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Los negrillos jóvenes, a
los que aún no ha matado la peste, abren ya sus yemas y anuncian primavera con
la algarabía de los pardales en sus ramas. El azulacero de las carpinteras
zumba ya en el amarillo del jazmín de invierno, en el blanco de los durillos y
en el azul de los primeros lirios. Los abejorros del pijama a rayas prefieren
libar las apretadas florecillas de los ciruelos silvestres que plantaron los
pájaros. Sí, ya se puede ver y oír esa primavera que comienza con el equinoccio
de marzo.
Como cada año, desde que la jubilación me permite una más detallada observación del entorno, soy espectador de esta ceremonia del renacer del mundo. Poco aporta este revivir del medio a las mermas que el tiempo va dejando en nuestro cuerpo. Menos, seguro, que el agua de esa fuente que Luis Mateo Díez pone a buscar a unos tabernarios de alambicado verbo, cofrades del beodo Genarín, por las Omañas de su memoria familiar, de las que ya nos hablaba su padre Florentino Agustín. La Fuente de la Edad, que tengo entre manos y releo con gusto, es novela del maestro leonés y munícipe madrileño que nos contó un mundo visto desde un balcón de la Casa de la Panadería madrileña. Que la primavera nos sea, sino fuente de juventud para el cuerpo, salud y alegría para el espíritu, en la esperanza de verla un año más.