Hoy día,
durante las tormentas, las escorrentías de La Carba atraviesan la carretera antigua
por una alcantarilla de sillares de cuarcita que hay junto al alambique de Masúr, y
caen a un pozo de los nuevos desagües. Antes, tras salir de la alcantarilla,
bajaban paralelas a la tapia del indiano y se encajonaban, ya hechas río, en la
calle Baja, hasta la de las Eras, donde torcían a la izquierda para buscar el
arroyo Yebro, frente a la casa de Elías el herrero. Después de hacerse el
pavimento de las calles y la canalización subterránea de las aguas pluviales,
nunca vimos nuestra calle hecha torrente. No quiere esto decir que las obras
hubiesen terminado con el fenómeno, que ya no se produjese, se producía, sí,
seguía produciéndose. Bastaba acercarse a la alcantarilla de Masúr o a la
desembocadura de los conductos en el Yebro, frente a lo de Elías, y observar el
color y la dirección del agua. La gente prefería ignorar el asunto, como las
demás cosas que no entendían, y dejarlo en manos de Dios y el cura. A mí la
verdad es que no me hacía falta ir a ver nada, sabía que estaba ocurriendo por
el silencio, sobre todo por el silencio, pero también por la quietud de los
animales y por la falta de olores, de repente desaparecían los olores
habituales y los propios de la tormenta. El mundo parecía quedar en suspenso,
salvo el agua que, silente, seguía en movimiento cambiando su aspecto.
Comenzó en el
verano en que cumplí los diez años. A principios de agosto cayó sobre el pueblo
un aguacero bien acompañado de truenos y relámpagos. A los anuncios de la prometedora
tormenta me había instalado en el portalón de mi casa para no perderme el
espectáculo. En poco tiempo las aguas bajaban en torrente, llenando el cauce
que ya tenían formado en la calle. Al fondo sonoro de los redoblantes truenos
se superponía, en primer plano, el canto de los guijarros que arrastraban las
aguas rojas, teñidas en La Carba, en su descenso buscando el alivio del arroyo.
Y sucedió. Corrí arriba y abajo observando el fenómeno con asombro y con toda
la curiosidad de la infancia. El desconcierto me llevó a la presupuesta ciencia
de padres y mayores, pero solo encontré estupefacción y soslayo, nadie
reconocía haber visto nada, solo los ojos de miedo impedían dudar de lo que
acabábamos de ver.
Sobre el diez
de septiembre otra tormenta generalizó el conocimiento del fenómeno a todo el
pueblo, que siguió en silencio, ningún adulto se permitía el menor comentario.
El cura llegó a prometer castigos bíblicos a quienes persistiesen en fantasías
sin sentido que solo Satanás podía inspirar. Yo no era el único empeñado en
hablar, todos los niños querían explicaciones, por lo que el maestro también se
sintió en la obligación de anunciar castigos - menos bíblicos y más físicos e
inmediatos que los del cura - a los pertinaces fantasiosos. Como quiera que la
represión une a los represaliados, los chavales del pueblo llegamos a una
comunión que nunca antes habíamos tenido. Éramos conscientes de una realidad
que nuestros padres querían ignorar y nosotros conocer e investigar. Mientras
esperábamos anhelantes la próxima tormenta intercambiábamos nuestras
observaciones y experiencias, llegando a compendiar un corpus de conocimiento
por todos admitido. Lo más tratado fue si solo ocurría con las aguas de La
Carba o sucedía con todas las escorrentías que bajaban al arroyo. Terminó
siendo opinión unánime que el fenómeno se manifestaba únicamente con las aguas
procedentes de las tierras de La Carba, situadas por debajo de la casa de la
Sra. Celina, que se concentraban en la alcantarilla
de Masúr para pasar la carretera y se hacían torrente ya en la calle Baja.
Éramos muchos los que habíamos observado cómo las aguas que bajaban por la
calle de las Eras, al llegar al cruce con la calle Baja, se separaban de las
que por esta venían, y separadas seguían hacia el Yebro.
La fantasía
infantil, urdidora de trances, nos hizo asociar, con más o menos consciencia,
el asunto del agua con una personalidad misteriosa y atrayente para los niños
como era la de la Sra. Celina. Viuda desde hacía años dejaba ver poco por el
pueblo la elegancia distante de su figura. Habitaba la casa que fue de su
esposo, D. Honorio, uno de los más ricos labradores del pueblo, a cuya muerte
la forastera viuda solo pudo salvar unas cuantas tierras. La larga enfermedad
del hacendado había ido acumulando más acreedores de los que imaginaba Dña.
Celina. Entre estos, la malicia cazurra de vecinos con envidias viejas, y el
poco interés puesto por la señora en defender su patrimonio, terminaron con
este, que no era pequeño. Al final solo
quedaron las fincas que nadie quería, las que rodeaban la casa de La Carba.
Eran tierras con graves problemas de escorrentías que lavaban el terreno y
arrancaban las cosechas.
Poco creían
las gentes del pueblo en las posibilidades de la viuda para subsistir y
mantener su casa con tan menguado patrimonio, y se mantenían alerta para acabar
el despojo.
La casa de La
Carba y su enigmática propietaria ejercían una irresistible atracción para los
niños del pueblo. Gustábamos de acurrucarnos bajo la ventana del salón para
escucharla tocar el piano. Contábamos con la vista gorda que hacía Eliodoro el
cachicán y el silencio pactado con Fonso, un enorme y sabio mastín leones.
Pasaban los
años y la esperada quiebra de Dña. Celina no se producía. Su casa parecía
mejorar y hasta llegó a comprar alguna tierra para ensanchar su hacienda. En el
pueblo los vecinos hacían como si no comprendiesen las razones de esta bonanza,
razones que tan bien conocíamos los niños, y ante las que los adultos cerraban
los ojos y la mente. La codicia por los bienes de la viuda fue dando paso a un
miedo que hacía palidecer a cuantos con ella se encontraban. Llegó un momento
en que cualquier relación tenía que ser a través del bueno de Eliodoro, pues ya
nadie se atrevía a hablar con ella, eludían no solo el trato, tan solo su
cercanía les aterraba.
El verano en
que cumplí los dieciocho años fui al pueblo a pasar las vacaciones de verano.
Estaba ya en la universidad y durante el curso vivía en Salamanca. Un día de
finales de julio, creo recordar que fue el veinticinco, comenzó a nublarse
después de comer, y pronto el cielo estaba negro. Lejanos truenos y olores de
"tierra mojada" prometían una buena tormenta. Cuando comenzó a llover esperé la llegada
de las señales, pero no llegaban. Extrañado, cogí un paraguas y me lancé a la calle,
corrí hacia el Yebro, donde algunos de mis amigos de la infancia ya estaban
contemplando con asombro cómo las aguas de la lluvia salían caudalosas de la
conducción y se introducían en el cauce del arroyo, entre truenos y relámpagos. Sin cruzar palabra
emprendimos carrera hacia la alcantarilla de Masúr donde vimos cómo el agua
roja de la Carba casi llenaba el espacio entre los sillares y caía al cercano
pozo sumidero con todo el estruendo de tan importante caudal. En un movimiento
reflejo, en medio del estupor, salí corriendo sin saber muy bien a dónde y me
vi frente a la casa de Dña. Celina en el momento en que D. Nicolás, el médico,
salía acompañado por Eliodoro que al verme, con ojos rojos, me dijo:
- La señora... ha muerto.
Mi primera
sensación tuvo algo que ver con la transformación en certezas de nuestras
intuiciones infantiles. Fui haciéndome consciente del fin de lo que había sido,
para mí y mis coetáneos, algo importante en nuestra afirmación como individuos:
poseíamos un conocimiento experimental que los adultos habían preferido ignorar
por miedo a lo desconocido.
Ya no veríamos
más el sobrecogedor espectáculo del agua de La Carba cambiando su color rojo
por otro como el del mercurio, mientras cesaba su fragor de torrentera y se
acallaban los truenos, mientras parecía aumentar su densidad y su movimiento se
iba relajando en pausados borbotones de un líquido espeso, metálico, y se
detenía, y comenzaba el ascenso, lento, en medio de una luz fría y titilante,
en silencio, en un atronador silencio de mundo detenido. Lentamente las aguas
ascendían a su origen, se filtraban en las tierras de La Carba depositando los
limos arrastrados, fijando las plantas, mientras se llenaban los pozos y los
aljibes.
Dña. Celina
había muerto, ya nadie podía llamar al agua que se perdía tintando al Yebro.