Andrés
se recrimina por pusilánime; sabe que si hubiese actuado con arreglo a su
criterio las cosas hubieran ido mejor.
—Ponte en manos de este hombre… no lo dudes…es
un magnífico profesional…estas cosas tenemos que dejárselas a los que entienden…
Se
dejó influir. Sus amigos, su mujer, todos parecían tener una opinión distinta
de la suya.
El primer
día, aquel señor le había parecido un tontaina amanerado y cursi, pero pensó en
el criterio de los demás y se propuso no dejarse llevar por prejuicios. Andrés
le expuso sus ideas que más que ideas eran sentimientos o sueños amasados a lo
largo de los años. Le habló del sillón de orejas junto a la ventana enmarcando al
invierno, del porche de los geranios, de la cubierta con aleros de tejas
escalonadas, de la escalera de madera con balaustres torneados, de los muebles
heredados de padres y abuelos, de fresca oscuridad de verano y fuego de
invierno, de sus libros, de sus trastos… Sí, le pareció un cursi embutido en
aquella chaqueta que le estaba pequeña, con su enorme nudo de corbata, su
colocadita melena gris, sus pantalones ajustados, sus zapatos de ante… En
aquella oficina quirófano, sin libros, sin papeles, sin el mínimo desorden
que necesita el trabajo.
—Debemos pensar en algo de nuestro tiempo, algo que responda a las necesidades del
hombre de hoy y sea reflejo de una posición social, una educación, un estatus…
Lo
del estatus puso redondos los ojos de Andrés.
—Mire
usted, estatus poco y perras contaditas. Solo queremos una casita…
La
segunda entrevista fue sobre el terreno, en la parcela. El elegante paseaba
meditabundo, los brazos cruzados y una mano tapándose la boca o accionando al
ritmo de sus palabras.
—Veo
la horizontalidad de unos limpios petos de hormigón que se alargan paralelos a
las aceras ajustadas al terreno. Sobre ellos continúa el paisaje vegetal en
jardineras…
—Yo,
lo del hormigón no lo veo muy…
—Ay
Andrés, por dios, calla; nosotros no entendemos de esto.
—Elena,
yo sé lo que quiero, y esto no…
En
ese momento un enorme Mercedes frenaba aparatoso frente a la parcela; su
conductor se apeaba teléfono en mano hablando a voces entre risotadas, mientras
los presentes contemplaban la puesta en escena. Era un individuo con gafas
oscuras, de unos cincuenta años, calvo, con el cogote lleno de rizos y un
intenso moreno de playa. Vestía pantalones vaqueros, brillantes mocasines,
chaqueta azul con pañuelo colgando del bolsillo superior en estudiado descuido,
y camisa de rayas abierta para descubrir la cadena de oro y el vello ya cano
del pecho.
—Voy
a presentaros a Federico. Es el constructor con quien habitualmente trabajamos.
Él puede haceros un magnífico trabajo.
Al
cerebro de Andrés acudió un —coño, otro— que su mujer pareció adivinar, por lo
que se adelantó a ofrecer la mano al constructor, que la besó - en todo el
sentido del verbo - en un exagerado ángulo recto. A partir de ese momento todo
fue un duelo entre los “yo he” del tal Federico y los “yo he” del elegante.
En el
camino de regreso Andrés trató de razonar con Elena:
—Esta
gente no tiene nada que ver con nosotros, no entienden lo que queremos, no les
importa; y además no me fio de ellos, no me inspiran confianza.
—Andrés,
los que no sabemos nada de esto somos nosotros, esta gente sabe lo que se trae
entre manos. Tú no has salido de tu despacho de la facultad, y yo poco mundo he
visto. Tenemos que ponernos en sus manos. Nos los han recomendado. Quiero hacer
un buen uso de la herencia de mis padres y de nuestros ahorros.
Han
pasado dos años desde aquellas primeras visitas. Andrés se recrimina su
pusilanimidad mientras mira el vacío esqueleto de petos de hormigón.
Desaparecieron las perras heredadas y las ahorradas y desapareció el petimetre
de los planos y el nudo de corbata gordo. Andrés tiene una deuda en el banco y
un pleito con el fantasma del Mercedes; un pleito más para un individuo que no
tiene a su nombre ni la familia.
Andrés no tiene, no tendrá ya nunca, un sillón
de orejas junto a una ventana que enmarque al invierno.