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n jirón
de luz titila ya en la rendija del frailero y me asomo al nuevo día. Poco a poco se ha ido
haciendo otoño de ocres y amarillos, pero sigue sin llover. Hay una luz con aquella tristeza tenue de las milongas, de las zambas de Yupanqui o Falú con las que,
los de mis años, tratábamos de esquivar la copla o el bolero omnipresentes. Y
ese trotecito lento lo alternábamos con otros llantos de cubanos, como Milanés
deteniéndose a llorar por los ausentes, llenando el breve espacio en que no
estaba Silvio ni la querida presencia de Carlos Puebla. Y otros más. Y los
ingleses, claro, los ingleses.
Mediados
los años setenta solíamos ir a Toldería. Un garito bajo el viaducto madrileño,
incómodo y poco barrido, en el que se incubaban rojos hispanos y tristezas del
sur de América. Después fue el trajín de ganarse la vida. A finales de los
noventa, poco antes de su cierre, volvimos al garito. Seguía sin barrer y con la música viva, sí, muy viva. El público no estoy tan seguro; eran los mismos de veinte años
antes, pero inexpresivos, momificados.
Ahora,
pasados otros veinte años, apenas queda recuerdo de esa especie vivaz, fructífera y efímera
que fueron los rojos hispanos. Los sobrevivientes son orondos cuasireaccionarios o
no son nada, casi nada. Hoy tenemos esta generación, "la mejor preparada de la historia," con los pies en el asiento de delante, que no sabe con seguridad si Franco fue uno que
militó en el PC o un cantante. También tenemos ese lamentable esperpento en que ha resultado
la esperanza del 15M.
Como ya
ha pasado el primer frescor mañanero, creo que voy a salir a barrer unas
cuantas hojas antes del paseíto y el aperitivo. La buena vida del
jubilado. Que dure.