Desde hace algún tiempo Isaac
ha insistido en invitarle a su casa, pero José, con los años, se ha ido
haciendo remiso a los viajes, como si ya lo hubiese visto todo, como si solo
los mundos encerrados en la letra impresa pudiesen ofrecerle algo realmente
nuevo y distinto, algo capaz de sacarle del rutinario acomodo doméstico.
José camina por la calle bordeada
por esos árboles tan urbanos que siempre se han llamado acacias, aunque parece
ser que no lo son. Algunos mantienen aún hojas verdes; en otros solo queda el
amarillo que en la mayoría ya tiñe el suelo. Son los árboles de esas arracimadas
floraciones de conejillos blancos que los niños de antes llamaban pan y
quesillo. De una reja escapa una rama de espino punteada de vibrantes rojos. A
José le viene a la memoria aquella mujer que vendía las majuelas a la puerta
del colegio, junto con el canuto de caña para lanzar los güitos. Le parece
estar viendo la cesta con los rojos frutillos, el cubilete medidor de la
mercancía, el manojo de canutos, el hatillo de palolú, la mano de la señora en
el bolsillo del mandil de los cuartos, y el corro de colegiales contando sus
céntimos.
Son pocas las edificaciones que se dejan ver.
La mayoría están retranqueadas y ocultas por vegetación y cerramientos. Rosados
revocos patinados por ocres, portones claveteados, forjas que se retuercen en
curvas modernistas hasta alcanzar el florón de hierro fundido que un día estuvo
dorado. El jazmín y la hiedra, apenas contenidos, lo abrazan todo. Un tramo de
tapia de tierra roja y cantos rodados apunta lejanos orígenes campesinos en
este barrio de una burguesía adinerada ─quizá en las Américas─ por los finales del
siglo XIX y primeros años del XX. Es un reducto urbano tintado de decadente
nostalgia, una postal sepia extrañamente escapada a la furia devastadora de
arquitectos e inmobiliarios. José lee el número diecisiete en el azul sobre amarillo
de unos azulejos. Dos columnas berroqueñas, rematadas por jarrones con agaves,
enmarcan la reja a la que se asoma.
Se conocieron en una
librería de viejo en Burdeos, donde los dos se habían interesado por un mismo libro.
De esto hará cosa de diez años, cuando José aún viajaba con relativa
frecuencia. Después se han visto con cierta asiduidad en los lugares a que los
llevan sus comunes aficiones, en Madrid, donde vive José y a donde Isaac, algo
más joven, viaja con frecuencia. Y se han hecho amigos, quizá algo más amigos
de lo que suelen hacerse los viejos.
Tras la reja, un camino asciende
entre lo que debió de ser un cuidado jardín que ahora tiene el encanto del
abandono. Como a unos treinta metros se ve la casa, de un desleído azul pastel,
con tejados de faldones amansardados recubiertos de escamas de cinc. Los
troncos de unas palmeras ascienden, delgados y sinuosos, hasta la pequeña
explosión de verdes que se recorta en el cielo; son, seguramente, antigua añoranza
de otras tierras.
─Pero si venías en el tren,
a la tarde iba a ir a buscarte…
─Surgió que tenía que venir
uno de mis nietos… me ha dejado aquí al lado… he venido dando un agradable
paseo… luego vendrá a traerme la maleta…
La casa da la sensación de
un orden inicial descompuesto por la acumulación de objetos de varias
generaciones con gustos distintos.
─Hermosa casa, Isaac.
─La hizo mi bisabuela
Elvira, en los primeros años del siglo pasado, sobre la que había construido su
padre al volver de América con los cuartos ganados en sus negocios navieros. Ya
te he hablado de eso. Pero vamos primero a tomar algo, estarás cansado, después
te iré enseñando.
La enorme casa parece no
tener paredes para albergar tantos cuadros, grabados, fotos, vitrinas y
librerías. Los libros se acumulan sobre muebles, sillas, mesas, butacas y
rincones. Un caos al que parecen poner cierto orden los carteles manuscritos
sobre cada montón. Una anciana, con cofia y almidonado mandil, arrastra sus
pies llevando una bandeja en precario equilibrio.
─Bien se ve, Isaac, que no
has tenido a nadie que te constriña a un orden doméstico. Tienes la misma
tendencia al amontonamiento que un servidor, pero a mí nunca me han dejado.
─Mis padres murieron
jóvenes, en un accidente de aviación, te habré contado. Desde entonces he
vivido solo, en esta casa. Siempre me ha cuidado Encarna, la anciana que has
visto; desde tiempos de mis abuelos su familia siempre ha trabajado aquí, y
aquí nació ella. Su marido también trabaja en casa, desde que se casaron; es
quien ha compensado mi absoluta inutilidad para las cosas prácticas de la vida.
Ahora somos tres carcamales. He vivido como un misántropo, José, como un egoísta
dedicado a mis aficiones; sin más obligación que mis clases de griego en el
instituto. Nunca he tenido que pensar en el dinero. Aún queda algo de lo que
ganó en América mi tatarabuelo y han procurado mantener sus descendientes,
menos yo, que no he hecho nada. Tampoco he gastado mucho, ciertamente, solo en
los viajes y en mis libros y papelotes, que son poca cosa, tú sabes. Pero
perdona, te estoy aburriendo, te enseñaré la casa…
Los dos viejos, flacos y estirados,
recorren pasillos y salones. Isaac va contando, deteniéndose en los objetos que
sabe interesan a su amigo.
─Bien, y ahora, si te
parece, vamos a mi despacho. Tengo que enseñarte lo importante, eso por lo que
he insistido tanto en que vinieses a verme.
Si la casa da un aspecto de
caos, el despacho sobrepasaba toda medida. Solo con la guía de Isaac puede José
penetrar semejante maremágnum y llegar hasta una silla frente a la mesa de
trabajo de su amigo. Tras los apilamientos de libros y papeles pueden
adivinarse buenos muebles y cuadros de interés.
─Le he dado muchas vueltas a
esto que te voy a contar. En un principio tuve serias dudas sobre si debía o no
debía hacerlo. Ahora creo que a nadie traiciono ya, es asunto viejo. Y supongo
que a nadie hago daño. Verás, te contaré algo más de mi bisabuela Elvira, la
constructora de esta casa. Fue hija única. Su padre apenas debía saber leer y
escribir y quiso que su hija tuviese una educación exquisita. Siguiendo los
criterios de la época consideró que lo adecuado era mandarla a un colegio a
Francia. Debió de ser una mujer de buena formación y de fuerte carácter. En la
oralidad familiar ha tenido una magnífica memoria, y los documentos que he
podido estudiar lo acreditan.
─Es agradable ver la
admiración que pareces sentir por tu bisabuela, Isaac. Yo diría que hasta
cariño…
─No sé si cariño, pero
admiración sí. Hay una faceta de su vida en absoluta oscuridad; ninguno de mis
antepasados la ha conocido. Yo, por una casualidad, la he conocido. Pero creo
que voy a cambiar el orden de esta charla, a la que he dado muchas vueltas. Voy
a empezar por el final, observaré tu reacción, y sigo contándote: Tu abuela materna
y mi abuelo paterno eran hermanos, hermanos de padre.
Isaac calla y observa la
reacción de José, que parece impasible. Después, sus ojos parecen abrirse algo,
frunce el ceño y apunta un inicio de sonrisa escéptica.
─¿Qué me dices?
─Te contaré, pero antes
quiero estar seguro de que me avisarás si en algún momento te sientes incómodo.
─Continúa, por favor, me has
dejado en ascuas.
─Mi abuelo llevaba los dos
apellidos de su madre, que nunca se casó. Todo parece indicar que el fuerte
carácter de Elvira impuso un silencio al respecto que ha durado hasta el
presente. Nunca quiso dar explicaciones y asumió su condición de madre soltera
de una manera impensable en aquel tiempo. Veo en tu cara que esto comienza ya a
sonarte a folletín televisivo y piensas en mi senilidad...
José hace gestos de
disculpa.
─No, no, sigue. Estoy
confuso, claro, pero intrigado también.
─Pues verás. Todo comenzó el
día que fui a tu casa por primera vez. Me sorprendí al ver aquel cuadro.
Recordarás que te pedí permiso para hacerle una foto con el teléfono, pues
creía reconocer al pintor. Me dijiste que tenías alguna noticia descabalada
sobre un amigo de tu bisabuelo, un profesor de dibujo.
─Sí, ahora que me lo dices
lo recuerdo, pero en aquel momento no le di la menor importancia.
─Hace un momento has pasado
por delante de varios cuadros de ese pintor. Paisajes muy academicistas, como
lo es el retrato que tú tienes.
Isaac se levanta, abre la
librería que tiene a su espalda y saca una carpeta. Extrae una lámina que
muestra a José.
─¿Reconoces a este señor? Es
un dibujo preparatorio para el retrato que tienes en tu despacho.
─Evidentemente es mi
bisabuelo…
─Sí, José, es tu bisabuelo,
y el pintor, como bien dices, era amigo suyo. Se llamaba Damián Feliz, era de
aquí, y aquí fue muchos años profesor de dibujo en la Escuela de Artes y
Oficios. Vivió un tiempo la bohemia de París a finales del XIX. Allí conoció a
tu bisabuelo, que debió de regresar a Madrid hacia 1890, para casarse.
─Algo he oído de esa
estancia de mi bisabuelo en París, y algún papel tengo, pero no recuerdo
detalles.
Isaac saca de la carpeta
unos papeles que pone delante de José. Son unos retratos a lápiz, ligeramente
coloreados, en un papel teñido por el tiempo. Todos corresponden a una misma
persona, un hombre joven.
─Y a este joven ¿lo
reconoces?
─Me parece también mi
bisabuelo, por la misma época, pero parece de otra mano…
─Lee la firma, por favor.
─Elvira de la Huerga. París
1890. Pero esto me parecen solo coincidencias, Isaac.
─Sí, tienes razón, así lo
interpreté en un principio. Pero comprenderás que esas coincidencias despertaran
mi curiosidad y continuase indagando. De la amistad de mi bisabuela con Damián
Feliz sí tenia conocimiento, se trataron durante años, aquí, en esta ciudad
donde vivieron los dos. Los muchos cuadros de Damián que hay en la casa parecen
confirmarlo. De su coincidencia en París solo tenía la evidencia que queramos
dar a estos cuadros y dibujos, que no parece poca. Damián fue profesor de
pintura de mi bisabuela, de eso tengo pocas dudas. Lo atestigua el formalismo
de los cuadros de Elvira que quedan en la casa, en los que se leen las rigideces
del maestro. Hay cuadros firmados hasta poco antes de nacer yo, mi bisabuela
murió algo después, en 1943.
─Veamos, Isaac, tus
indagaciones nos llevan, si no me he perdido, a que en el entorno de 1890 están
en París tu bisabuela, su paisano Damián Feliz y mi bisabuelo, y que, con
razonable probabilidad, podemos suponer que coinciden los tres en el estudio
del pintor, o en donde quiera que fuese. No veo como das el siguiente paso.
─Yo tampoco sabía cómo darlo.
Mi bisabuela regresa a España en 1891, para dar a luz a mi abuelo, que nace en
el mes de febrero. Eso lo tengo documentado. Y ahí me quedé, en el terreno de
las coincidencias, sin poder afirmar ni negar nada. Pero hace algo más de un
año ocurrió algo. Un día vino a verme un señor, dijo ser el comisario de una
exposición que sobre la obra de Damián Feliz preparaba la Escuela de Artes y
Oficios ─ahora tiene otro nombre que no recuerdo─ y el Ayuntamiento. Sabían que
yo tengo obra del pintor y deseaban que la prestase para la exposición.
En ese momento Encarna, la
doncella, llama a la puerta.
─Que ha venido el nieto de
don José a traerle la maleta, que le disculpen, que se ha tenido que ir, que
tenía una reunión me parece que ha dicho, y que luego llamará.
─Estoy dándole vueltas a
todo esto, Isaac, y lo que no me cuadra es que en mi familia no exista la menor
memoria de
ese hijo de mi bisabuelo.
─La primera persona de tu
familia, incluido tu bisabuelo, que tiene noticia de ese hijo eres tú, José.
Como la primera persona de mi familia que sabe quién fue el padre de mi abuelo
soy yo. Tengo que seguir, para que entiendas algo, con el asunto de la
exposición y una persona que conocí con ese motivo. Pero como tengo miedo de
que te me rindas, creo que es el momento de prepararnos un aperitivo. Vamos a
la cocina, que no quiero dar guerra a Encarna.
─A ver, Encarna, ¿qué te has
preparado de comidita?
─He hecho un bacalao a la
vizcaína que estará mejor que bueno. Y de primero una sopita de verduras con
berzas de la huerta, que están estupendas. Y como los veo en busca de
aperitivo, hay ahí unas croquetitas de gambas que hice ayer…
─Pues nos la vamos a comer
con el primer clarete del año, que me trajeron el otro día. No sé si tú serás
más de tintos con crianza, José, a mí es que me gusta el clarete, y cuanto más
nuevo mejor.
─Me gusta el clarete, y con
croquetas más.
─Vamos a ello.
José disfruta con la comida,
la bebida y la charla de su amigo, pero las noticias de la mañana le han dejado
una cierta desazón, siente necesidad de aclarar las cosas. Isaac se da cuenta,
y tan pronto están sentados con un café, regresa al tema.
─Creo que, en primer lugar,
te debo dar una explicación sobre las razones que me han llevado a ponerte en
este brete y alterar tu estado de ánimo. Espero que las entiendas, o al menos
me concedas alguna indulgencia. La causa fundamental puede parecerte egoísta,
pues al fin y al cabo se trata de satisfacer una necesidad personal. Sabes que
yo no tengo familia, se me ha ido yendo la vida en mis manías, y cuando me he
querido dar cuenta me he encontrado ante la dificultad de enfrentar la muerte
sin dejar a nadie que venga detrás, nadie que dé continuidad a este flujo de
vida que somos. No sé si es instinto o un mero rasgo de soberbia, no lo sé,
pero te aseguro que pienso más en mis antecesores, en su obra, que en mí, que
poco o nada he hecho. Al descubrir el secreto de mi bisabuela sentí que se me
abría una espita: tú tienes hijos y nietos que descienden del padre de mi
abuelo, es la única continuidad natural posible. Durante este proceso creo que
he llegado a conocer a mi bisabuela Elvira, una mujer admirable que creo
entendería lo que estoy haciendo. Solo me falta que tú también lo entiendas.
─Isaac, para poner un poco
de orden en mi cabeza necesito que termines de argumentarme tus conclusiones…
─Sí, perdona, pero tenía que
darte esta explicación. Ya sigo. Nos habíamos quedado en la visita que me hizo
el comisario de la exposición sobre Damián Feliz. Desde el primer momento me
involucré en el asunto, fundamentalmente porque quería saber sobre el pintor. Me
enteré de la existencia de una bisnieta de Damián, doña Gertrudis Feliz, de la
que procedía el más importante préstamo de obra. Me dijeron que vivía en
Barcelona, y que tenía pensado acudir a la inauguración. No quise esperar, me
fui a Barcelona y me planté en su casa. Era una anciana, funcionaria jubilada,
algo más joven que nosotros. Cuando le dije mi nombre noté que sabía
perfectamente quién era yo. Al poco rato de charla me di cuenta de que conocía
bastante mejor que yo las andanzas de los tres amigos en París. «Mi familia ha
sido meticulosa con los papeles, lo han guardado todo. Y yo, como soy curiosa,
me los he leído.» Vino a decirme. «Doña Gertrudis, estoy seguro de que usted puede
darme la información que le digo necesitar.» Le dije. «Usted pretende que yo le
dé una información que, en caso de tenerla y dársela, estaría traicionando la
voluntad de su bisabuela de usted.» Me contestó.
Insistí en mis argumentos,
más o menos los que he utilizado contigo. Tras un buen rato de resistencia, a
la anciana le cambió la cara, sus ojillos recercados de arrugas se encendieron,
esbozó una sonrisa, me acercó la cara, y como en un pícaro susurro me dijo: «me
parece usted un buen hombre, digno nieto de una mujer admirable, creo, con
usted, que en las actuales circunstancias me puedo saltar el silencio que
pidieron a mi bisabuelo. Me limitaré a dejarle leer una carta de Elvira, su
bisabuela de usted, a Damián, mi bisabuelo. Tengo muchas cartas de Elvira, que
estaban entre los papeles de mis abuelos, pero esta la encontré entre las
páginas de un libro de mi bisabuelo. Tiene recortada la firma, pero conozco
bien la letra, no tiene duda.» Mientras hablaba, doña Gertrudis rebuscaba en
unos archivadores, al cabo de un momento me alargó la carta. Yo también
reconocí la letra. Estaba fechada aquí, en enero de 1891, y efectivamente tenía
recortada la firma. Elvira daba noticia a Damián de su llegada, con referencias
a lo pesado del viaje por su estado. Le recordaba la importancia de cumplir su
promesa de silencio respecto a la paternidad del hijo que esperaba. Le insistía
en la particular importancia del silencio con tu bisabuelo, por la dificultad
que implicaba la amistad que los unía. Decía saber que ya estaba casado, en
Madrid. Ten, puedes leerla entera, doña Gertrudis tuvo la amabilidad de
mandarme una copia.
─Pues no sé qué decirte,
Isaac. Supongo que tendrás cosas pensadas…
─No, eso quisiera que lo
hicieses tú, si aceptas mi ofrecimiento. Tenemos esta casa, la historia que hay
detrás, y los restos del capital de mis ancestros. No tengo deuda ninguna, y
mis únicas obligaciones son con Encarna y su marido. Me gustaría que cuadros,
libros, papeles y documentos continuasen en manos de mi familia, y no sé de
otros, solo de tus hijos y nietos. Eres abogado, sabrás cómo se puede
hacer.
Dibujo de Cecilia Juárez 1946