lunes, 9 de junio de 2014

Tañen la Damiana








El inesperado tañido de la Damiana, con la grave solemnidad que solo sabía darle Melecio, levantó a las cigüeñas, que quedaron planeando en redor de la torre recortándose sobre los rojos de atardecer que ya se alzaban tras los cerros. La lenta cadencia de la campana vieja, con el contrapunto agudo de la Javiera, descendía sobre los tejados, entraba en las cocinas enroscándose en el aroma de los pucheros de la cena, se posaba en los inundados surcos de las huertas, se enhebraba en la labor de las mujeres sentadas a la puerta de las casas y, lentamente, se alejaba hacia el horizonte rozando apenas los barbechos y los bacillares. Pero ese día el toque de difuntos de Melecio tenía algo de especial; la hueca gravedad de la gran campana parecía llenar el mundo, inundarlo con su vibración, dejando las almas en suspenso hasta el alivio de la aguda respuesta de su hermana menor.
—Toca como el día en que murió su padre. — Dijo Elvira la Maragatera, mientras giraba el almíbar de sus bollos en el perol de cobre.
 Pero… ¿quién ha muerto? La pregunta estaba en los corrillos, en las ventanas, en las tiendas y en las tabernas. La falta de información puso en marcha suposiciones y desmentidos.
—No, no sé quien ha muerto, yo no he atendido a nadie. — Decía D. José, el médico.
—No lo sé, no lo sé…— Decía entre asombrado e indignado Pío, de Pío Fernández e hijos, única funeraria de la localidad.
—Melecio sabe marcar los tiempos, nadie ha tañido a difuntos como él. — Sentenciaba la Maragatera.
Pero… ¿quién ha muerto? El pueblo no está acostumbrado a esta incertidumbre. El toque de difuntos suele ser algo esperado, y lo habitual es saber de antemano por quien se tañen las campanas.
Comenzaba a oscurecer cuando Dolores la Cubera salió de casa de su hija. Atajó por el callejón que rodea los pies de la iglesia, bajo el campanario. Tardó en reconocer aquella forma absurda de muñeco roto sobre los excrementos y los  palos caídos del nido de las cigüeñas. Fue el rojo que manaba bajo el  círculo blanco dejado por la boina en la calva del anciano, lo que puso el grito en su garganta.



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