martes, 25 de abril de 2017

Azul...












Hace unos días, en una librería de viejo, hurgaba yo entre los libros expuestos en tableros. Bruscamente, alguien depositó una caja de cartón sobre los títulos que intentaba leer. Sostenían la caja unas manos gordezuelas, llenas de anillos, y unos brazos de piel muy blanca repletos de tatuajes. Era una jovencita, apenas una niña. Orejas, labios, cejas y nariz perforados por pendientes. Las sienes rapadas y el resto del pelo teñido de un artificioso rosa sintético. Camiseta negra, pantalones-medias negras y botas militares, eran el atuendo de su figura rellenita.

-A ver, jefe, ¿qué me da por to esto?

Mientras la muchacha enseñaba su mercancía al librero, lo vi. Lo reconocí de inmediato. Allí estaba, bajo la cuadrada cabeza, aquella ingenua firma en tinta verde, con el nombre recercado por la rúbrica en forma de corazón.

-¿Me dejas ver este, por favor? - Dije a la niña.

-Este era de mi abuela. Bueno, casi todos eran de ella. Murió el año pasado. Leía mucho. - Me contestó.

Cogí el librito con emoción. El humilde ejemplar, de los años cincuenta, estaba amarillento y sobado, pero entero. En su interior no vi las flores secas, pero allí estaba la cuartilla con el dibujo del guerrero, aquel Clark  Gable con plumas que yo había visto cincuenta y tantos años atrás.

En 1963 comencé mi primer trabajo. A él me llevaba una caminata, once estaciones de metro y un transbordo. Once estaciones en aquel metro, imagen condensada de la España triste, sucia y ruin de esos años. Siempre que me era posible lo eludía. Prefería andar durante horas antes de entrar en lo que me parecía subterránea red repartidora de miserias.

En aquel año solía ver por las mañanas a una modistilla que subía en la estación de Iglesia. Tendría más o menos mi edad, dieciséis años. Era una niña mínima, con unos ojos vivos que llenaban su carita.  Llevaba, colgando de su brazo con una correa, una de aquellas enormes cajas, como ataúdes, que se utilizaban para el reparto de la ropa confeccionada en los talleres. Era de ver lo que la chiquilla pasaba para lograr entrar en el vagón con aquel trasto.

Y la frágil modistilla, con su delgadez de siglos y su ropilla raída, con sus pelitos rubios y su carita mínima, se situaba en algún rincón del vagón y apoyaba en el suelo la enorme caja que usaba de muralla frente a la sordidez del entorno.  Y sacaba su libro, y se introducía en el azul de los sonetos áureos y las flamantes silvas, en esa niebla sutil de polvo de oro donde van los perfumes y los sueños, por los cálices muertos de las tardes volúbiles y los rosales trémulos; entre musas dulces, desdeñosas diosas, hadas amorosas y ninfas de pasiones vivas; entre flores frescas empapadas de olor, rumores, ecos, risas, murmullos misteriosos, aleteos, músicas nunca oídas… Y entre suspiros, sueños, tristezas, topacios, carbunclos, rubíes y amatistas, la niña llegaba a su estación, y de regreso a este mundo bajaba del vagón con su aparatosa carga colgando de un brazo que amenazaba romperse. Y aquellas piernecillas, en las holgadas medias colgantes del vestido, llevaban a la niña por la dura realidad de aquellos años hasta su próxima posibilidad de azul.

Y sucedió que un día, al llegar a su estación, en el trabajoso transporte de su carga, a la niña se le cayó el libro al salir del vagón. Acudí a recogerlo, pero se cerraron las puertas y no pude dárselo. Vi la desolación en su carita a través del cristal, y le hice gestos de que se lo guardaría.

No pude por menos de ojear aquel libro que tanto había visto en manos de la niña. El Azul… de Rubén. Entre las hojas había flores secas y una cuartilla en la que la mínima modistilla  había retratado a su héroe: una cabeza de Clark Gable, recortada de alguna revista, festoneada por ella con plumas dibujadas con lápices de colores; debajo, en letra redonda y tinta verde, podía leerse: … e irguióse la alta frente del gran Caupolicán.

Al día siguiente di a la niña su libro. Lo recibió con un muchas gracias, toda rubor, mirando al suelo. A partir de aquel día tuve su diaria sonrisa, en breve mirada antes de regresar al azul.