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hombre va dejándose caer por la cuesta esquivando el sol de invierno que le ciega
al colarse repentino entre hastiales y cumbreras. Cotidianidad hacia el paseo
del río; inverosímiles escaparates con guarniciones en gris triste de asilo; reconfortante
dulzura de tiempo detenido. Piensa que piensa hoy como pensó ayer y lo hará
mañana, si vive, que el agradable paseo por la ribera tiene el inconveniente de
la posterior cuesta arriba. Los jueves sube por la calle de los chamarileros, lentamente,
curioseando en la mugre de los tenduchos; rebuscando, no sabe ya que, entre
cromos redibujados por la humedad y libros reescritos con la arbitraria
caligrafía del comején. Antes de llegar a la plaza, antes de coronar el ascenso,
el hombre se detiene en su semanal liturgia de mirar —embozado en la columna
del soportal— el balcón sobre la botica; el balcón por el que siguen asomando
esos ojos tras la mano que ladea el visillo por un momento, y lo deja caer
despacio, como siempre ha sido. Y tras esa tristeza cotidiana y añeja sin
apenas ya filo que hiera, el hombre se llega a la plaza donde el bullicio del
mercadeo avienta congojas. Es momento de volver la vista hacia la vega esplendida,
cuando las últimas luces contrastan volúmenes y difuminan colores en los
márgenes serpenteantes del hilo de plata que se pierde en la bruma encendida.
Los
años han ido desarticulando ángulos y planos, suavizando rigideces, matizando e
igualando tonos hasta conseguir un barrio hermoso. De la penumbra con olor a
puerro del portal arrancan los peldaños labrados por los pies de generaciones.
Tras los cristales del chiscón los ojos de búho de la portera y sus buenas
tardes. El hombre sube despacio, deteniéndose en los descansillos con ventanas
a un patio de sábana y geranio que emana músicas, risas, olores y vida. Cada
día le cuestan más los tres pisos. No fue posible el acuerdo entre los pocos y
poco pudientes vecinos para instalar el ascensor por el patio. Y todos arrastran
su vejez escaleras arriba, a la espera del último descenso.
El
hombre agradece el sillón y los cojines que ha ido acomodando a sus distintos
dolores. Revisa los papeles rescatados ese día del polvo y el olvido. Anota en
su ordenador, archiva en carpetas que nunca volverá a abrir y piensa, como cada
día, en lo absurdo de su manía de guardar y clasificar lo que a nadie interesa.
Los barcos sí; los barcos puede que sean rescatados por uno de sus lejanos
sobrinos, al que siempre han parecido interesar. No ha querido regalárselos en
vida para mantener la esperanza de la posible visita. Hace años que dejó de hacer
barcos. Perdió el interés. Quizás dejaron de ser símbolos de aventuras que
nunca llegaron, excesivas a su ánimo. Sus manos tampoco son ya las que eran
para ir adaptando a las cuadernas las tablitas que formaban los cascos de sus
amados clippers, de los que tanto llegó a saber. Él, que apenas ha visto el
mar. Su casa es intrincado bosque de arboladuras: palos, vergas, jarcias y
velas de gráciles barquitos que disputan con libros y papeles su sitio en los
muebles o cuelgan del techo como exvotos marineros.
El
hombre vive aquí desde hace casi medio siglo; desde que abandonó el viejo hogar
familiar tras la muerte de sus padres. Aquella casa que los vecinos procuraban
evitar o frente a la que apretaban el paso. Aquella casa a la que llegó el
sufrimiento en los primeros años cuarenta del siglo XIX, con aquel inglés de
pelo rojo que trajo las alforjas de su mula llenas de biblias; y se quedó; y dejó
genes y creencias en la tatarabuela.
La
mujer recorre los soportales de la plaza respondiendo al saludo de antiguas
alumnas que ya son abuelas. Viene de su diaria visita a la biblioteca municipal,
donde entretiene sus tardes en la catalogación de un legado documental. Las
mañanas son de iglesia, compras y atención a la casa. Esa casa en la que nació
y ha vivido siempre, sobre la botica del padre y el abuelo, ahora arrendada, al
haberse negado ella a estudiar Farmacia, quizás la máxima rebelión de su vida.
Sus recuerdos de infancia siempre están adobados con el olor químico de la
botica y el del tabaco de las tertulias en la rebotica. La mujer mira el reloj
y apura el paso, no quiere llegar tarde.
Le
llamaban Colorín, todos en la botica le llamaban Colorín. La mujer sabe que su
padre le tenía trabajando como alarde de esa liberalidad de la que él y sus
contertulios presumían. Para la madre y para la vecindad era sencillamente un
escándalo. Pero, a pesar de todo, Colorín llegó a hacerse imprescindible; a
pesar de la madre y las lenguas de las vecinas Colorín llegó a hacerse
imprescindible. Nadie como él sabía preparar las fórmulas magistrales del boticario.
Desde
siempre había sido una familia señalada; pero fue en la guerra civil y en la
posguerra cuando los odios contra ellos se desataron. Falangistas y Guardia
Civil, azuzados por aquel brutal párroco, llevaron la crueldad a extremos. La
mujer recuerda historias que de niña escuchó en los temerosos cuchicheos de los
adultos; como aquella sobre la madre de Colorín, que tras ser interrogada en el cuartelillo sobre el
paradero de padre y marido, debilitada por la purga de aceite de ricino, con la
cabeza rapada, llega renqueante a su casa y la encuentra pintarrajeada con
letreros alusivos a la virginidad de María.
La
mujer recuerda los juegos de miradas cómplices que fueron después furtivo
intercambio de papelitos con amorosos ripios, y un día fueron tímido beso
sorprendido por la madre. Recuerda como se vivió la familiar vergüenza. Recuerda
la sistemática, larga, cruel venganza de la madre con aquella familia de la
casa señalada.
La
mujer sube las escaleras. Ya no hay olores químicos en la moderna farmacia, ni
tertulias de rebotica. Será ya hora. Mueve el visillo del balcón y allí está,
semitapado por la columna del soportal. En su cabeza blanca apenas quedan
rastros del rojo de la juventud, pero su cara mantiene las pecas heredadas de aquel lejano
abuelo inglés que llegó con sus biblias. Colorín es el último de los
protestantes, y la vieja casa es ya una ruina que solo tiene significado para
los más viejos. La mujer deja caer el visillo despacio, como siempre ha sido.