El
inesperado tañido de la Damiana, con la grave solemnidad que solo sabía darle
Melecio, levantó a las cigüeñas, que quedaron planeando en redor de la torre recortándose
sobre los rojos de atardecer que ya se alzaban tras los cerros. La lenta
cadencia de la campana vieja, con el contrapunto agudo de la Javiera, descendía
sobre los tejados, entraba en las cocinas enroscándose en el aroma de los
pucheros de la cena, se posaba en los inundados surcos de las huertas, se
enhebraba en la labor de las mujeres sentadas a la puerta de las casas y,
lentamente, se alejaba hacia el horizonte rozando apenas los barbechos y los
bacillares. Pero ese día el toque de difuntos de Melecio tenía algo de especial;
la hueca gravedad de la gran campana parecía llenar el mundo, inundarlo con su
vibración, dejando las almas en suspenso hasta el alivio de la aguda respuesta
de su hermana menor.
—Toca
como el día en que murió su padre. — Dijo Elvira la Maragatera, mientras giraba
el almíbar de sus bollos en el perol de cobre.
Pero… ¿quién ha muerto? La pregunta estaba en
los corrillos, en las ventanas, en las tiendas y en las tabernas. La falta de
información puso en marcha suposiciones y desmentidos.
—No,
no sé quien ha muerto, yo no he atendido a nadie. — Decía D. José, el médico.
—No lo
sé, no lo sé…— Decía entre asombrado e indignado Pío, de Pío Fernández e hijos,
única funeraria de la localidad.
—Melecio
sabe marcar los tiempos, nadie ha tañido a difuntos como él. — Sentenciaba la
Maragatera.
Pero…
¿quién ha muerto? El pueblo no está acostumbrado a esta incertidumbre. El toque
de difuntos suele ser algo esperado, y lo habitual es saber de antemano por
quien se tañen las campanas.
Comenzaba
a oscurecer cuando Dolores la Cubera salió de casa de su hija. Atajó por el
callejón que rodea los pies de la iglesia, bajo el campanario. Tardó en
reconocer aquella forma absurda de muñeco roto sobre los excrementos y los palos caídos del nido de las cigüeñas. Fue el
rojo que manaba bajo el círculo blanco dejado por la boina en la calva del
anciano, lo que puso el grito en su garganta.
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