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Matilla
de Arzón se llegaba desde Pobladura
por una interminable cuesta que discurría hacia el este, entre bacillares con
almendros en las lindes. Guardo en la memoria el paisaje de mi infancia y
juventud, hoy alterado por la concentración parcelaria, el abandono de los
cultivos y la construcción de dos autopistas que vuelan sobre el viejo camino,
perpendiculares a él, indiferentes quizás al país que atraviesan, conectando otras
realidades más propias de nuestro tiempo.
Matilla era
un pueblo más en el Páramo leonés, de
pesadas construcciones de tapia con brillo de paja en los trullados que cubrían
los paramentos de las más humildes y calicostrados en las fachadas más
pretenciosas. Sí, Matilla era un
pueblo humilde, como todos en esa tierra escueta, de sopas de ajo y tocino. En
sus campos mujeres tapadas, con tan solo los ojos al aire; y hombres enjutos, acecinados,
vestidos con panas mil veces remendadas, con las manos, con aquellas manos hoy
imposibles, sobre la mancera del arado romano, sobre el astil de la azada,
sobre el yugo que unce a las vacas y en el que se apoya la aguijada que dirige el
lento arrastrar de las carretas de parva.
Imagen de uno de aquellos
labriegos es el dibujo con que el maestro Baltasar
Lobo retrató a su tío Teodoro. Baltasar fue natural de Cerecinos, pueblo cercano a Matilla,
en la inmediata Tierra de Campos, ya
algo más Castilla que León; murió en París, en 1993, en la ciudad que le acogió
como artista.
Pero Matilla tiene una singularidad que nos habla de pasadas
importancias, y es su picota, su rollo jurisdiccional.
Me ha venido hoy a la
memoria Matilla y su rollo al ver la
última consecuencia de ese chiringuito dirigido desde 2001 por un natural de
este pueblo, del que no parece que sus paisanos puedan sentirse muy orgullosos.
Me refiero al denominado Instituto de
Derecho Público, de la URJC, en
manos, hasta su cese, del matillano Enrique
Álvarez Conde. Derecho, derecho, no parecía el Instituto, no, menos derecho
que el rollo del pueblo de su director, erecta imagen de viejas justicias, se
supone. Todo parece indicar que esta institución pública era un mero negociete
en que se vendían másteres a políticos emergentes, es decir, capaces de
devolver favores en el futuro.
Y del prometedor ramillete
de señoras ministras que nos ofreció Pedro
Sánchez ya falta una flor. La señora ministra de Sanidad cayó también en la
tentación de acudir al chiringuito del matillano a comprarse un máster. Vaya
por dios. No es que esta señora tenga un currículo deslumbrante, no, sus
méritos se circunscriben a la militancia en el partido, pero formaba parte de
algo en lo que muchos hemos puesto la poca esperanza que ya somos capaces de
poner en asuntos de este tipo.
Me pregunto cuánta caca
puede aún emanar del tingladillo que se montó el matillano. Los periodistas que
hurgan en esos basureros suelen espaciar la publicación de sus hallazgos, por
aquello de vender los periódicos que les dan de comer.
Y oigo, mientras escribo
esto, que al fin venden las bombas a los saudíes. Sí, se las venden. La pela es
la pela, que diría cualquier quintorra al uso. Qué mundo este.