las líneas y
matizando los ocres y dorados de las tierras que tiñeron la cal. Ya solo hace
falta la luz que haga vibrar estos paramentos, tan definitorios de la ciudad.
Los esgrafiados cubren las paredes de la
vivienda del menestral, las del palacio, las de la torre fuerte y las del
convento. Las grecas enmarcan el refinado ajimez, el tragaluz y el balcón humilde
de persiana, geranio y gato. No son símbolo de distinción. Su presencia se ha
generalizado en todos los estratos de la ciudad a través del tiempo. Hoy en día,
tras unos años de abandono, se vuelve a utilizar tanto en la restauración como
en los edificios de nueva planta, en los que sería de desear una mayor
presencia de diseños contemporáneos.
Como
siempre, Segovia, inagotable, se presta a entretener los pasos del caminante.
domingo, 12 de octubre de 2014
Gabriel
Ayer sábado,
once de octubre, fue un día lluvioso de otoño madrileño. Comienzan ya a
imponerse los amarillos en el paisaje y las verjas se tiñen con el rojo de la
parra virgen. Comimos fuera con unos amigos y pasamos la tarde en casa de uno
de ellos, charlando de asuntos que hoy es difícil eludir: la asombrosa
improvisación de nuestros gobernantes en algo tan serio como la importación
del Évola y la repugnante compra de voluntades con las tarjetas opacas de Caja
Madrid. Un querido contertulio, hombre sentado, progresista, de izquierdas,
entre bromas y veras manifiesta una sorprendente reacción al fenómeno Podemos
tras su lectura del libro Conversación con Pablo Iglesias, de Jacobo Rivero. Concreta
su reacción en un – inaudito en él - apoyo al PSOE. Puede que sean muchas las
personas que reaccionen así en un futuro cercano, al irse dando cuenta de la
fuerza real, de las posibilidades reales de estos jóvenes políticos. La edad
nos va haciendo temerosos de la novedad y el cambio. Pero la situación es tan
alarmante que la catarsis se hace ineludible. Y con lo que ha llovido no es fácil
poner esperanzas en el PSOE.
Mi manía
de resistirme a la adopción de las nuevas tecnologías hasta no sentir la
necesidad de las mismas, hace que siempre me coja el toro. No tengo más remedio
que adoptar el dichoso wasap para comunicarme con mis hijos de las Américas, y
lo tengo que hacer ya.
Resisto
hasta las tres de la mañana esperando noticias, pero me acuesto sin ellas. El
domingo amanece húmedo y fresco. En el ordenador tengo noticia, emoción y
primera foto. Durante la madrugada -sábado en Bogotá - ha nacido mi nieto
Gabriel. Tengo la tranquilizadora certeza de que sus padres sabrán hacer de él
un niño feliz y un hombre honrado. Y tengo la esperanza de disfrutar algo de su
infancia.
sábado, 20 de septiembre de 2014
Bajo por la Calle de Toledo
Esta
podría haber sido una mañana para grandes cosas, pero las dejo para otro día y
me limito a coger el tren de las diezytreintayseis, que me deja en Sol. Cruzo California subiendo hacia el Valle Yosemite, acompañando en su retroceso al joven profesor Smith con su
pony de Shetland, su caballo y sus dos perros escoceses; caminamos por un mundo que
regresa a los orígenes y en el que la humanidad ha sido casi destruida por la Peste Escarlata de
Jack London. De fondo, se escucha a Peggy Lee cantando Johnny Guitar. Bajo por los soportales de la Calle de Toledo, desde la Plaza
Mayor. Paso frente al templo del Colegio
Imperial, apeado de su rango catedralicio. Sorteo a los jóvenes del Instituto San Isidro, cumplidores de esa
extraña moda que los tiene tirados en la mugre del suelo madrileño, y me llego
a la tienda de salazones del número 44. Unas anchoas de Santoña y unas huevas
de maruca supongo que serán buen maridaje – que dicen ahora – para los Cherrys confitados
con cebolla y los pimientos encurtidos de mi huerta, que llevo en la
faltriquera. Me voy dejando caer por las Cavas, Puerta Cerrada, Vicaría y Santiago
hacia la Plaza de Oriente, donde hemos quedado para despacharnos unas judías con
torcaz del maestro Ambrosio, previos los entrantes que servidor porta. Y tras
el rito de charla, vino y comida, el regreso a casa en compañía del viejo
profesor Smith, que habla a sus nietos de un mundo que fue, en un idioma que los niños ya
no entienden; un mundo destruido por aquella peste que surgió en el verano de 2013, cuando él tenía veintisiete años. Ya no oigo a Peggy Lee.
miércoles, 10 de septiembre de 2014
Gritos en la memoria
Militarismo y Represión Melecio Galván |
P
|
arecen
gritos, sí, sí, ¡son gritos!, pero… no termina de entender lo que dicen. Lo que
le parece oír no puede ser, no es concebible en ese lugar. Es una mañana de
abril sin primavera del año 1971, y el sargento llega terminando de abrocharse,
con la somnolencia de la rutina gris del ejército, ascendiendo la
desesperanzada cuesta que lleva a las alineaciones de los barracones, entre los
que ya está formada la compañía.
— ¡Hermanos tirad las armas,
vayámonos de aquí!
Entre
la formación, unos brazos se agitan acompañando a los gritos.
—¡Viva la paz!
—¡Viva el amor!
—¡Viva la libertad!
Se oye
alguna risa, respuesta nerviosa a lo insólito, a lo incomprensible.
— ¡Mientras haya ejércitos
habrá guerras!
Las
filas se descomponen con la búsqueda del autor de los gritos; murmullos; ojos
incrédulos en las caras juveniles, buscando a los mandos, esperando la
represión entre la que han crecido…
—¡Hermanos…
Un
recluta vestido con uniforme de instrucción —entre sus compañeros en ropa de
gimnasia— lanza su proclama. La voz, casi infantil, surge entre las caras
atónitas, y se alza encajonada entre las paredes verdes de los barracones. Dos
cabos inician un amenazante movimiento hacia el joven, lo que termina de
aclarar el cerebro del sargento que ve la necesidad de actuar y de hacerlo con
rapidez. Se acerca al muchacho indicándole que le acompañe, lo que hace
dócilmente. Da órdenes a los cabos para que vayan bajando la compañía a
gimnasia y entra con el recluta en uno de los barracones.
—Pero…
¿Tú estás loco? ¿Qué coño haces?
Las
manos frenéticas giran la gorra. Los ojos, en disparatado movimiento, en un
rostro juvenil de rasgos suaves…
—Yo me declaro pacifista, ya lo hice en la caja de reclutas, y… me mandaron a a la mierda…
El
sargento no sabe si ve valor o inconsciencia…
— No aguanto
más. Tengo que dar este testimonio…
Los
ojos y la voz del recluta se empañan y la cara se contrae ahogando el llanto.
—Mira,
aquí lo que hay que hacer es terminar la puta mili y largarse…
—No, no,
yo tengo que dar testimonio, tengo que dar testimonio de mi fe cristiana… tengo
que…
-Tu fe cristiana, no me jodas!, ¡tu fe
cristiana! Esa fe es patrimonio de los que te van a joder vivo; y a mí, como no
me espabile. No tengo ni puta idea de qué hacer. En estos momentos ya debe de
hablarse del asunto en todo el campamento. Tengo que pensar. No te muevas de
aquí, no salgas de este barracón, no hables con nadie, espérame aquí. ¡No
salgas!, ¿me oyes?, ¡no salgas!
—Te
repito que tengo que dar testimonio de Cristo…
—Sí,
coño, pero ¡espérate!
—Bueno,
bueno, esperaré. Pero…
—¡Cállate,
coño! No salgas, no hables con nadie.
Realmente
el sargento no sabe qué hacer. No tiene ni idea de cómo enfocar las cosas, el
chaval ha montado un buen lío. En realidad no sabe si puede hacer algo, pero da
por hecho que tiene que intentarlo. Es consciente de que los militares no van a
pasar por alto el asunto, intuye que desplegarán toda la parafernalia en su
liturgia justificadora y ejemplarizante. La noticia ya habrá llegado lejos,
tiene que hacer algo y pronto. Él también se la está jugando. Le ha llamado la
atención la fundamentación cristiana en la argumentación del recluta; es algo
nuevo. En las guardias, el sargento ha hablado con algún Testigo de Jehová, que
por aquel entonces abundaban en las prisiones por su negación a prestar el
servicio militar; pero las razones de estos, también religiosas, le parecen
lejanas, ajenas, quizás exóticas. El sargento, como la mayor parte de los
jóvenes de su generación, siente un fuerte rechazo al ejército mantenedor de la
dictadura; y a la prepotencia de militares y curas aliados en el régimen cruel,
gris y alienante. El sargento no se siente religioso, pero la postura de este
muchacho, basando su antimilitarismo en la fe cristiana, le parece culturalmente
cercana e inteligible. Siente la autenticidad del chaval frente a la
incongruencia propia, a la propia impostura; siente la gallardía del rebelde
frente a su personal y simple acatamiento de lo impuesto. <<Quizás no
todo sea gallardía, los ojos de este muchacho… no está bien, seguramente no
está bien…>>
—Mi
sargento, yo conozco a ese chico, fuimos compañeros de colegio… estudia
ciencias físicas… siempre ha sido muy buen estudiante… estaba en tratamiento
psiquiátrico…
Ese
puede ser el camino… El sargento habla con sus compañeros los médicos de IPS,
les pide consejo y ayuda para preparar una estrategia.
—Mi
capitán, hay informes de los médicos… estaba en tratamiento… parece ser un
magnífico estudiante… en el test de Raven dio la mejor puntuación…
—Mire
sargento, déjeme de hostias. El único loco que he conocido se cortó los güevos
pa ver lo que tenían dentro…
El
sargento cree recordar que fue un junio caluroso, pero no está seguro. Lo que
sí recuerda perfectamente es el viaje en tren con los reclutas que servirían de
testigos en el primero de los dos Consejos de Guerra.
—Pues una de las cosas que dijo fue: ¡muera Franco!
—¿Tú lo
oíste?
—A mí me
han dicho que lo dijo…
—Pues te
limitarás a decir lo que tú oíste, y no lo que te han contado. ¿Me entiendes?
Solo puedes declarar lo que tú has oído. Y esto sirve para todos, solo podéis
declarar lo que cada uno ha oído. ¿Está claro?
A la
puerta de la sala del Consejo de Guerra el sargento ve al acusado en compañía de
sus padres.
— Mirad,
este es P… el sargento de complemento de mi compañía…
Y P…,
desconcertado, solo es capaz de balbucear sin sentido. Siente un fuerte
desasosiego, quizás vergüenza, ante aquellos padres afligidos; le parece estar
representando a la sinrazón.
Consejo
de Guerra para fallar la causa sumarísima por delito de sedición. Una
interminable mesa presidencial repleta de uniformes de gala, colorido y brillos
de quincalla. Un muchacho de veintidós años con alguna disfunción en su
cerebro. Cinco años de prisiones militares.
Diez
días después tiene lugar el segundo Consejo de Guerra, por anulación del
primero. Seis años de prisiones militares.
Después
son veintiocho meses de recorrer prisiones por toda la península: Castillo de
Figueras, Psicopático Militar de San Baudilio, Prisión Civil de Figueras,
Prisión Militar de Barcelona, de Valencia, de Murcia, Prisión Civil de
Cartagena, Penal de Galeras en Cartagena, Talleres Penitenciarios de Alcalá de
Henares… Y después África, El Aaiún.
Pero
estas últimas son cosas que P… conoce muchos años después, una vida después,
cuando ya es un jubilado. Han quedado muy lejos aquellos meses de prácticas de
las milicias universitarias, pero los hechos anteriormente narrados nunca se
han podido borrar de su memoria. Y esa memoria le lleva un día a poner, en un
buscador de Internet, el nombre de aquel recluta, el nombre de V…
Durante
su estancia en El Aaiún, V… se cartea con J…, una prima segunda suya. La
soledad del joven encuentra un remanso en aquellas cartas, que le hacen ir
concibiendo esperanzas amorosas con aquella muchacha que le habla de
desavenencias con su novio. A su regreso a casa, ya libre, pretende a su prima,
a la que ha dejado el novio, un médico que acaba de casarse. V… es rechazado, y
su cerebro centra la razón de su fracaso en el dolor causado a su amada por el
novio que le ha abandonado.
V…
pide cita en la consulta del médico. Es recibido por la esposa, que le pasa al
consultorio. Al ser preguntado por la razón de su visita V… saca un cuchillo de
monte con el que apuñala hasta trece veces al médico. A los gritos de auxilio
acuden la esposa y una anciana sirvienta, a la que V…, en su huida, también
hiere.
La
Audiencia estimó que V… cometió un delito de asesinato con alevosía y una falta
de lesiones con atenuante de enajenación mental incompleta, y le condenó a
veinte años de reclusión menor.
Cuarenta
y tantos años después P… piensa en la definición de locura que le dio aquel
capitán, cuando hacía las prácticas de milicias, en el inició de esta
triste historia de la que ahora ha conocido tan tremenda continuación. P…
piensa en esa definición que —se le antoja— resume una época en blanco y
negro, en la que solo brillaban multicolores las medallas, los entorchados y
los fajines sobre las barrigas de los generales en los Consejos de
Guerra.
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