M
|
ucho se habla en estos días
de la “nueva normalidad,” y ya doctores en el asunto han llamado la atención
sobre lo contradictorio del término, por lo que no pararé yo en disquisiciones
terminológicas al respecto. No sé si esta pandemia tendrá el poder de cambiar
sustancialmente rumbos a los humanos; lo que sí sé, o creo saber, es que los
racionales son animales con mucha capacidad de olvidar. Lo que cada uno puede
hacer, si le apetece, son elucubraciones sobre posibles cambios, tanto deseados
como temidos o vislumbrados en el día a día y según van las cosas.
Ahora que tengo tiempo para
todo, no tengo ganas de hacer nada. La anhelante espera de algo imposibilita
bastante la acción; y por muchos cambios que deseemos, lo que realmente
esperamos con anhelo es la cotidianidad perdida. Pues hace unos días, en esa
desgana, no recuerdo si era con la radio o la televisión de fondo, me llamó la
atención la reacción de un muchacho (me pareció de la alta burguesía) que se
reía de un compañero que había manifestado su deseo de hacerse sastre. Para ese
muchacho querer ser sastre era algo incomprensible, un exotismo, una rareza,
algo que no podía clasificar en los cajones de su cerebro, supongo que repletos
de esos vocablos en inglés que, para la mayoría de la gente, no terminan de
definir actividades reconocibles.
Esto me hizo pensar en la
posibilidad de que el caos económico subsiguiente a la pandemia trajese como consecuencia
la desaparición de tanto seudooficio como entorpece la sociedad de nuestro
tiempo. Tanta gente en actividades que nada ofrecen ni producen, salvo falsas y
costosas necesidades. Gente apostada en los caminos que sigue el dinero, para
que algo ─que suele ser mucho─ les caiga en el bolsillo.
Si hubiese sido en mi
presencia, supongo que no me hubiese contenido de colocar al muchacho un rollo,
de seguro mal recibido, que más o menos podría haber sido:
─ Muchacho, me da la
impresión de que quieres generalizar a todos los oficios la trivialización que
pareces hacer del que hablas. Apenas sé de ese trabajo en particular, pero lo
he observado cuando he tenido ocasión, como me he fijado en tantos otros;
siempre he admirado la maestría. Yo he visto al jaboncillo, en la mano
enseñada, trazar las líneas definitorias de acuerdo con el modelo elegido y las
medidas previamente tomadas; líneas que después siguen las tijeras y los
hilvanes, componiendo esa primera armazón que, en la prueba, sabios pellizcos detenidos
por alfileres terminarán de ajustar. Parece fácil, ¿verdad?, pues no, no lo es,
hay que aprender, con tiempo, con interés y con paciencia. Hablamos de
jaboncillos, alfileres y agujas, de las que ya digo que poco o nada sé, pero podríamos
hablar de gubias, cinceles, lápices, pies de rey, trinchantes, buriles,
teodolitos, martillos, telescopios, pinceles, azadones, fonendoscopios,
tiralíneas, bisturíes, palas o microscopios. Son herramientas, útiles, símbolos
del esfuerzo humano. De algunos algo sé, de la mayoría apenas nada, pero por
todos siento reverencia. Todo lo que de interés hace el hombre necesita oficio,
y el oficio es esfuerzo, aprendizaje, curiosidad, interés, inteligencia.
Y ya puestos a elucubrar imaginé
este poco probable diálogo con el muchacho:
─ Pero mezcla usted
actividades intelectuales con las meramente manuales.
─ No hay actividades humanas
meramente manuales, muchacho. En el trabajo del hombre siempre interviene, en
mayor o menor medida, el intelecto. No es como el trabajo de las bestias o de
las máquinas, que solo es posible cuando, detrás, está el cerebro y la voluntad
del hombre.
─ Pero estará usted conmigo
que hay categorías, dentro del trabajo de los hombres.
─ Si te refieres a
categorías en función de trabajos más o menos manuales, más o menos
intelectuales, te diré que no creo en esas categorías. Si te refieres a
categorías en función de la mayor o menor calidad de lo conseguido con el
trabajo, sea este cual sea, te diré que sí, naturalmente, no todos tenemos las
mismas capacidades, ni el mismo interés, ni las mismas ganas de trabajar, ni la
misma sensibilidad. El fruto de nuestro trabajo está condicionado a eso, a
nuestra condición, a nuestras posibilidades y capacidades.
─ Me admitirá usted que no
todos los trabajos tienen la misma valoración social.
─ No me siento obligado a
coincidir con la valoración que la sociedad de nuestro tiempo hace de cada
trabajo. De hecho, disiento. Si medimos esa valoración por la contraprestación
económica a cada actividad, podemos decir que nuestra sociedad lo que más
valora es el fútbol, y lo que más premia la especulación financiera,
inmobiliaria o del tipo que sea. Pero no todas las épocas han medido con el
mismo rasero; gracias a eso tenemos frutos del trabajo de los hombres que
dignifican y ensalzan nuestra condición.
Y si a estas alturas el
muchachito me siguiese escuchando, mi idea del amueblamiento de su cerebro
estaría ya remodelándose.