Comienza el año con un día
soleado, sin grandes fríos, como ya parece ser lo habitual en este Guadarrama
donde habito. Después de mis cotidianas labores mañaneras de jubileta me siento
un rato frente al ordenador, este chisme que tantos ratos entretiene. Como
todos los días, me asalta una serie de anuncios de aparatos para sordos. ¿Cómo
se han enterado que servidor se está quedando un poco bastante sordera? Nunca
he buscado en internet nada al respecto, y es, creo, la primera vez que pongo el
asunto en negro sobre blanco, luego no pueden ser las cookies; digo yo. Tiende
uno a pensar que somos espiados por complejos y entrecruzados sistemas que desconocemos.
Es el amenazante mundo al que vamos y en el que, en gran medida, ya estamos.
Lo que sí se debe a las
galletitas, supongo, es la acumulación de anuncios de casas de pueblo a la
venta que me aparecen en la pantalla; por las fotos de estos anuncios sí que
paseo mi curiosidad. Han muerto los abuelos y los descendientes ponen a la
venta la casa que no interesa, no pueden arreglar o mantener y es imagen de una
situación que consideran superada. Solo me detengo en las casas que no han sido
“puestas al día", casas que aún son reflejo de lo poco que queda de las
culturas campesinas. Los humildes muebles, heredados de generaciones, a los que
no se ha dado importancia y no han sido ofrecidos al chatarrero o al
chamarilero que suele visitar el pueblo. Las fotos echas con el móvil, ese sí lo dominan, van recorriendo la casa; en un rincón la cachava del abuelo, donde
la dejó por última vez; en la vieja cama de hierro y bronces, la colcha que
quizás tapó el cadáver de la abuela, a la cabecera el cristo, en la mesilla la
palmatoria, colgando de un clavo el rosario, en el suelo el orinal; descuadradas,
indiferentemente inclinadas, sobre los yesos desconchados de las paredes, las
fotos hieráticas de los ancestros, los cromos de las perdices muertas, el
milagrero santo del que era tan devota aquella tía. Sobre la vieja cocina
bilbaína, que tantos fríos quitó, el infiernillo de butano que trajo la hija de
la capital para aliviar el trabajo de los viejos. En donde siempre estuvo, a la
luz de la ventana y al calor de la lumbre, la vieja máquina Singer que a tantas
panas puso remiendos. De una viga cuelga la jaula del reclamo que facilitaba al
abuelo meriendas en la bodega. Sobre la trébede, con el fondo gris de la
ceniza, queda una cazuela de desportillado rojo. Tras la puerta carretera las
desvencijadas ruinas de una carreta; de las paredes cuelgan restos de
collerones y arreos; detrás, escombros de lo que fueron cuadras y cochiqueras.
Cuando esta casa se venda
será “puesta al día” con criterios urbanitas, introduciendo técnicas,
materiales y colores ajenos a la cultura que la creó. Los muebles y objetos que
no vayan a la basura pasarán a ser objetos de adorno, fetiches representativos
de un mundo que fue.
A los amantes de esas
periclitadas culturas campesinas nos queda el último recurso de visitar los
restos de sus viviendas en los anuncios de las inmobiliarias.