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s media mañana y parece de
noche. Un cielo tonante arroja el agua que nos ha negado durante meses. Pero aún
es agosto, queda verano. Paso la mañana disfrutando el repiqueteo del agua tras
la ventana con el fondo orquestal de unos truenos que parecen caer rodando hasta
ese límite en el que estallan poderosos, sublimes. En un alarde de originalidad
me pongo a escuchar Stormy Weather, en una versión de Etta James, de 1960. La
vieja música yanqui me sirve para el momento.
Busco un chubasquero y
salgo a pasear el pueblo bajo la lluvia.
A Trini, la tendera, parece
escapársele el alma en cada estallido, y con los ojos en blanco hace frenéticos
ademanes de santiguarse una y otra vez mientras invoca, tartamudeante, la
mediación adecuada: Santa Bárbara bendita
que en el cielo estás escrita con papel y agua bendita… Con los truenos
Trini se olvida hasta de cobrar, que ya es olvidar en ella. Isidro, el marido
de Trini, espera anhelante una tregua del cielo para escapar de su tienda y de
su señora y salir a repartir los pedidos por los bares, tomarse sus cañitas y echar
unas monedas en las máquinas esas de los ruidos gastroeléctricos y las
lucecitas, esos trastos en los que a tantos divierte dejarse los cuartos.
Mientras esquivo como puedo las
bicicletas de dos zánganos veinteañeros que circulan por la acera con la
potencia de su edad y la prepotencia de los tiempos, veo a Manuel sentado en
el bar donde le ha pillado la tormenta. A Manuel no le impresionan los truenos;
en realidad, a sus ochenta y tantos, ya no le impresiona nada, si es que algo
le impresionó alguna vez. Manuel solo desea que escampe y continuar con su
diario y exhaustivo recorrido de los bares del pueblo. A Manuel ya no le
preocupa ni la muerte ni la vida; le da todo lo mismo. Como mínima
autoafirmación, y por seguir siendo algo, aunque sin poner mucho empeño, Manuel
continúa presumiendo de conquistador y campeón sexual, de leal a la gallina de
su llavero y a la bandera de su pulsera, de fe en el eco lejano del Dios lejano
de su lejana infancia, y de amor a una mujer fallecida hace años a la que,
seguramente, no respetó mucho en vida y a la que ahora necesita idealizar. A
Manuel le pesa una soledad ganada a pulso. Cada día se acorta su corto mundo.
Pero, como él dice, que le quiten lo bailao. A Manuel, a pesar de todo, se le
nota un poso de educación y colegio. También de abandono. A ver si escampa.
Estas aguas, después de
tantos meses de sequía, se han amalgamado con dios sabe qué suciedades depositadas
en el suelo y han formado una espuma blanca, un manto poluto y sospechoso que
cubre las calles. Aún así, hoy el mundo es más limpio y diáfano, qué duda cabe,
un mundo que se ve, se huele y se respira.
En la tienda de los
periódicos Matías compra su diaria dosis de Razón, y a los buenos días me contesta
—golpeando su periódico— con una perorata sobre las medidas a tomar con los
marroquíes del atropello en Las Ramblas, con los terroristas de la yihad y con
todos los mahometanos que han llegado o lleguen a España: un pandemonio
policial de venganzas, detenciones y deportaciones. No cuesta mucho hacerle
cambiar de tema y llevarle a uno de sus favoritos: el origen africano de su
fortuna familiar y los depurados sistemas que usaban para hacer trabajar a los aborígenes.
Le gusta el asunto. El hombre se retrata con generosidad y se adorna con
continuas alusiones a su condición de demócrata y católico practicante y
militante. Sentado tal retrato, al que no se me ocurre apostillar, considero
que las cosas quedan en su sitio y puedo irme.
Aprovecho que pasa por
allí una amiga de mis hijos, guapa y risueña, entre la algarabía de su prole, a
la que me uno.
Se va haciendo la hora de comer y voy hacia
casa.
Regreso al repiqueteo de
la lluvia en mi ventana, con el fondo orquestal de los dioses precursores.
Asoma algo de sol por un
resquicio de las nubes.
Huele bien. Las aguas han lavado todo lo
que pueden lavar.