domingo, 24 de mayo de 2020

Juventud, oficios, pandemia, aburrimiento









M
ucho se habla en estos días de la “nueva normalidad,” y ya doctores en el asunto han llamado la atención sobre lo contradictorio del término, por lo que no pararé yo en disquisiciones terminológicas al respecto. No sé si esta pandemia tendrá el poder de cambiar sustancialmente rumbos a los humanos; lo que sí sé, o creo saber, es que los racionales son animales con mucha capacidad de olvidar. Lo que cada uno puede hacer, si le apetece, son elucubraciones sobre posibles cambios, tanto deseados como temidos o vislumbrados en el día a día y según van las cosas.

Ahora que tengo tiempo para todo, no tengo ganas de hacer nada. La anhelante espera de algo imposibilita bastante la acción; y por muchos cambios que deseemos, lo que realmente esperamos con anhelo es la cotidianidad perdida. Pues hace unos días, en esa desgana, no recuerdo si era con la radio o la televisión de fondo, me llamó la atención la reacción de un muchacho (me pareció de la alta burguesía) que se reía de un compañero que había manifestado su deseo de hacerse sastre. Para ese muchacho querer ser sastre era algo incomprensible, un exotismo, una rareza, algo que no podía clasificar en los cajones de su cerebro, supongo que repletos de esos vocablos en inglés que, para la mayoría de la gente, no terminan de definir actividades reconocibles.

Esto me hizo pensar en la posibilidad de que el caos económico subsiguiente a la pandemia trajese como consecuencia la desaparición de tanto seudooficio como entorpece la sociedad de nuestro tiempo. Tanta gente en actividades que nada ofrecen ni producen, salvo falsas y costosas necesidades. Gente apostada en los caminos que sigue el dinero, para que algo ─que suele ser mucho─ les caiga en el bolsillo.

Si hubiese sido en mi presencia, supongo que no me hubiese contenido de colocar al muchacho un rollo, de seguro mal recibido, que más o menos podría haber sido:



─ Muchacho, me da la impresión de que quieres generalizar a todos los oficios la trivialización que pareces hacer del que hablas. Apenas sé de ese trabajo en particular, pero lo he observado cuando he tenido ocasión, como me he fijado en tantos otros; siempre he admirado la maestría. Yo he visto al jaboncillo, en la mano enseñada, trazar las líneas definitorias de acuerdo con el modelo elegido y las medidas previamente tomadas; líneas que después siguen las tijeras y los hilvanes, componiendo esa primera armazón que, en la prueba, sabios pellizcos detenidos por alfileres terminarán de ajustar. Parece fácil, ¿verdad?, pues no, no lo es, hay que aprender, con tiempo, con interés y con paciencia. Hablamos de jaboncillos, alfileres y agujas, de las que ya digo que poco o nada sé, pero podríamos hablar de gubias, cinceles, lápices, pies de rey, trinchantes, buriles, teodolitos, martillos, telescopios, pinceles, azadones, fonendoscopios, tiralíneas, bisturíes, palas o microscopios. Son herramientas, útiles, símbolos del esfuerzo humano. De algunos algo sé, de la mayoría apenas nada, pero por todos siento reverencia. Todo lo que de interés hace el hombre necesita oficio, y el oficio es esfuerzo, aprendizaje, curiosidad, interés, inteligencia.


Y ya puestos a elucubrar imaginé este poco probable diálogo con el muchacho:



─ Pero mezcla usted actividades intelectuales con las meramente manuales.

─ No hay actividades humanas meramente manuales, muchacho. En el trabajo del hombre siempre interviene, en mayor o menor medida, el intelecto. No es como el trabajo de las bestias o de las máquinas, que solo es posible cuando, detrás, está el cerebro y la voluntad del hombre.

─ Pero estará usted conmigo que hay categorías, dentro del trabajo de los hombres.

─ Si te refieres a categorías en función de trabajos más o menos manuales, más o menos intelectuales, te diré que no creo en esas categorías. Si te refieres a categorías en función de la mayor o menor calidad de lo conseguido con el trabajo, sea este cual sea, te diré que sí, naturalmente, no todos tenemos las mismas capacidades, ni el mismo interés, ni las mismas ganas de trabajar, ni la misma sensibilidad. El fruto de nuestro trabajo está condicionado a eso, a nuestra condición, a nuestras posibilidades y capacidades.
 
─ Me admitirá usted que no todos los trabajos tienen la misma valoración social.

─ No me siento obligado a coincidir con la valoración que la sociedad de nuestro tiempo hace de cada trabajo. De hecho, disiento. Si medimos esa valoración por la contraprestación económica a cada actividad, podemos decir que nuestra sociedad lo que más valora es el fútbol, y lo que más premia la especulación financiera, inmobiliaria o del tipo que sea. Pero no todas las épocas han medido con el mismo rasero; gracias a eso tenemos frutos del trabajo de los hombres que dignifican y ensalzan nuestra condición.


Y si a estas alturas el muchachito me siguiese escuchando, mi idea del amueblamiento de su cerebro estaría ya remodelándose. 






 



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