e nos empinan las cuestas. Y
cuesta, sí, cuesta agacharse hasta el suelo, ese suelo al que, sin embargo, nos
vamos acercando. Asusta, por la aparente soberbia, que, en la cuesta, el
prójimo nos parezca más necio cada día, o nos cueste más soportar las tonterías
evidentes. Seguramente no es así, la gente no es más tonta, pero nos lo parece
por los muchos que procuran evidenciarlo. Esperemos que no sea así, la
estupidez no puede haber estallado de improviso. Algunos amigos se nos van quedando a trasmano,
también están en sus cuestas, los pobres; otros simplemente se han muerto; otros
han decidido morirse. El periódico se nos pone insoportable, es mejor ir
derecho al crucigrama, deprime menos y entretiene más. Hoy día son muchos los
que intentan analizar en las publicaciones el mundo nuevo que se nos agolpa,
que nos golpea, que se nos echa encima con las nuevas tecnologías y su uso
torticero, sin legislaciones pertinentes, sin saber cómo y de qué defendernos. Esos
analizadores sociales suelen utilizar un lenguaje bastante ininteligible,
seguramente porque no terminan de entender la magnitud del problema, solo lo atisban
y nos lo anuncian como pueden, tan asustados como el lector. No es poco. El
Gran Hermano tiene ya setenta y tantos años, y se nos está haciendo realidad de
una forma bastante más cutre que la definida por su ideador. Los científicos
también nos acucian con la inmediatez de las consecuencias que para el planeta
tiene nuestra forma de vida. Miro al prójimo de mi entorno, miro a la juventud,
escucho a esos políticos de los preocupantes y rancios sistemas recientemente
redivivos, no parece inquietar a muchos de ellos la realidad observable ni los temibles
anuncios de los estudiosos. Son problemas para minorías, como siempre ha sido. Estamos
en un mundo que camina renqueante en la frontera de algo amenazador y
desconocido que preocupa a pocos.
Lo mismo es que estamos
viejos.
Seguramente es que estamos
viejos.
Quizás sea que buscamos
demasiado refugio en letras e imágenes de otro tiempo. Quizás.
Y mientras anoto senilidades
que me parecen comunes a los seniles, me doy cuenta de lo enervante que me
resulta el sistemático fallo del sistema hidráulico de elevación. No, no, no.
Me refiero al sistema hidráulico de elevación de mi silla de trabajo. Ya no sé
cuantas llevo y todas terminan en esta repentina caída por desinfle que me saca
de quicio. Y no hay obsolescencia programada que valga, ocurre desde el estreno,
o casi. Y no hay arreglo posible. Ya no se arregla nada. Todo se tira.
Aún consciente de mi mayor o
menor senilidad y situación de privilegio, el caso es que me cuesta vivir en un
entorno con más perros que niños. Me entristece. Me cuesta soportar a los cada
día más numerosos gatos asilvestrados, alimentados y protegidos por unas
señoras (¿por qué suelen ser señoras?) que van colocando por las calles,
parques y jardines, recipientes con comida gatuna. No me acostumbro a que esos gatos
desentierren mis plantas para ocultar sus diarios regalos de heces. No me
acostumbro a que esos gatos se coman los pollos de los pájaros que anidan en mi
jardín. Es lamentable que esos gatos nos hayan dejado sin las ardillas que
correteaban nuestros pinos. Supongo que, además, los problemas sanitarios
tendrán su importancia, y no menor.
Quizás sea que uno está
viejo.
Seguro que uno está viejo.
Y con peor carácter.
Y más intransigente.
Y en la formación de viejo,
que cursamos por libre, es necesario aprender, entre tantas cosas, a soportar
la cara que suele poner el jovencito al que tratamos de contestar a algo que nos
ha preguntado. Esa cara de condescendiente paciencia e incredulidad ante las
explicaciones que intentamos dar según nuestro saber y entender. Siempre habrá
sido así, seguro, pero hay que aprender la asignatura. Sobre todo, tenemos que
aprender a no caer en explicaciones generacionales para los problemas.
Que algunos la tendrán.