jueves, 13 de septiembre de 2018

El rollo de Matilla de Arzón



















A
 Matilla de Arzón se llegaba desde Pobladura por una interminable cuesta que discurría hacia el este, entre bacillares con almendros en las lindes. Guardo en la memoria el paisaje de mi infancia y juventud, hoy alterado por la concentración parcelaria, el abandono de los cultivos y la construcción de dos autopistas que vuelan sobre el viejo camino, perpendiculares a él, indiferentes quizás al país que atraviesan, conectando otras realidades más propias de nuestro tiempo.

Matilla era un pueblo más en el Páramo leonés, de pesadas construcciones de tapia con brillo de paja en los trullados que cubrían los paramentos de las más humildes y calicostrados en las fachadas más pretenciosas. Sí, Matilla era un pueblo humilde, como todos en esa tierra escueta, de sopas de ajo y tocino. En sus campos mujeres tapadas, con tan solo los ojos al aire; y hombres enjutos, acecinados, vestidos con panas mil veces remendadas, con las manos, con aquellas manos hoy imposibles, sobre la mancera del arado romano, sobre el astil de la azada, sobre el yugo que unce a las vacas y en el que se apoya la aguijada que dirige el lento arrastrar de las carretas de parva.

Imagen de uno de aquellos labriegos es el dibujo con que el maestro Baltasar Lobo retrató a su tío Teodoro. Baltasar fue natural de Cerecinos, pueblo cercano a Matilla, en la inmediata Tierra de Campos, ya algo más Castilla que León; murió en París, en 1993, en la ciudad que le acogió como artista.

Pero Matilla tiene una singularidad que nos habla de pasadas importancias, y es su picota, su rollo jurisdiccional.

Me ha venido hoy a la memoria Matilla y su rollo al ver la última consecuencia de ese chiringuito dirigido desde 2001 por un natural de este pueblo, del que no parece que sus paisanos puedan sentirse muy orgullosos. Me refiero al denominado Instituto de Derecho Público, de la URJC, en manos, hasta su cese, del matillano Enrique Álvarez Conde. Derecho, derecho, no parecía el Instituto, no, menos derecho que el rollo del pueblo de su director, erecta imagen de viejas justicias, se supone. Todo parece indicar que esta institución pública era un mero negociete en que se vendían másteres a políticos emergentes, es decir, capaces de devolver favores en el futuro.

Y del prometedor ramillete de señoras ministras que nos ofreció Pedro Sánchez ya falta una flor. La señora ministra de Sanidad cayó también en la tentación de acudir al chiringuito del matillano a comprarse un máster. Vaya por dios. No es que esta señora tenga un currículo deslumbrante, no, sus méritos se circunscriben a la militancia en el partido, pero formaba parte de algo en lo que muchos hemos puesto la poca esperanza que ya somos capaces de poner en asuntos de este tipo.

Me pregunto cuánta caca puede aún emanar del tingladillo que se montó el matillano. Los periodistas que hurgan en esos basureros suelen espaciar la publicación de sus hallazgos, por aquello de vender los periódicos que les dan de comer.

Y oigo, ­­­­mientras escribo esto, que al fin venden las bombas a los saudíes. Sí, se las venden. La pela es la pela, que diría cualquier quintorra al uso. Qué mundo este.