Está
detenido. En un calabozo. Preso. No puede entenderlo. Su cerebro es incapaz de
pensar con orden y salta de una a otra idea, de un recuerdo a otro, fogonazos
que van iluminando pasajes de su vida. Aquello no podía durar, no tiene
sentido, él tiene amigos, sus jefes tienen poder, conocen gente, esto se solucionará,
se tiene que solucionar. Es la envidia, solo puede ser la envidia, siempre le
han envidiado. De aquel frío terrible de la casa de sus padres en Vallecas pasó
a su chalet en Majadahonda, a su Audi, a sus buenos ahorritos en el banco, a
sus viajes; y muchos no se lo perdonan. Es la envidia, sí, seguro que es la
envidia, denuncias de los envidiosos, de los que no han podido lograr lo que él
ha conseguido. Sí, él no es muy listo, siempre lo ha sospechado, bueno, lo ha
sabido; de hecho no fue capaz de terminar la carrera en la que tanta ilusión y
esfuerzo habían puesto sus padres; pero nadie puede decir que no sea
trabajador, y servicial, y fiel a sus superiores. Él supo ganarse la confianza
de sus jefes con su trabajo sin horarios, con su trato respetuoso, con su plena
disposición. De todo esto no andarán muy lejos los sindicalistas, sus enemigos
de siempre, los que tantas ganas le han tenido, esa gente cerril, incapaz de
entender el valor del esfuerzo y del afán emprendedor para crear riqueza, para
subir en la vida. Pasó años duros hasta que don Francisco le llamó un día y le
habló de la confianza que la empresa tenía en su laboriosidad y en su honradez,
por lo que el Consejo de Administración había decidido ofrecerle el puesto de jefe
de personal y apoderado de una de las
sociedades. Fernández, estamos orgullosos de usted y agradecidos por su
dedicación a la empresa, que es deudora de su esfuerzo; esas fueron sus
palabras. Al día siguiente tenía un despacho en la planta de dirección y para
don Francisco dejó de ser Fernández y pasó a ser amigo Luis. Y cambió su vida,
y en poco tiempo aprendió a ver el mundo desde el otro lado. Lo que no
consiguió fue que su mujer aceptase su nuevo estatus. Desde una vez que pasaron
un fin de semana invitados en la finca de don Francisco, María le dejó claro
que a ella no le interesaban sus nuevas amistades ni sus lujos, y que ella -
según decía - no hacía de monaguillo de nadie. Siempre tuvo mucho orgullo. Ante
el juez y los abogados todo ha sido confusión. Apenas ha podido balbucear, era
un torrente de preguntas y documentos con su firma. No es que él pensase que
todo en la empresa fuese claro, no, él ya sospechaba de algunas cosas, bueno,
sabía de algunas, de muchas cosas; pero era lo normal, todos los del gremio lo
hacían. Tú sigue firmando, gilipollas, que terminarás en la cárcel; fue lo que
le dijo María antes de salir de casa cargada con sus maletas. Don Francisco no
le dejará en la estacada, aclarará las cosas. Tiene poder. Siempre le ha
respondido. Don Francisco le entiende, salió también de abajo, siempre se lo ha
dicho: todo empezó con las bragas que vendía mi madre en su mercería. Hace ya
cinco años que María le dejó. Luego vino el lío del divorcio, en el que tanto
le ayudó el abogado de la empresa. Después compró el chalet y se fue a vivir
con Dolores, la secretaria que le puso don Francisco. Por cierto, que no ha
visto a Lola en el juzgado, es raro; tampoco ha visto a nadie de la oficina,
claro que con los nervios no podía ver a nadie. El abogado le ha dicho que esté
tranquilo, y se ha ido a su casa. Y a él le han encerrado en este calabozo. Que
esté tranquilo, tiene gracia. Quizás debió hacer caso a María; siempre fue más
lista que él, sí, ella las veía venir; pero con tanto orgullo no se sale de
pobre. A sus padres tampoco les gustó nunca su prosperidad. No le recriminaron
nada, pero era claro que no les gustaba. Su madre se limitaba a decir: hijo,
abre el ojo y esparrama la vista. Después murieron, uno tras otro, en poco
tiempo, en su casa de Vallecas, la de los fríos de la infancia. A él le hubiese
gustado ayudarles, pero siempre se encontró con aquel: hijo, nosotros no
necesitamos nada. Ahora no sabe ni qué hora es. Está sin reloj. Solo. En un
calabozo. Preso.