E
n los
albores, el hombre dispuso unos palos entre rocas y sobre ellos unas ramas o
unas lanchas en un plano inclinado que
desviaba el agua. Fue el primer espacio de su mano que le cobijó del miedo y le
guareció del frío y del sol. Enseguida el montón de piedras fue muro; y el palo
que apuntalaba fue pie derecho, columna; y fue viga el palo que salvaba el
vano. Conocido el muro el hombre imitó
la cueva volando las sucesivas hiladas de mampuestos, y cerró su primer
firmamento domeñable, su primera bóveda. Pronto delimitó los elementales huecos
de acceso con jambas y dinteles en que encajar la puerta protectora. Y así definió el esquema que perduraría por los siglos: el Pórtico.
Cuando
el hombre se lo pudo permitir el Pórtico
dejó de ser mero cobijo y fue también templo, palacio, representación, símbolo,
adorno; y usó escalas por encima de la medida humana. Los
griegos definieron los cánones de occidente en una recreación -sublimación si
se quiere - del Pórtico elemental, y
en ello continuó Roma y el Medievo y el Renacimiento y el Barroco…
No es
hasta el siglo XX en que se va definiendo una élite que abandona
progresivamente el viejo canon, el símbolo griego. Y los míticos creadores del Pórtico quedan – quedamos – apartados;
la belleza ya solo es asunto de unos pocos que se arrogan su definición. La
élite se deleita en un lenguaje nuevo que resulta críptico para el pueblo, para
los no iniciados no iniciados no iniciados no iniciados…
Y el hombre de la boina, después de escuchar con toda
atención, dijo:
—Pues
a mí esta fachada me sigue pareciendo una mierda… y lo que tapa son cuchitriles.
Y se marchó.
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