Hace unos días, en una
librería de viejo, hurgaba yo entre los libros expuestos en tableros.
Bruscamente, alguien depositó una caja de cartón sobre los títulos que
intentaba leer. Sostenían la caja unas manos gordezuelas, llenas de anillos, y
unos brazos de piel muy blanca repletos de tatuajes. Era una jovencita, apenas
una niña. Orejas, labios, cejas y nariz perforados por pendientes. Las sienes
rapadas y el resto del pelo teñido de un artificioso rosa sintético. Camiseta
negra, pantalones-medias negras y botas militares, eran el atuendo de su
figura rellenita.
-A ver, jefe, ¿qué me da
por to esto?
Mientras la muchacha
enseñaba su mercancía al librero, lo vi. Lo reconocí de inmediato. Allí estaba,
bajo la cuadrada cabeza, aquella ingenua firma en tinta verde, con el nombre
recercado por la rúbrica en forma de corazón.
-¿Me dejas ver este, por
favor? - Dije a la niña.
-Este era de mi abuela.
Bueno, casi todos eran de ella. Murió el año pasado. Leía mucho. - Me contestó.
Cogí el librito con
emoción. El humilde ejemplar, de los años cincuenta, estaba amarillento y sobado,
pero entero. En su interior no vi las flores secas, pero allí estaba la
cuartilla con el dibujo del guerrero, aquel Clark Gable con plumas que yo había visto cincuenta
y tantos años atrás.
En 1963 comencé mi primer
trabajo. A él me llevaba una caminata, once estaciones de metro y un transbordo. Once estaciones en aquel metro, imagen condensada de la España triste, sucia y ruin de esos años. Siempre que me era posible lo eludía. Prefería andar durante
horas antes de entrar en lo que me parecía subterránea red repartidora de miserias.
En aquel año solía ver
por las mañanas a una modistilla que
subía en la estación de Iglesia. Tendría más o menos mi edad, dieciséis años. Era
una niña mínima, con unos ojos vivos que llenaban su carita. Llevaba, colgando de su brazo con una correa,
una de aquellas enormes cajas, como ataúdes, que se utilizaban para el reparto
de la ropa confeccionada en los talleres. Era de ver lo que la chiquilla pasaba
para lograr entrar en el vagón con aquel trasto.
Y la frágil modistilla,
con su delgadez de siglos y su ropilla raída, con sus pelitos rubios y su carita
mínima, se situaba en algún rincón del vagón y apoyaba en el suelo la enorme
caja que usaba de muralla frente a la sordidez del entorno. Y sacaba su libro, y se introducía en el azul
de los sonetos áureos y las flamantes silvas, en esa niebla sutil de polvo de
oro donde van los perfumes y los sueños, por los cálices muertos de las tardes
volúbiles y los rosales trémulos; entre musas dulces, desdeñosas diosas, hadas
amorosas y ninfas de pasiones vivas; entre flores frescas empapadas de olor,
rumores, ecos, risas, murmullos misteriosos, aleteos, músicas nunca oídas… Y
entre suspiros, sueños, tristezas, topacios, carbunclos, rubíes y amatistas, la
niña llegaba a su estación, y de regreso a este mundo bajaba del vagón con su
aparatosa carga colgando de un brazo que amenazaba romperse. Y aquellas
piernecillas, en las holgadas medias colgantes del vestido, llevaban a la niña
por la dura realidad de aquellos años hasta su próxima posibilidad de azul.
Y sucedió que un día, al
llegar a su estación, en el trabajoso transporte de su carga, a la niña se le
cayó el libro al salir del vagón. Acudí a recogerlo, pero se cerraron las
puertas y no pude dárselo. Vi la desolación en su carita a través del cristal,
y le hice gestos de que se lo guardaría.
No pude por menos de ojear
aquel libro que tanto había visto en manos de la niña. El Azul… de Rubén. Entre
las hojas había flores secas y una cuartilla en la que la mínima modistilla había retratado a su héroe: una cabeza de
Clark Gable, recortada de alguna revista, festoneada por ella con plumas
dibujadas con lápices de colores; debajo, en letra redonda y tinta verde,
podía leerse: … e irguióse la alta frente del gran Caupolicán.
Al día siguiente di a la
niña su libro. Lo recibió con un muchas gracias, toda rubor, mirando al suelo.
A partir de aquel día tuve su diaria sonrisa, en breve mirada antes de regresar
al azul.