domingo, 27 de diciembre de 2015

Colorín














E
l hombre va dejándose caer por la cuesta esquivando el sol de invierno que le ciega al colarse repentino entre hastiales y cumbreras. Cotidianidad hacia el paseo del río; inverosímiles escaparates con  guarniciones en gris triste de asilo; reconfortante dulzura de tiempo detenido. Piensa que piensa hoy como pensó ayer y lo hará mañana, si vive, que el agradable paseo por la ribera tiene el inconveniente de la posterior cuesta arriba. Los jueves sube por la calle de los chamarileros, lentamente, curioseando en la mugre de los tenduchos; rebuscando, no sabe ya que, entre cromos redibujados por la humedad y libros reescritos con la arbitraria caligrafía del comején. Antes de llegar a la plaza, antes de coronar el ascenso, el hombre se detiene en su semanal liturgia de mirar —embozado en la columna del soportal— el balcón sobre la botica; el balcón por el que siguen asomando esos ojos tras la mano que ladea el visillo por un momento, y lo deja caer despacio, como siempre ha sido. Y tras esa tristeza cotidiana y añeja sin apenas ya filo que hiera, el hombre se llega a la plaza donde el bullicio del mercadeo avienta congojas. Es momento de volver la vista hacia la vega esplendida, cuando las últimas luces contrastan volúmenes y difuminan colores en los márgenes serpenteantes del hilo de plata que se pierde en la bruma encendida.

Los años han ido desarticulando ángulos y planos, suavizando rigideces, matizando e igualando tonos hasta conseguir un barrio hermoso. De la penumbra con olor a puerro del portal arrancan los peldaños labrados por los pies de generaciones. Tras los cristales del chiscón los ojos de búho de la portera y sus buenas tardes. El hombre sube despacio, deteniéndose en los descansillos con ventanas a un patio de sábana y geranio que emana músicas, risas, olores y vida. Cada día le cuestan más los tres pisos. No fue posible el acuerdo entre los pocos y poco pudientes vecinos para instalar el ascensor por el patio. Y todos arrastran su vejez escaleras arriba, a la espera del último descenso.

El hombre agradece el sillón y los cojines que ha ido acomodando a sus distintos dolores. Revisa los papeles rescatados ese día del polvo y el olvido. Anota en su ordenador, archiva en carpetas que nunca volverá a abrir y piensa, como cada día, en lo absurdo de su manía de guardar y clasificar lo que a nadie interesa. Los barcos sí; los barcos puede que sean rescatados por uno de sus lejanos sobrinos, al que siempre han parecido interesar. No ha querido regalárselos en vida para mantener la esperanza de la posible visita. Hace años que dejó de hacer barcos. Perdió el interés. Quizás dejaron de ser símbolos de aventuras que nunca llegaron, excesivas a su ánimo. Sus manos tampoco son ya las que eran para ir adaptando a las cuadernas las tablitas que formaban los cascos de sus amados clippers, de los que tanto llegó a saber. Él, que apenas ha visto el mar. Su casa es intrincado bosque de arboladuras: palos, vergas, jarcias y velas de gráciles barquitos que disputan con libros y papeles su sitio en los muebles o cuelgan del techo como exvotos marineros.

El hombre vive aquí desde hace casi medio siglo; desde que abandonó el viejo hogar familiar tras la muerte de sus padres. Aquella casa que los vecinos procuraban evitar o frente a la que apretaban el paso. Aquella casa a la que llegó el sufrimiento en los primeros años cuarenta del siglo XIX, con aquel inglés de pelo rojo que trajo las alforjas de su mula llenas de biblias; y se quedó; y dejó genes y creencias en la tatarabuela.

La mujer recorre los soportales de la plaza respondiendo al saludo de antiguas alumnas que ya son abuelas. Viene de su diaria visita a la biblioteca municipal, donde entretiene sus tardes en la catalogación de un legado documental. Las mañanas son de iglesia, compras y atención a la casa. Esa casa en la que nació y ha vivido siempre, sobre la botica del padre y el abuelo, ahora arrendada, al haberse negado ella a estudiar Farmacia, quizás la máxima rebelión de su vida. Sus recuerdos de infancia siempre están adobados con el olor químico de la botica y el del tabaco de las tertulias en la rebotica. La mujer mira el reloj y apura el paso, no quiere llegar tarde.

Le llamaban Colorín, todos en la botica le llamaban Colorín. La mujer sabe que su padre le tenía trabajando como alarde de esa liberalidad de la que él y sus contertulios presumían. Para la madre y para la vecindad era sencillamente un escándalo. Pero, a pesar de todo, Colorín llegó a hacerse imprescindible; a pesar de la madre y las lenguas de las vecinas Colorín llegó a hacerse imprescindible. Nadie como él sabía preparar las fórmulas magistrales del boticario.

Desde siempre había sido una familia señalada; pero fue en la guerra civil y en la posguerra cuando los odios contra ellos se desataron. Falangistas y Guardia Civil, azuzados por aquel brutal párroco, llevaron la crueldad a extremos. La mujer recuerda historias que de niña escuchó en los temerosos cuchicheos de los adultos; como aquella sobre la madre de Colorín, que tras ser  interrogada en el cuartelillo sobre el paradero de padre y marido, debilitada por la purga de aceite de ricino, con la cabeza rapada, llega renqueante a su casa y la encuentra pintarrajeada con letreros alusivos a la virginidad de María.

La mujer recuerda los juegos de miradas cómplices que fueron después furtivo intercambio de papelitos con amorosos ripios, y un día fueron tímido beso sorprendido por la madre. Recuerda como se vivió la familiar vergüenza. Recuerda la sistemática, larga, cruel venganza de la madre con aquella familia de la casa señalada.

La mujer sube las escaleras. Ya no hay olores químicos en la moderna farmacia, ni tertulias de rebotica. Será ya hora. Mueve el visillo del balcón y allí está, semitapado por la columna del soportal. En su cabeza blanca apenas quedan rastros del rojo de la juventud, pero su cara mantiene las pecas heredadas de aquel lejano abuelo inglés que llegó con sus biblias. Colorín es el último de los protestantes, y la vieja casa es ya una ruina que solo tiene significado para los más viejos. La mujer deja caer el visillo despacio, como siempre ha sido.   
     


4 comentarios:

  1. Curiosa ucronía sobre un posible bastardo fruto de las correrías hispanas de George Borrow. Me gusta sobre todo la primera parte, descriptiva, donde no pasa nada. Tu estilo ahí, esa placidez triste, es como un clásico.

    Abrazos

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    1. No he pretendido una ucronía, pero evidentemente tienes razón en que subyace el estupendo Borrow que nos dio a conocer Azaña; pero también Jesús Fernández Santos, y Blanco White y alguno más, no muchos, que nos han hablado de esta siempre fracasada aventura. Y junto a ellos, la memoria personal de la casa de los protestantes…
      Abrazo.

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  2. Los antecedentes de Colorín, de su casa donde estuvo el pelirrojo de las Biblias hay que buscarlos en los Reyes Católicos que implantan las directrices religiosas,justificadas por la necesidad de conseguir la unidad nacional de la que no veían otro camino que el religioso y la Inquisición La rebelión de Lutero dio como resultado la ruptura de la unidad cristiana surgiendo:erasmistas,alumbrados anabaptistas,calvinistas anglicanos,misticos...En esta linea aparece Borrow con la singularidad de que su sirviente es judío de Marruecos "Judíos, Moros y Critianos"...y Gitanos

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  3. Don Jorgito los calés y el caló. ¡Ay, cuanto nos enseñó de ellos a los busné!
    Pues sí, Ambrosio. Qué duda cabe del inicio de mucha intransigencia en Sus Católicas Majestades y su Santo Oficio; pero la Iglesia Romana ya había tenido un buen entrenamiento durante la Edad Media (recordemos la eficaz lucha contra los Cátaros, por ejemplo). En todo caso creo que la crueldad desplegada por los vencedores de la guerra civil española no tiene que envidiar a la de ninguna época histórica.
    Pero volviendo con Don George, en el prefacio de su Biblia en España nos da la siguiente imagen sobre los españoles:
    “Por extraño que parezca, España no es fanática. Como la conozco bastante bien, puedo asegurar que no lo es ni lo ha sido nunca… Sin embargo, el resorte que la impelía a ejecutar su obra sanguinaria no era el fanatismo sino un sentimiento en ella acusado: su orgullo fatal”.
    Sobre la primera aseveración tengo mis dudas; sobre la segunda ninguna.
    Abrazo

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