El
turismo de casas rurales español en
sus distintas acepciones locales, como el bed
and breakfast británico, el turismo
de habitaçao portugués, o las gites
francesas tenía en sus orígenes una pretensión de autenticidad que en el caso
español se ha perdido casi por completo.
Se pretendía vender al urbanita una inmersión temporal en ambientes reales,
los de unas personas que habilitaban parte de sus viviendas para estos fines y
así ayudaban a sus economías domésticas: sea usted por unos días labrador en la
estepa castellana, señorito cortijero en Andalucía, payés en masía catalana,
señor en pazo gallego, invitado de indiano asturiano o de arriero maragato,
huertano en Valencia, castellano en su torre medieval, pescador vascongado,
vinatero riojano… Hoy en día casi todos estos negocios se han
profesionalizado y sus establecimientos son decoraciones, más o menos logradas,
desarrollando una idea preconcebida sobre lo ofrecido. De todas formas sigue siendo una oferta
distinta del hotel convencional, del que solemos esperar lo contrario: una
despersonalizada asepsia que no nos conturbe lo más mínimo, para pasar la noche
en un sueño reparador y largarnos a la mañana siguiente para continuar la
persecución de nuestros imposibles, sin acordarnos de la cama en que hemos
dormido, lo que suele ser buena señal.
Supongo
que los que seguimos buscando los “ambientes auténticos” en este tipo de
alojamientos, lo hacemos por las mismas razones por las que, por ejemplo, nos
gusta rodearnos de trastos viejos, que al fin y al cabo utilizamos como
símbolos evocadores de mundos desaparecidos. No digo añorados, tampoco hablo de inquietudes científicas, hablo del gusto por la
dignidad que el filtro del tiempo otorga a las cosas, en contraposición a la
aparente banalidad de lo moderno por el mero hecho de serlo.
Y los
que en estas andamos podemos encontrarnos con la horma de nuestro zapato. Este
verano planeábamos un viaje familiar y pretendíamos una parada en una pequeña y
agradable ciudad de un país vecino en la que hace unos años lo habíamos pasado
bien, disfrutando de un folclore espontáneo que se manifiesta, al margen del escaso
turismo, en las calles y en las tabernas . Brujuleando en Internet di con algo
realmente apetitoso: una página web, bien montada, ofrecía una preciosa casa
del magnífico barroco de nuestros vecinos. En las fotos de los interiores se
veía con claridad que aquello no era decoración ni acumulaciones de
coleccionista; se trataba de una auténtica casa palacio, con los muebles y los
objetos que el paso de generaciones adineradas va acumulando en edificios con
continuidad familiar. Y allí reservamos habitaciones para pasar unos días.
Encontrarnos
con el edificio no nos defraudó, era realmente magnífico y estaba situado en el
centro de la ciudad que pretendíamos disfrutar. Llamamos a la puerta y al cabo
de un rato, que nos pareció largo, se abrió una chirriante rendija por la que
una anciana asomaba su nariz interrogante. Un amplio zaguán daba paso a una
escalera de piedra berroqueña con balaustres barrocos, por la que ascendimos
siguiendo a la señora. En la penumbra de un salón de alto techo de artesa en
color añil, pude intuir, más que ver, buenos muebles y buenos cuadros. La
anciana pronunció unas breves palabras a modo de bienvenida y presentación de
la casa, en la que su familia - dijo – había vivido durante ocho generaciones.
Yo sentía una sensación de incomodidad, quizás desasosiego, y mirando a mi familia veía en sus
caras la misma sensación. A la falta de luz se unía un aire pesado y un olor… olía…
¡olía a alcantarilla! La señora nos condujo a las habitaciones a través de
oscuros salones y pasillos por los que vimos cruzar furtivamente, ocultándose a
nuestro paso, sombras de seres que nos parecieron deformes. La dama, solícita,
nos enseño los cuartos y abrió las camas. Reuniendo ánimo logramos decirle que
solo nos podíamos quedar una noche.
Las
habitaciones eran amplias y los cuartos de baño nuevos y cómodos. En la nuestra
había una cama decimonónica con preciosos dibujos de marquetería y sábanas de
hilo bordadas y almidonadas; sobre una cómoda de cerezo un buen crucifijo del
XVIII con unas siemprevivas, un aguamanil de loza y una bandeja con vasos y
botellas de agua; los objetos reposaban sobre coquetos paños bordados.
Completaban el mobiliario unas mesillas parejas de la cama, dos descalzadoras,
unas sillas y un buen armario de luna en el hall que precedía al dormitorio.
Todo estaba limpio y cuidado, pero en el aire se seguía sintiendo la sensación
de pesadez. Descorrí cortinas y visillos y levanté la ventana de guillotina,
solo allí vi suciedad y bichejos que escapaban, hacía mucho tiempo que no se abría.
El aire y la luz dieron vida a la habitación.
Después
de lavarnos dejamos los cuartos con la intención de visitar la pequeña ciudad.
El edificio nos oprimía y estábamos deseando salir. Fuimos atravesando las oscuras estancias y
nuestra anfitriona nos salió al paso. Le hablamos de la digna vetustez de la
casa y se ofreció a enseñarnos algunas zonas de interés. Recorrimos salones y
dependencias escuchando referencias apasionadas a las distintas opciones monárquicas
por las que, a lo largo de los siglos, habían optado los antepasados retratados
en los cuadros, sin la menor referencia a la ya vieja realidad republicana del país.
Colecciones de objetos orientales traídos por familiares dedicados al
funcionariado o al comercio en tierras lejanas, llenaban vitrinas. Me llamó la
atención una preciosa capilla con un retablo de recargado barroquismo y sabor americano. Me hubiese
gustado preguntar a la señora la razón por la que esa casa permaneciese intacta
después de tantas guerras, saqueos, repartos, herencias y testamentarías como
podían presumirse; pero no me atreví, temiendo largas explicaciones; queríamos
coger la puerta cuanto antes y salir a llenar los pulmones de aire limpio,
libertad y alivio.
A la
mañana siguiente nos esperaba un magnifico desayuno, servido con gusto exquisito
en un comedor con alacenas de nogal repletas de vajillas antiguas. A nuestra
espalda sentíamos revolotear las sombras, como atentas a satisfacer nuestro
menor deseo. Lo que he llamado pesadez del aire, algo complejo que soy incapaz
de definir, no nos dejaba disfrutar del desayuno preparado con evidente interés
y sabiduría. Como no nos dejó disfrutar de esa extraordinaria casa que
permanecerá en nuestra memoria.
En la
siguiente ciudad fuimos derechos a un hotel del que ya no recuerdo detalles y
que dentro de nada no existirá en mi cerebro.
Sé que volveré a las andadas.
Curioso apunte, a medias entre la ironía y el misterio.
ResponderEliminarPero las casas rurales se han convertido, directamente, en una bazofia falsaria para urbanitas bobos, habrá que volver a los hostales de alguna estrella, que se han remozado y a la vez mantenido en su pequeña autenticidad.