martes, 25 de febrero de 2025

No desesperar

 

 

 

 

 


Creo que el mundo, fundamentalmente occidente, está viviendo una auténtica locura. Todo lo creado por la humanidad aterrada tras la Segunda Guerra Mundial, está en peligro. Los fundamentos del occidente libre están en entredicho. Las viejas ideologías resurgen, nadie se acuerda de los sesenta millones de muertos. Los jóvenes maman, en las modernas redes sociales, las viejas consignas del odio, el dolor y el horror. Y ya no serán los yanquis los que salven a la vieja Europa, entre ellos también vemos el antiguo saludo romano de nazis y fascistas. No está fácil el optimismo en estos días.

Me refugio en un viejo compañero de viaje: Miguel Torga, el ibérico de nacionalidad elegida. Él sufrió las dictaduras franquista y salazarista, y pagó con cárcel. Vivió la sublevación militar en España y la guerra consiguiente. Vivió la Segunda Guerra Mundial, la victoria de los aliados y el doloroso olvido de los pueblos ibéricos por los vencedores. Y, mientras, escribió sus libros, cuidó a sus pacientes y enhebró unos diarios en los que, a pesar de todo, nos dejó constancia de su fe en los humanos. El 16 de junio de 1947 escribía en Coímbra:

Sobre todo, no desesperar. No incurrir en el odio, ni en la renuncia. Seguir siendo un hombre entre tantos borregos, conservar una lógica entre tantos sofismas, seguir amando al prójimo entre tanta falsa retórica.

 Hacía dos años del final de la Guerra Mundial, nuestros días se parecen más a los preludios de esta, pero me agarro a la reflexión del viejo maestro ibérico.




 

lunes, 24 de febrero de 2025

Primera primavera










Esta mañana he visto alzarse entre las crasas los primeros narcisos, alzar su amarillo a esta primera primavera sin tu serena bondad, Luis, dulce amigo. Toda una vida en la consciencia, en la reconfortante seguridad de que ahí estabas siempre, por si hacías falta, por si era necesaria tu palabra. En tu recuerdo quedo, sobre el poso de bonhomía y honradez que en mí has dejado.








miércoles, 1 de enero de 2025

Culturas campesinas

 

 

 


 

 

Comienza el año con un día soleado, sin grandes fríos, como ya parece ser lo habitual en este Guadarrama donde habito. Después de mis cotidianas labores mañaneras de jubileta me siento un rato frente al ordenador, este chisme que tantos ratos entretiene. Como todos los días, me asalta una serie de anuncios de aparatos para sordos. ¿Cómo se han enterado que servidor se está quedando un poco bastante sordera? Nunca he buscado en internet nada al respecto, y es, creo, la primera vez que pongo el asunto en negro sobre blanco, luego no pueden ser las cookies; digo yo. Tiende uno a pensar que somos espiados por complejos y entrecruzados sistemas que desconocemos. Es el amenazante mundo al que vamos y en el que, en gran medida, ya estamos.

Lo que sí se debe a las galletitas, supongo, es la acumulación de anuncios de casas de pueblo a la venta que me aparecen en la pantalla; por las fotos de estos anuncios sí que paseo mi curiosidad. Han muerto los abuelos y los descendientes ponen a la venta la casa que no interesa, no pueden arreglar o mantener y es imagen de una situación que consideran superada. Solo me detengo en las casas que no han sido “puestas al día", casas que aún son reflejo de lo poco que queda de las culturas campesinas. Los humildes muebles, heredados de generaciones, a los que no se ha dado importancia y no han sido ofrecidos al chatarrero o al chamarilero que suele visitar el pueblo. Las fotos echas con el móvil, ese sí lo dominan, van recorriendo la casa; en un rincón la cachava del abuelo, donde la dejó por última vez; en la vieja cama de hierro y bronces, la colcha que quizás tapó el cadáver de la abuela, a la cabecera el cristo, en la mesilla la palmatoria, colgando de un clavo el rosario, en el suelo el orinal; descuadradas, indiferentemente inclinadas, sobre los yesos desconchados de las paredes, las fotos hieráticas de los ancestros, los cromos de las perdices muertas, el milagrero santo del que era tan devota aquella tía. Sobre la vieja cocina bilbaína, que tantos fríos quitó, el infiernillo de butano que trajo la hija de la capital para aliviar el trabajo de los viejos. En donde siempre estuvo, a la luz de la ventana y al calor de la lumbre, la vieja máquina Singer que a tantas panas puso remiendos. De una viga cuelga la jaula del reclamo que facilitaba al abuelo meriendas en la bodega. Sobre la trébede, con el fondo gris de la ceniza, queda una cazuela de desportillado rojo. Tras la puerta carretera las desvencijadas ruinas de una carreta; de las paredes cuelgan restos de collerones y arreos; detrás, escombros de lo que fueron cuadras y cochiqueras.

Cuando esta casa se venda será “puesta al día” con criterios urbanitas, introduciendo técnicas, materiales y colores ajenos a la cultura que la creó. Los muebles y objetos que no vayan a la basura pasarán a ser objetos de adorno, fetiches representativos de un mundo que fue.

A los amantes de esas periclitadas culturas campesinas nos queda el último recurso de visitar los restos de sus viviendas en los anuncios de las inmobiliarias.















 

 

 

viernes, 6 de diciembre de 2024

Sin apenas invierno

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

vanza diciembre sin apenas invierno. Por la ventana entra un sol de mediodía que dibuja sombras recias en la habitación. Hay plantas que no se deciden a terminar de tirar sus hojas, no parecen convencidas de que sea el momento. Esta mañana, en mi diario ejercicio de barrer el jardín, más bien mirar y ver que barrer, el color de las florecidas violetas me ha retrotraído a olores almacenados en esas honduras que parecen emerger ahora, cuando viejo: el olor del ramito de violetas que mi abuelo llevaba a mi abuela, por su tiempo, cuando aún había floristas que las ofrecían por las calles de Madrid.

     Antes, temprano, ha sido el momento de ojear los periódicos: el cada día más doloroso encuentro con la realidad de nuestra época, con la zafiedad de nuestros políticos, con el brutal partidismo de los jueces, con el pesimismo de los científicos ante el porvenir de nuestro mundo. Es ya dura disciplina querer mantenerse más o menos informado, no atender a la vejez que pide alivios, que pide apartar la atención de la cruda realidad de nuestro tiempo.

     Parece que se anuncia invierno para la semana entrante. Tranquiliza que en invierno tengamos invierno.

     No queda otra que seguir haciendo de viejo, es decir, rememorando, perdiéndose en los recovecos menos agrios de un tiempo que fue. Planificar futuros es cosa de jóvenes, y duro lo tienen. El otro día, una conocida política, militante en una de las escisiones que en la izquierda han producido los egos y los personalismos, denominaba despectivamente como “progres” a la izquierda que situaba a su derecha, supongo que a socialistas y socialdemócratas. Cierto es el brutal, el inadmisible acoso de la derechona a la familia de esa señora, pero eso no puede derivar en el desprecio a esos “progres,” a los que se deben, en gran medida, las conquistas democráticas en nuestro país tras la dictadura.

     Mañana, si la espalda me lo permite, seguiré barriendo las hojas que hayan caído, rememorando, leyendo los periódicos, guardando cosas de los de ayer por si algún día interesan a los de mañana… Hay que seguir viviendo.





 

sábado, 2 de noviembre de 2024

Crisantemos

 






Los puntuales crisantemos han florecido un año más en su fecha exacta, en el momento de dar a los humanos servicio en la liturgia del recuerdo y la evocación de los que ya no están. Que este año sean humilde homenaje a los sepultados por esa inusitada riada de agua y lodo en el levante y sur español.

El cambio climático se adelanta, supera las previsiones temporales que los científicos hace ya muchos años nos llevan anunciando. Fue asunto discutido desde finales del siglo XIX hasta hace cuarenta o cincuenta años, pero hoy es unánime la opinión de la ciencia sobre la importancia determinante de la actividad humana en los cambios climatológicos. Sin embargo, determinadas ideologías políticas, a la diestra mano, tienden a negar o limitar los efectos de la actividad humana sobre el clima. La única explicación posible a estas actitudes de la derecha política es la defensa de la gran industria, por la repercusión que sobre ella tienen las medidas correctoras que se pretenden, es decir las inversiones necesarias.

La puntualidad de los crisantemos tranquiliza algo, en este mundo trastocado.

     





viernes, 20 de septiembre de 2024

Aquellos veranos de la infancia

 












  

Aquellos veranos de la infancia en la casa de los ancestros

Evocaciones sin orden desde la vejez

 

 

     En el tren, hacia el pueblo, de la cesta de mimbre regentada por la abuela emanan tortillas, filetes empanados, frutas, dulces y bebidas.

     La estación, en la paramera entre el valle del Órbigo y el valle de Santa María, donde está el pueblo, recibimientos y saludos, trajín de baúles y maletas que hay que subir al carro.

     La vía se pierde en interminable recta hacia el noroeste, adentrándose en el Páramo leonés. A él se dirige, entre resoplidos, la negra locomotora de bielas rojas.





     La casa está fresca, se han enjalbegado las paredes y tratado los suelos de tierra, recortando en el zócalo el ocre rojizo con el blanco de la cal.

     Hay agua en los cántaros, vides cortadas junto al hogar, camas hechas, todo está dispuesto.

     Primera salida a la libertad de la huerta.

    Cobijo en la gruta de sombra, bajo los espinosos cascabelillos que comienzan a madurar a mediados de agosto para festín de la pajaril algarabía. En la boca el sabor agresivo del tallo de hinojo, que nunca se termina de saber si gusta o no gusta.

     Colorista y vocinglero revoloteo de los jilgueros, los colorines de vuelo sincopado, entre los cardos de penachos malvas.

     El reclamo de la cucullada de erecta cresta en los matorrales de los ribazos.

     Salidas a nidos con los chavales del pueblo, de los que siempre se aprende algo, como robar las manzanas ácidas de la huerta de Quico, o la cruel recogida de pajarillos en carnuchas para dárselos a los gatos.

   Brillo metálico de la abeja carpintera, en el baño de polen que le brinda la malva de espléndidos rojos o el azul de los racimos de la glicina.

     Y en la noche, el silbido sugerente y misterioso de la lechuza que anida en los huecos del alar en la casa del tío Nicolás, mientras los murciélagos inscriben su círculo en la cuadratura del patio, mientras el abuelo hace su ronda cerrando puertas con las enormes llaves.




     Espectáculo de vida en las charcas del agostado Reguero, en el camino de San Adrián: ranas, renacuajos, carpas y el sinfín de larvas e insectos nadadores o patinadores.

     El sabor del agua del cántaro de Jamuz. El olor que escapa de las brasas de vides, en el hogar bajo, sobre la piedra que fue rueda de molino, bajo las trébedes donde hierve lenta la comida en los barros de Pereruela. Sentados en el escaño, en el enorme y duro escaño de la cocina, donde se hace la vida.

     Aroma fresco que asciende de los suelos de tierra de la casa, regados antes de barrer.

     Perucos del peral de la huerta, junto a la fachada trasera de la casa.

   La busca de melucas para el anzuelo en la tierra húmeda. Arañas de larguísimas patas, acechantes en los rincones de la casa.

     Y las moscas, siempre las moscas, una continua lucha con las moscas: oscuridad, cortinas de palitos engarzados y el flit que se expande mediante el émbolo con el depósito delante.

     Aroma nocturno del jazmín que tapiza la pared de la cuadra, entrando por las ventanas protegidas con las mosquiteras que hace Jesús, el vecino carpintero.

     Jesús, en su minúsculo y sugerente taller atestado de maderas y serrín, pasando el listón por la máquina que amenaza sus dedos. Jesús, en su casa vecina a la nuestra, tras la huerta, tras los cascabelillos, trabajando su cuidado bacillar.



     Y las eras. Las enormes carretas de parvas, únicos refugios de sombra. Los trillos tirados por las lentas vacas que rumian, por los machos, por los caballos a los que no te dejan correr, por los burros de los más humildes. Mujeres tapadas, tan solo los ojos al aire. Cualquier brisa es aprovechada para aventar. Después fueron las aventadoras manuales de Ajuria, de enormes manubrios, en las que más tarde se instalaron motores. Y un año fue la primera trilladora, un enorme trasto de madera, también de Ajuria, de Vitoria, que costó sacar tras la campaña, sus ruedas de hierro se habían hundido en la tierra, donde la fuerza de las lentas vacas fue mas eficaz que los tractores.

     La visita a la bodega siempre tiene especial interés. Hay que adentrarse en la oscuridad de la cueva interminable, apenas rota por la llama del candil, tropezando con las telarañas hasta llegar a la enorme cuba. Una pluma de gallina tapona la perforación por la que mana el chorro de espumoso vino, llenando el recipiente dispuesto. Al rato de estar dentro ya se aprecia la tenue claridad que penetra desde los altos ventanos, distinguiéndose formas como la enorme viga de la prensa del lagar, el tornillo de madera y el contrapeso que la flexión de la viga levanta, prensando las uvas ya pisadas.

   Y las norias. La parsimonia de los borricos, cegados para evitar el mareo, girando en el círculo sin hierba ni fin en torno al pozo. Los cangilones vertiendo el agua, el labriego distribuyéndola, abriendo y cerrando surcos con la pala de largo mango. Después fue el ruido de los motores Piva los que llenaron el campo, substituyendo el ancestral gemido del roce metálico de las norias.

   La tía Cecilia pintando en el campo, su destreza extendiendo el color con la espátula, logrando calidades y trasparencias para representar las tierras rojas, las tapias rojas, los blancos de cal teñidos por el rojo de la tierra, los amarillos de agosto, los verdes potentes de las vegas, los reflejos de todo ese mundo en las aguas del Órbigo. Y sus dibujos, sus dibujos de trazos limpios y precisos.

    El abuelo en la huerta, sentado en el sillón de mimbre o en una de las sillas de listones que hizo Jesús y alguien pintó de verde, leyendo el periódico atrasado que le mandan por correo. El abuelo, con su sahariana veraniega y su cachaba apoyada en la pierna.

     Paco Leirado sestea en el patio, en la puerta de la tía Cuca, que saca brillo a algún chisme.

    Alejandra, la segunda mujer del bisabuelo Nicolás, apareciendo al atardecer, misteriosa, por la puerta de la cocina que comunica con su casa. Ha encerrado ya sus gallinas en la cuadra.

    Los abuelos regresando de la misa dominical. La abuela con un saludo y unas palabras para todo el mundo. El abuelo, con sus prisas, tirándole de la mano —vamos, Matilde—. La abuela defendiéndose con un —Pepe, por Dios—.

    Visitas a Adelina, prima del abuelo, en su casa junto a la iglesia.

    Reuniones de las tardes en la huerta. La tía Cuca, Pepe, el hijo de Adelina, con la ramita de ailanto golpeándose la pierna, Adela, su mujer, y los vecinos y conocidos que responden a las protocolarias visitas de la abuela.




     Sopas de ajo del abuelo, en el puchero de Jamuz y con cuchara de palo.

     Olor de la naftalina del arca.

    Compras en la panadería de Vara, en la carnicería de la Cubera, en la droguería de Ángel Castellanos —Ángel el Fino—, en la tienda de todo de Paco Quintana, en la lechería de Horacio en el camino de la estación.

     Excursiones a La Bañeza y comidas en Casa Boño, en la calle de la Verdura, donde tuvo su colegio Servando, el hermano del bisabuelo Nicolás.

     Salidas a Benavente en los días de feria, con la plaza del Grano repleta de ganado.




     Escapadas al río los días en que las mujeres cargan en el burro la ropa que lavan de rodillas sobre sus tablas, en la orilla, junto a la barca que cruza hacia Fresno, ropa que luego extienden sobre las matas ribereñas para que la blanquee el sol.

     Las llamadas de teléfono a través de Marcelina, la telefonista.

     Risas de las mozas en la fuente, donde llenan los cántaros que trasportan sobre la cabeza y las caderas.

     Cuadernos y planas de vacaciones.

     Siestas obligatorias.




     Y en la huerta, las uvas de finales de agosto en las parras junto a la vecina casa de Leoncio; los intrincados bosquetes de ailantos, barnices del Japón decíamos; restos de vides y frutales de lo que fue la huerta cuando los bisabuelos; saltamontes marrones del secarral de arriba, a los que hay que coger con habilidad y dos dedos, el pulgar y el índice, inmovilizando sus patas y sus alas; el misterio de la bodega tapiada; los restos del palomar circular sugiriendo ruina de castillo; los almendros de fácil escalada en busca de almendrucos; el pozo, oscura sima de ecos, al que no podemos acercarnos; los sapos, a los que se puede ofrecer moscas sin alas, que se tragan de inmediato; las telarañas, a las que puedes arrojar las moscas sin necesidad de quitarles las alas, pues se quedan enredadas y salta de inmediato la araña acechante para terminar de enredarlas; la búsqueda del palo ideal con que hacer el arco de las películas de indios; las gallinas de Alejandra escarbando a la búsqueda de lo comestible; los inmensos racimos de sarmientos para la lumbre, como menhires, guardados en el portalón de la tartana.




     La vuelta a Madrid llegaba con el tiempo de la vendimia y el trabajo en las bodegas. La abuela tenía que despedirse de todo el mundo y dejar organizado el regreso al siguiente año.








lunes, 2 de septiembre de 2024

Regresía

 







Vivimos tiempos de profundos cambios, qué duda cabe. Occidente y sus significados retroceden, oriente se adelanta entre confusos significados. La vieja Europa lo está más cada día, su juventud recula a posiciones superadas con cantidades ingentes de muertos hace ochenta años. La vieja progresía de trencas y pelos largos es hoy incompresible regresía a posiciones alarmantes por conocidas. Los EEUU parecen tener contados sus días de liderazgo. El país de la American Revolution, anterior a la francesa de la que tantos somos hijos, ya no es el mismo.

Y todo esto en el caldo de cultivo de los vaticinios científicos sobre agotamiento del planeta y cambio climático.

Agosto se ha ido entre alguna lluvia por esta zona, más bien poca, pero con mucho acompañamiento fónico y lumínico. En otros lugares el agua ha sido abundante y dañina. Dana o gota fría es el nombre que los científicos nos dan ahora para denominar a estos aconteceres meteorológicos.

El mundo parece abrir los brazos para recibir esa agua anhelada, y descansar de los pasados meses en que se han superado las estadísticas sobre temperaturas máximas. Todo parece confirmar los augurios de los sabedores sobre el cambio climático, augurios que, en nuestros días, se empeñan en negar esos consabidos negadores de tantas y tantas evidencias.

Este verano he visto morir plantas con las que llevaba conviviendo mucho tiempo. Plantas duras, hechas a los rigores del clima de este severo Guadarrama. Mi ignorancia al respecto no me permite diagnosticar la causa exacta de estas muertes, pero he visto secarse y caer las hojas de especies distintas, dejando unas ramas sin aparentes señales de vida para otro año. No puedo por menos de asociar estas muertes con los calores de estos meses, calores que no había conocido en mis ya muchos años aquí. Varios días he leído veintitantos grados al medio día y más de treinta a media noche, lo que parece absurdo.

Las consuetudinarias noticias sobre los efectos del cambio climático son realmente alarmantes. El clima, las luchas tribales y religiosas y la actuación de las potencias emergentes, están produciendo ingentes movimientos de personas en África. Hambre, dolor y muerte. Una parte minoritaria de estos movimientos se dirige hacia el sueño del bienestar europeo, donde se encuentran con la lucha entre las ideas de la vieja progresía y la emergente regresía que los rechaza y estigmatiza. Los pormenores que nos llegan por los medios de comunicación son estremecedores.

Y todo esto en el caldo de cultivo de un rápido desarrollo de tecnologías informáticas que no sabemos si son y serán empleadas en beneficio de los humanos, de momento no lo parece.

Es evidencia de nuestro tiempo la creciente, hiriente, desigualdad y una juventud desencantada, con enormes dificultades para hacerse un lugar en el mundo.

No hay muchas razones para el optimismo. Todo parece apuntar al crecimiento de esa regresía.

Habrá que seguir viviendo.