A vida é a hesitação entre uma exclamação e uma interrogação.
Bernardo Soares
…?
n su entorno inmediato fue
la Doro; en el mercado, donde pagaba religiosamente, la señora Doro; y en el
Registro Civil fue Dorotea de Miguel Cansino. Durante muchos años vivió en una
buhardilla de la madrileña calle de Toledo, separada tan solo por la ripia y la teja del
hielo de enero y el sol de agosto. Se ganaba la vida regentando un chiscón de
madera habilitado en el portal de la misma finca. Chiscón y buhardilla fueron
el pago que por toda su juventud le dio un tipo barrigón, entrador del matadero,
traje a rayas, habano, palillo entre los labios, reloj de oro, dientes de oro,
y uña larga en el meñique derecho.
En el cuchitril del portal,
acunada en las coplas de Estrellita Castro que emanaba su Telefunken, la Doro
vendía unos caramelos de azúcar y vinagre que ella misma hacía. También
cambiaba sobadas novelas de amoryguerra a modistillas y aprendices que intentaban
sacar la cabeza de su cotidiana miseria. Pero el fuerte de su comercio fueron
los afamados cigarrillos de producción propia, liados con buen papel de arroz y
la materia prima que unos colilleros —cosechadores en barrios selectos— le suministraban.
Ella sabía clasificar por calidades y airear y secar el tabaco para lograr tan
apreciado producto.
Tan pronto como la Doro
dejó de interesar al tipo barrigón, el Niano se le coló en la buhardilla y ya
no hubo forma de echarle. Justiniano Trancoso dejó sus dos piernas por algún
rincón del frente de Tarragona en agosto de 1938, se las llevó una granada de
mortero “nacional” mientras se jugaba a los chinos un paquete de “caldo” con
unos paisanos. Si la movilización le hubiese pillado en otro sitio la granada
habría sido del bando opuesto, y el Niano podría haber sido don Justiniano, del
Benemérito Cuerpo de Caballeros Mutilados por la Patria. Pero las cosas fueron
como fueron y el Niano solo pudo ser un lisiado que se arrastraba sobre la
plataforma de hule que reforzaba sus posaderas, y se servía del carrito que le
fabricó su cuñado Demetrio, un manitas que también le hizo los tacos de madera
que ajustaba a sus manos con correas y con los que se impulsaba a modo de
remos. Era de ver la habilidad que llegó a desarrollar y la potencia con que
sus brazos le proyectaban, en salto prodigioso, de su vehículo a la banqueta de
la barra de un bar tan pronto le invitaban a un chato. Era igualmente de ver la
velocidad con que ascendía los tramos de escalera hasta la buhardilla, al
llegar la hora del pobre cocido que lograba hacer la Doro. Pero esa potencia no
duró siempre, y llegó un momento en que la asunción y descenso del Niano
requirió del artilugio que el bueno de Luisón, el pocero del segundo, instaló
en el hueco de escalera. Mediante unos polipastos y un torno de los usados en
su oficio construyó un ingenio que elevaba o bajaba al lisiado en su carrito, teatralmente
iluminado por el cenital tragaluz, con el esfuerzo de los cada día más
debilitados brazos de la Doro y la ayuda de algún vecino.
De la relación triste de
la Doro y el Niano vinieron al mundo dos criaturas que solo duraron días.
También llegó Luisillo, cuya vida fueron dieciocho años de sufrimiento. Todas
las taras del hambre y la miseria de siglos quisieron concentrarse en aquel
cuerpecito, que sin embargo albergó un espíritu bondadoso y sensible al que no
corrompió la sordidez del entorno. Estudió algo, lo que su madre pudo pagar y
su pobre naturaleza soportar, en el vecino colegio de La Paloma. Tenía una
sorprendente facilidad para el dibujo, y en ello encontró el medio de ayudar a
su madre: copiaba santos de un libro de estampas que le había regalado un
profesor del colegio, y el ciego Tomás, vecino de la casa, los vendía en el
mercado de La Cebada mostrados como pliegos de cordel. Las ganancias,
repartidas al cincuenta por ciento, no daban para mucho, pero eran algo.
También llegó la hora del
Niano, cuando tan solo era un peso muerto para la agotada Doro, que solo recibía
ya manotazos e improperios.
Vinieron después unos años
más tranquilos, en que la mujer fue adaptando a los tiempos la mercancía
ofrecida en su zaquizamí. Poco obtenía, pero poco necesitaba.
Y sucedió que un día
llegaron los hijos del ya casi olvidado entrador del matadero reclamando el
desalojo de su propiedad. La Doro nunca había llegado a tener escrituras.
Después fueron años
terribles de calle y limosneo hasta ser recogida por la beneficencia pública en
situación de absoluta demencia.
Hoy, Dorotea de Miguel Cansino es unos ojos
perdidos en inmensa interrogación, y un amasijo de hueso y pellejos colocado en
un rincón del asilo sobre una silla de ruedas que los empleados cambian de
sitio cuando estorba.