jueves, 11 de junio de 2020

Atalo el Polaco








 
Pedro Criado Juárez.
Óleo sobre tabla.




Todos nós criamos o mundo à nossa medida. O mundo longo dos longevos e curto dos que partem prematuramente. O mundo simple dos simples e o complexo dos complicados.
Miguel Torga






─ Son asuntos viejos. No tiene sentido hablar de lo pasado cuando solo conduce al dolor. La única realidad es la que vivimos en cada momento, o la que imaginamos. Solo existe el pasado que se evoca, y es absurdo hacerlo cuando duele. Sí, en parte somos fruto de lo que hemos sido, no lo niego, sería absurdo negarlo, pero hemos sido lo que la casualidad y el azar han querido, y algo, poco, lo que ha querido nuestra voluntad, algo de nuestra voluntad también ha hecho nuestro yo. Y a eso me gusta agarrarme, al poco yo que debo a mí mismo.

El viejo habla con el agua por las rodillas, los pantalones remangados, en la sombra que unos alisos proyectan sobre el quieto meandro del río donde las truchas se cobijan entre las ovas. Habla mientras se mueve despacio, agachado, los brazos en el agua, los dedos índice y pulgar de las dos manos forman un círculo que va cerrando entre las algas. De vez en cuando endereza el cuerpo y alza los brazos con una trucha aleteando en la presa de sus dedos. La lanza a la hierba de la orilla, donde queda saltando, agonizante.

─ Échala al cubo, muchacho. Ya hay bastantes peces, voy a coger unos cangrejos, en este remanso los hay muy buenos.

Unos metros más abajo una mujer, tapada, solo los ojos al aire, la aguijada que manda posada en el yugo, introduce una carreta de vacas en la barca. Los animales rumian con su tranquila lentitud. El barquero, sin prisa, se apoya en la pértiga que impulsa la barca desde el Valle hacia la Polvorosa. El chirrido del cable es contrapunto al rumor del Órbigo, que baja lento hacia su cercano fin en el Esla. Agosto se remansa en las sombras de la rivera. Fuera de la franja verde el sol cae fiero sobre el campo.

El viejo va pasando las manos, bajo el agua, por el corte del terreno de la orilla, entre las raíces de los árboles rivereños. En unos minutos la cesta que cuelga de su cintura se llena de cangrejos que golpean sus colas y levantan sus pinzas amenazantes.

─ Hay que tener cuidado con las ratas, con este método de coger cangrejos te sueles llevar buenos mordiscos. Y mancan, vaya si mancan. Hay que desinfectarse bien, ¿sabes?

La imagen de aquel hombre ha llamado la atención del muchacho desde que lo vio por primera vez.
 
─ Yo soy algún año más joven que tu abuelo, pocos, pero fuimos juntos a la escuela. Después, nuestras vidas han sido muy distintas.

Le ha llamado la atención el enorme corpachón caminando solitario por el campo, recitando en alta voz, accionando con los poderosos brazos. Y detrás, con el morro pegado a su espalda, el borriquillo cano, sin ronzal, con unas ligeras alforjas.

─ Me gustaría saber qué es lo que usted recita.

─ Horacio, hijo, odas de Horacio es lo que me has oído esta mañana. Lo habrás estudiado en el bachillerato. Huye de inquirir lo que será del mañana, aprovecha bien los días que te concede el destino, y no desprecies las danzas y los tiernos amores; pues eres joven, y la tardía vejez aún no se atreve a marchitar tu lozano verdor. Pero mañana será otra cosa, lo que me venga a la memoria, me inspire el día, o me apetezca decir.

El hombre ha salido del agua, recoge sus cosas y las va metiendo en las alforjas. Silba con los dedos en los labios y el borrico, que pace en un prado cercano, acude en un trotecillo.

─ Toma muchacho, lleva a casa estas truchas y estos cangrejos. Y dale recuerdos a tu abuelo.

Carga las alforjas sobre el borriquillo y comienza el camino de regreso al pueblo. El joven, llevando su bicicleta, camina a su lado. Tras ellos, como un perrito, el asno cano.

─ Yo entiendo tu curiosidad sobre mi estrafalaria persona. Sé de las historias que sobre mí habrás oído y sé de las preguntas que se te agolpan. Ya te digo que hay cosas sobre las que no me gusta hablar, pero me parece que contigo voy a hacer excepciones. Te contaré, pero será otro día, ahora hay que ir a robar unas manzanas ácidas al huerto del tío Quico, son magníficas, no las conozco mejores en la zona.

Al llegar al pueblo toman caminos distintos, no sin antes hacer el viejo su anuncio:

─ Mañana, a eso de las nueve, iré a ver como está de maduración un bacillar que tengo en el camino de San Adrián. También pasaré por el palomar, a coger algún pichón.





Isaac Prieto, allá por 1896, salió del pueblo para ir a estudiar el bachillerato a León. Hizo la carrera en Madrid, y recorrió media España con los escalones de la carrera judicial. Hoy pasa sus días de jubilado en el pueblo que nunca olvidó.

─ Papá, me preocupa que Pablito ande con ese hombre, con Atalo el Polaco. La gente me lo cuenta escandalizada.

─ Nada malo le vendrá a mi nieto de ese hombre, a no ser que la desdicha y la mala suerte sean contagiosas. Más me preocuparía que anduviese con esos escandalizados de que me hablas, Teresa.

─ Pero ese viejo es…

Teresa detiene el sustantivo al ver levantarse las cejas de su padre.

Arcilla cruda en las tapias trulladas y cocida en las tejas, madera de negrillo, cal, almagra, añil y negro hollín, es la casa de los padres que Isaac ha mantenido con mínimas, imprescindibles incorporaciones. La familia de la hija ha puesto al día la parte que ellos habitan en los veranos.






Durante la noche ha ido amasándose una tormenta que no termina de hacerse agua, quedando solo en truenos y remolinos de viento que levantan polvaredas.

─ Ves, el Albillo está maduro, se ha dorado, podemos coger una cesta para comérnoslas. El resto aguantará aquí, endulzándose, hasta que madure la Tinta Madrid. Las pisaré juntas. Le sienta bien el Albillo al tinto, aunque esté ya pasa.
… experimento un regocijo inmenso cuando caigo
en el gaznate de un hombre consumido por su labor,
y su cálido pecho es una dulce tumba
en la cual me siento mucho mejor que en mis frías bodegas.

─ ¿Horacio?

─ No, Pablo, no, Baudelaire. Un francés de algunos años después. También, aunque seas de ciencias, lo habrás estudiado en literatura del bachillerato. Digo yo.

─ ¿Dónde ha aprendido usted tanto?

─ Poco sé, hijo, poco sé. Más bien poco. Saben, las gentes que han pasado la vida estudiando, como tu abuelo. Ese poco lo aprendí, a salto de mata y de mala manera, donde he pasado muchos años, en la cárcel, como bien sabrás. Allí aprendí bueno y malo. Y esto último te aseguro que abunda más.

Un prolongado trueno desgarra el cielo de nubes que domina el paisaje. Gruesas gotas comienzan a mojar el suelo reseco de la viña.

─ Tengo una lona en las alforjas. Vamos a guarecernos o nos empapamos.

Bajo la lona, el joven y el viejo ven caer el agua que la tierra se bebe con ansia. Aspiran los aromas de la tormenta, mirando revivir los verdes de las huertas linderas al arroyo que discurre en el fondo del pequeño valle, y que a estas alturas del verano solo es rosario de charcas raneras.

─ Mal viene este aguacero a los que andan en la poca trilla que quede aún. Yo no siembro cereal. La tierra de secano que tengo se la dejo a unos vecinos. Me dan algún saco de trigo con el que tengo pan para todo el año, algo de paja para el borrico y cebada para las gallinas. Yo poco necesito. Cuando salí de la cárcel y regresé al pueblo, no tenía nada. Mi mujer ya había muerto hacía años, de pena, de soledad. Mi casa estaba ocupada y mis tierras labradas por otros. Lo recuperé todo, a tortas. No tenía otro medio. O recuperaba lo mío o volvía a la cárcel. Lo recuperé. Algunos me siguen teniendo miedo. Más vale. También encontré gente buena que me ayudó. Mira, parece que escampa, vamos a aprovechar para llegarnos al pueblo.





El cuarto donde pasa sus días Isaac Prieto es un caos de libros y papeles, donde hace años que nadie pone un orden distinto al existente en la cabeza del viejo juez. En realidad, toda la casa da un cierto aspecto de caos. Los muebles aldeanos que siempre han estado allí se ven ahora mezclados con los traídos de la vivienda madrileña, cuando Isaac, viudo y jubilado, quiso regresar al pueblo. La espetera con los platos de su abuela está ahora sobre un decimonónico mueble francés. Los cromos de faisanes muertos, los Sagrados Corazones de colorines y los santos de escayola se reparten espacio con la pintura moderna que el juez ha ido coleccionando durante su vida. Sin embargo, en lo que podría parecer un amontonamiento de almacén, se respira un tranquilo, buscado y ordenado desorden, en el que pueden leerse las distintas vidas de la gente que por allí ha pasado.        

─ Abuelo, Atalo me ha pedido que te trajese estas uvas. Te tiene mucho respeto. Pero yo no termino de enterarme de por qué estuvo en la cárcel.

─ Atalo tiene algún año menos que yo, coincidimos en el colegio hasta que, con nueve años, yo me fui a hacer el bachillerato a León. Le recuerdo como un niño avispado, hábil para todo lo práctico, y fuerte, muy fuerte. Don Servando, el maestro, le tenía aprecio; además era amigo de su padre, republicano y socialista, como él. Después, nos veíamos durante mis vacaciones de verano. Nunca llegamos a ser grandes amigos, pero siempre le respeté por su ganada fama de hombre honrado, al menos entre los más humildes del pueblo. Los años de la guerra subsiguiente a la sublevación militar del año 36 fueron muy duros para esa familia. Esta no es tierra de grandes latifundios ni poderosos señoritos, pero la gente del lado llamado nacional se lo hicieron pasar muy mal a las personas con alguna significación durante la República por ideas o cargos, o simplemente por tener un oficio sospechoso en sí mismo, como el de maestro. Los padres de Atalo murieron en esos años. A él no llegaron a movilizarle, por edad, como a mí. Cuando en el año 39 comenzaron las barbaridades con que los ganadores celebraban la victoria, Atalo temió por su vida. Dejó a la mujer con su familia y se fue al monte con las partidas formadas por resistentes, desertores del bando ganador, y temerosos de la represión, como era su caso.

─ Abuelo, me gustaría saber algo más sobre esta guerrilla, sobre el maquis. ¿Tienes algo que me puedas dejar para leer?

─ Como puedes comprender nada se ha publicado aquí que no sea mera propaganda del Régimen. Hoy día todo son pasquines. Ya te daré alguna información. Pero lo que debes tener en cuenta es lo que siempre te digo, Pablo: cuidado con quién, dónde y de qué hablas. Abre el ojo y esparrama la vista. Ya me entiendes. Te decía que Atalo marchó al monte con la guerrilla. Creo recordar que ya llevaba dos años allí cuando un día decidió llegarse al pueblo para ver a la mujer. Sabía de ella por algunos contactos y por medio de estos le aviso de su llegada. Por la razón que fuese la Guardia civil se enteró de la visita y le estaban esperando. Seguí su proceso, y quizás algo pude ayudar para evitar su fusilamiento. Cualquiera en el lugar de este hombre sería un loco o un resentido. Él no es ninguna de las dos cosas.





─ Buenos días, Pablico, ¿Cómo van tus estudios? Era para ingeniero lo que tu estudiabas ¿no?

─ Sí, señora Adelina, estudio ingeniería industrial.

Doña Adelina, vecina de los Prieto, es una enlutada y sonriente anciana de sonrosadas mejillas. Está sentada a la puerta de su casa, en su silla de enea, con su labor de bordado, que guarda en un escriño.

─ Todos los de tu familia han sido buenos para eso del estudio. Te veo que andas al campo con el Polaco. Es un buen hombre. Necesita compañía. Aprenderás cosas…

─ ¿Por qué le llaman el Polaco, doña Adelina?

─ Uy, hijo, eso es largo de contar. Si te sientas te cuento lo que yo sé. Saca una silla de casa o aquí, en el poyo, donde prefieras. Mira, cuando yo era niña aún íbamos al filandón, en invierno, cuando había poca tarea, en las casas que tenían cocinas grandes, hilábamos, oíamos a los viejos, y sobre todo mirábamos de reojo al mocerío, a ver cuál nos miraba o cuál nos gustaba. Pues por entonces aún se hablaba y se contaban historias de tiempos de la francesada. Cuentos de esos que van de generación en generación. Yo poco fui a la escuela, bueno, lo que todos los del pueblo. Para estudiar más había que salir, como hizo tu abuelo Isaac, y para eso hacían falta posibles, campo y yuntas para ararlo. Pero siempre he tenido curiosidad, y he leído lo que ha caído en mis manos. En casa hay libros, mi abuelo fue maestro, y los he leído todos. Ya sabes que ingleses y franceses anduvieron por aquí persiguiéndose, matando gente, violentando mujeres, robando y quemando casas y cosechas. Para las gentes de aquí ninguno fue bueno, y eso que los ingleses eran de los nuestros, dicen. Eso sucedió allá por 1808 y 1809, ahí es nada, siete generaciones, más o menos. Con los franceses vinieron polacos, de caballería creo que eran. Pues se cuenta que uno de esos polacos, herido, se refugió, aquí, en un corral del pueblo. Una mujer lo encontró, lo curo y escondió. Y aquí se quedó, amagado en las faldas de aquella mujer. Seguramente hastiado de guerras y barbaridades, y sin nadie que le esperase en su tierra lejana. Pues esa pareja tuvo hijos y nietos que siempre han sido los Polacos. El último es tu amigo Atalo, un hombre al que ha perseguido la desgracia. No sé de otro, con él se acaban los Polacos.





─ Pues sí, Pablo, sí, he conocido gente buena. En el penal del Dueso conocí a un hombre al que debo lo poco que sé. Mi querido don Prisciliano. Pasé muchos años a su lado. Murió, no sé cómo, unos meses antes de salir yo del penal. Un día no lo encontré en la biblioteca. Pregunté. Se limitaron a decirme que había muerto, sin darme explicaciones. Había sido profesor de filosofía, debió de ser su delito. Abrió mi mente a realidades que me hicieron posible soportar aquello. Y sobre todo me enseñó a saber vivir sin rencor. En casa tengo su retrato, como en un ara. No tengo objetos familiares, esas cosas que nos unen al pasado. Todo desapareció durante mi estancia en la cárcel y tras la muerte de mi mujer. Tengo solo la foto y los libros de don Prisciliano. Miento, tengo también la foto de mi mujer y la de mis padres, las que llevaba en la cartera y no me quitaron en la cárcel. Y tengo este reloj, mira, lo he llevado siempre encima. Me lo dio mi padre, me dijo que era del lejano abuelo polaco que nos puso mote para siempre. Es asombroso, tiene más de siglo y medio y sigue andando, mira. Yo soy el último Polaco que puede llevar el reloj.  Toma, he pensado que nadie mejor que tú para seguir llevándolo. Cuéntales a tus hijos esta historia.