Este
verano paseaba un día por la lonja de la catedral de Astorga y estuve un rato
mirando la puerta que se abre al mediodía, aquella a la que se condenó a estar
siempre frente al absurdo Palacio Episcopal. Pensaba en el autor de la portada,
el trasmerano nacido en Rascafría Rodrigo Gil de Hontañón, que se anduvo media
España llenándola de piedras labradas y aparejadas a lo romano, dejando atrás
la Edad Media.
De
pronto un detalle me llamó la atención y me acordé de una historia escuchada
años atrás. La oí una de esas tardes del mes de octubre en las que todavía se
busca la sombra. Una y otra, historia y
sombra, las encontré bajo los rojos y amarillos de una parra en el patio de una
taberna en un pueblo cercano a Astorga, por donde andaba yo en mi habitual búsqueda
de lo que no existe.
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En una mesa contigua unos paisanos parecían
pasarlo bien recordando lo escuchado a padres y abuelos sobre un tal Atalo Turienzo. Aquello prendió
mi curiosidad pues me parecía una de esas historias que se van conformando de
filandón en filandón, con el adobo del tiempo y el ingenio del pueblo, por lo
que pasé a contertulio de mis vecinos mediante un peaje de vino y chorizo.
Atalo
era natural de C…, pero desde muy joven vivió en Astorga, donde su padre era
sacristán de la catedral. Desde niño se distinguió por sus habilidades
acrobáticas y las desarrolló ayudando a su padre en la limpieza de los
elementos menos accesibles del templo. Pronto se hizo imprescindible en el aseo
de cornisas entablamentos y retablos, y pasó muchos años haciendo equilibrios
entre las narices griegas de los personajes de Don Gaspar Becerra. A la muerte del sacristán el hijo heredó el
cargo aunque por su inclinación siguió colgándose de las cuerdas,
querubín del plumero, volatinero entre la divinidad, el santoral y los
elementos arquitectónicos.
Quizás
por su habitual convivencia con lo divino en tan etéreas regiones, Atalo fue a
dar en un curioso misticismo. Todo comenzó cuando en su pueblo natal, a donde
acudía con frecuencia, transformó un corral de ovejas en lugar de culto. Los
pocos adeptos iniciales fueron aumentando poco a poco y pronto comenzó a
acaecer lo que suele acaecer en estos casos: luces resplandecientes atravesando
las rendijas del viejo edificio, fragancias emanadas de donde antes solo
trascendía la caca de oveja, sanaciones, imposibles torsiones en los cuerpos, vigores
olvidados en ancianos, fertilidad en menopáusicas, eriales fecundos,
multipartos en el ganado,… esperanza en los desesperanzados. Estos creyentes se
llamaban a sí mismos “Señalados por los Dedos de Dios” y decían tener esos “Dedos”
allí, en una especie de arca que presidía el templo. Llegó un momento en que gentes
de toda la comarca, movidas por fe o curiosidad, llenaban el pueblo los sábados
para asistir a las ceremonias oficiadas en el corral,
que ya se había quedado muy pequeño.
El
párroco de C… llevaba tiempo clamando en el púlpito contra la impostura de esta
competencia sobrevenida. Y anunciaba todas las penas de los infiernos para los que se
atreviesen a acudir, aunque solo fuese por curiosidad, a tan sacrílegas
ceremonias que solo podía presidir Satán. El Obispado comenzó por retirar a
Atalo de sus labores de sacristán, y nombró a un joven canónigo, de buen
currículo, para estudiar el caso y emitir un informe que sirviese de base para
cualquier actuación posterior.
La
apariencia del estudioso sacerdote
respondía a lo que cabía esperar de su historial ejemplar. Su cuerpo alto y
extremadamente delgado parecía anunciar los efectos del sacrificio, la
austeridad, la renuncia y la penitencia. Una enorme nariz roja y goteante, en
eterno constipado, contraída como por un mal olor, era la proa de una sotana
que avanzaba piadosamente escorada de estribor, con cortos y rápidos pasitos, con las manos
unidas y apretadas sobre el pecho, como conteniendo al espíritu ansioso de
escapar a mejores destinos.
D.
Norberto - el canónigo - comenzó sus investigaciones en el pueblo: interrogatorios a
vecinos, citaciones de rebuscado formalismo, amenazas tonantes, liturgia,
aparato y juramentos.
Con
el tiempo el pueblo se habituó a la presencia del “Alimoche” - como ya era
conocido D. Norberto - que por entonces entraba y salía del templo-corral con la
misma frecuencia y naturalidad que de la iglesia. Los dineros de los fieles habían
ido transformando la sede de “Los Dedos de Dios” en un horrendo y pretencioso
armatoste multicolor.
A
mediados de mayo “Los Señalados” convocaron a sus fieles para una ceremonia de
especial solemnidad. El día anunciado la gente comienza a llegar al pueblo temprano,
tomando posiciones en torno al altar instalado frente a lo que fue corral de
ovejas. Larga procesión de iniciados revestidos con sorprendente riqueza.
Atalo Turienzo, capa pluvial y monaguillos, porta el arca con “Los Dedos de
Dios”. Blancas filas de acólitos conducen al oficiante ante el altar. Entre los
concurrentes surge una agitación y un rumor que pronto se hace grito:
¡El
Alimoche! ¡Es el Alimoche!
Desconcierto…
La
secta no duró mucho. El abandono de los desconcertados fieles, la represión de las autoridades civiles y las hábiles maquinaciones de la Santa Madre, terminaron pronto con el sueño místico del titiritero idólatra.
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En el
frontón de la portada del maestro trasmerano, la imagen de Dios Padre sostiene
al orbe en su mano izquierda. La derecha, sin dedos, se alza en tronchado gesto
de bendecir.