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gusto por lo bello parece connatural a la especie humana, siempre con los
amplios matices que la educación y la cultura han dado al concepto de belleza.
Por muy zafio que pudiera ser un individuo quiero creer que siempre ha habido
algo que le rascase el alma, algo que le pareciese hermoso o le emocionase. Sin
embargo, el interés, la curiosidad por saber de sus ancestros, por la historia,
no me parece tan común ni tan innato, y sí, más bien, producto cultural o
educativo. Lo que no sé si calificar de fruto de la educación, cojera cultural
o cortocircuito mental, es ese extraño gusto que, en mayor o menor grado,
tienen, tenemos algunos por las cosas viejas. Y no me refiero ahora a objetos
hermosos o de especial significado, sino a trastos apreciados por el mero hecho
de ser viejos.
Supongo
que coleccionar badilas, llaves de a medio kilo, candiles de hojalata,
planchas, orinales, palmatorias, peponas, plumillas, palilleros, chisqueros,
braseros, escriños, escaños o escudillas, tiene un significado paralelo a la
obsesión por las reliquias religiosas. Como la que llevó a Felipe II a crear
una demanda para El Escorial que se tradujo en una enorme oferta que llenó el
monasterio de huesos, vaya usted a saber de quién. La diferencia entre estas dos
manías por acumular símbolos está en que los coleccionistas de trastos no
pretenden ningún acercamiento a lo Trascendente, sino dar alguna pequeña,
asequible trascendencia a lo humano; una trascendencia liviana, cotidiana, al
andar de nuestro corto paseo por el mundo. Es como si pretendiésemos que el
tic-tac del reloj del bisabuelo, la presencia del pasado en nuestro día a día, nos
diese una continuidad en el tiempo.
También
podemos entender lo contrario, y es que la presencia en nuestra cotidianidad de
las obras de nuestros ancestros es continua constatación de nuestra efímera condición.
Ante la casa centenaria de Las Hermanas Coloradas - donde Plinio investiga - el maestro García Pavón reflexiona:
Cada generación debía estrenar una ciudad, sin el polvo
del fue, sin los bidés usados, sin el recuerdo de la muerte tan bien hecho y
repetido, sin esa cuerda costosa de seda roja que sirve para librar los
balcones de las cortinas. Que cada generación tuviese su ciudad sin cementerios,
con todas las cosas flamantes, como chorros de oro; sin fotografías de
bigotudos sonrientes, sin esos guardapelos de rubios cuya calavera es tiesto de
raíces.
Por
supuesto que no comparto esta entelequia que nos apunta D. Francisco en su juego
intelectual, en unas páginas bellísimas que a todo el mundo recomiendo
vivamente. Del talento de los hombres debemos esperar la conjugación adecuada
entre las obras del pasado y del presente, para acomodar a cada momento
nuestros espacios de vida. Y en ello están desde hace tiempo los que saben o
deberían saber, con éxitos y también con fracasos debidos, evidentemente, a la
estupidez, la ignorancia y sobre todo a la avaricia pecuniaria.
El interés
por lo bello, lo representativo o lo antiguo, ha dado lugar a esas inmensas
acumulaciones que son los grandes museos. Primero los europeos, llenos en buena
parte con el botín de atroces saqueos; y después los estadunidenses, repletos
de lo mucho que ha podido conseguir el dólar. Pero el concepto tradicional de
museo parece hoy en entredicho y las mentes pensantes reflexionan sobre lo que
deberá ser el Museo del Tercer Milenio. Aparecen conceptos como “museos
educativos”, “museos lúdicos” o “museos didácticos”, que, en general, son menos
universalistas que el gran museo tradicional.
Hace
años que Umberto Eco reflexiona sobre este asunto. El concepto Museo
del Tercer Milenio lo he tomado del título de la ponencia que en junio
de 2001 presentó en Bilbao, defendiendo el museo
de una sola obra, en el que las restantes salas se dediquen a su
explicación.
Se me
ocurren muchas obras que merezcan este trato, demasiadas. Supongo que la
cuestión es qué hacer con el resto. Los museos podrán ser centros formativos,
meros expositores o alguna solución mixta. Y podrán ser más o menos monográficos.
Lo absurdo es que los tengamos atestados por multitudes que están allí solo porque
les lleva la agencia o porque lo recomienda su guía. Incomprensible. Hoy en día
los grandes museos son, fundamentalmente, captadores de divisas. Será difícil cambiarlo.
En algunos casos, como la escultura, la réplica exacta puede aportar soluciones;
una vez eliminado el mito del original. Pero mucho me temo que no se propicie
el ir hacia soluciones de este tipo.
En el
mundo en que vivimos los que más peligro corren son los pequeños museos
provinciales o locales, como por ejemplo los dedicados a recrear una figura en
el ambiente en que vivió o trabajó. Podrán tener o no tener obras de
importancia, pero reconozco mi debilidad por muchos de estos refugios del
pasado, donde se oficia la liturgia del recuerdo; en los que acurrucarse al
socaire del tiempo detenido.