A
diario paso frente a esta casa
a la que la tristeza parece treparle como la hiedra que sube desde el verdín
cadavérico de la tierra hasta el alero, para luego dejarse caer en girones
verticales como lágrimas. Nadie la recorta, y la enredadera va cegando
ventanas de las que no se espera luz. Y la casa se ha hecho cueva verde, antro propicio
a esa humedad pegajosa que pudre el alma y que solemos llamar tristeza.
Recuerdo años de risas y
alboroto de infancia en este jardín; y años de esperanza en los que la juvenil
algarabía de la belleza y la inteligencia llenaba la casa. Y llegó el estupor ante
lo inesperado, llegó el miedo, la sospecha vergonzosa, la certeza inaceptable,
la atrocidad del deseo insaciable, el grito, la amenaza, la angustia, la
destrucción de todo lo bello y de todo lo inteligente; llegó la sordidez
desconocida. Y después fue el espanto de la muerte buscada y encontrada entre las vías del
tren; y no mucho después el insoportable dolor de ver irse la vida en los ojos que
imploran la ayuda imposible.
El viento mece, con chillido agrio
de óxido, el columpio de las risas infantiles. La pareja de ancianos, sombras
mínimas, salen de la casa y recorren vacilantes la vereda que sus
pasos cotidianos han dibujado en el abandono del jardín. Buenos días. Buenos
días nos dé Dios. Y se alejan del brazo por la acera, doblados, al
ritmo quedo de sus bastones, con el capacho de la compra obligada en el diario
rito de seguir vivos.