… pues sí, en mi pueblo
también mandaban todos esos que usted cuenta de su pueblo de usted, como en
toda España, pero había algo que quizás fuese una singularidad; le cuento y
usted me dirá. Teníamos a doña Ascensión, que no era poco. No tomar
precauciones con doña Ascensión era una imprudencia que siempre acarreaba malas
consecuencias. Temible la señora. Su principal arma era poseer medio término
municipal; y claro, también estaba lo del marido y los tres hijos falangistas caídos
por Dios y por España, con sus nombres en el cartel encabezado por Primo de
Rivera y rotulado en la fachada de la iglesia que da a la plaza. Completaban ese
cartel unos cuantos desgraciados del pueblo, movilizados en aquellos años, que
dejaron sus jóvenes huesos en algún lugar de la triste España, tiroteados por
otros tan desgraciados como ellos. Y estaba el cura, claro, como en su pueblo
de usted, como en todos los pueblos, pero me atrevo a asegurar que el de mi
pueblo era más bruto. Llevaba la sotana desabrochada, para que se viese bien la
camisa azul. Sus sermones, cuando no eran tonantes arengas políticas, solo
trataban de un mandamiento, el sexto, no parecía saber de otro. Y estaba su
señora madre, la del párroco digo, una señora tremenda, una bruja capaz de
cualquier maldad. El alcalde era un fantasmón bastante parecido al que usted ha
descrito. En las fiestas aparecía con camisa azul, condecoraciones, correajes,
botas altas y fusta. Un cromo. Un miserable de pistola al cinto valiente solo
con los indefensos. Un rufián obediente a quien debía el cargo. En el puesto de
la Guardia Civil mandaba un sargento gordinflón y tranquilo, sin especial
maldad, obsesionado con buscar comunistas, a los que consideraba compendio de
todos los males de la patria. La realidad era que solo encontraba los que el
cura o el alcalde designaban como tales y le ponían delante de su naranjero; y
con esos pobres desgraciados justificaba el del tricornio su servicio a la
patria.
La singularidad de que le
hablo estaba en otro poder, paralelo, más difuso que los anteriores, pero real
y capaz de contrarrestar algunas de las arbitrariedades de tan siniestros
personajes. Era un poder oficioso del que nadie hablaba, pero al que todo el
mundo se acogía en caso de necesidad. Tan evanescente autoridad tenía su sede
en la mercería de la tía Asunta, por donde pasaban todas las mujeres del pueblo
en busca de los materiales para sus labores, o para confiar el arreglo de las
carreras de sus medias del domingo a las manos de Prudencia, que sabía hacer
maravillas con su cilindro y su maquinilla en aquella minúscula mesita del
rincón. Allí las mujeres hablaban, como suelen hacer, analizaban la realidad
del pueblo, y allí se iba almacenando un corpus de conocimiento basado en
privilegiadas informaciones de dormitorio, confesionario o lecho de muerte.
Información que, según mi experiencia, fue utilizada en los momentos precisos,
con esa prudencia y eficacia que suele acompañar más a las mujeres que a los
hombres. El simple hecho de saber o sospechar del conocimiento allí almacenado, y el
miedo a su difusión o uso, frenaba muchas arbitrariedades de los poderes
oficiales. La eficacia tenía que basarse en la unión de las mujeres, lo que no
era difícil de conseguir cuando se trataba de caprichos de doña Ascensión,
intrigas del cura y su madre, o venganzas encargadas al alcalde por sus mandos
provinciales.
Creo poder afirmar que, en
mi pueblo, la crueldad de la posguerra se vio aliviada por el sentido común de
las mujeres, de las vecinas, que supieron utilizar las armas de que disponían para
hacer frente a la arbitrariedad de los vencedores. No sé si usted lo
considerará singularidad.