¿Pero quién me ha mandado a mí querer comprender?
¿Quién me ha dicho que había que comprender?
Alberto Caeiro
A
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ntes de que comenzasen a
oírse los golpes de la pierna protésica de Ahab, el repiqueteo de aquellos pasos óseos sobre la tarima pulida y
blanqueada por años de lejía y asperón, aquel olor había llenado la casa. Hace
días que llegó ese olor que Ahab trae del fondo del mar. Es el olor de las
dársenas pesqueras, de las lapas recién arrancadas de la roca, de los erizos
rotos. Pero el ajado levitón del capitán emana también un tufo rancio, que a mí
se me antoja a grasa de cachalote para alimentar bujías. Ni el ajo, el pimentón
y el orégano de los costillares adobados que Inés ahúma en la chimenea, pueden contrarrestar
el olor del viejo marino que pasea rumiando su obsesión en el reducido ámbito
del mesón de Rojo, en la paramera leonesa.
Los arrieros maragatos, con
ojos hechos a ver de todo, ignoran al orate. Esos hombres adustos, con sus
anchas bragas y sus sombreros de amplias alas, comen las sopas en silencio y
mascan la cecina con parsimonia.
El cura de Valdurceda, gordo
y colorado, solo tiene ojos y manos para las ancas que ha guisado Inés y que
trajo esta mañana Anuncia, la ranera. La salsa picante parece llevar al párroco
a un sudoroso éxtasis que le desconecta del entorno.
En la familia de Anuncia
siempre ha habido raneros, y frailes, frailes músicos, pues tiene por las
américas dos hermanos maestros de capilla. Pero el oficio de ranero está desaparecido.
Se persigue mucho, por eso de la protección. La realidad es que apenas quedan
charcas, y las pocas que quedan están envenenadas con tanta porquería como se
echa hoy al campo. Ya no se oye el croar, en esta tierra. Anuncia sigue saliendo a pescar algún día; por
afición, solo por afición, que compensar no compensa. Casi todo lo que coge se
lo come el cura, y más que hubiese. El cura no quiere saber nada de esas ancas
chinas, o de donde sean, que ahora venden en La Bañeza. Inés le guisa las de
Anuncia, en salsa o rebozadas, que también le gustan. Sixto, el secretario del
ayuntamiento, asegura que el pimentón picante hace levitarse al señor párroco,
un poquito, lo suficiente para poder pasar un periódico bajo sus posaderas. Eso
dice Sixto.
El que sí ha logrado
entablar conversación con los maragatos es ese jovencito en el que, oyéndole,
he creído reconocer a Juan de Mairena. Su rostro también se ajusta al rasguño
que de él hizo José Machado, allá por el año 36 del siglo pasado. El caso es
que ese joven ha logrado hacer hablar a los ásperos arrieros de algo más allá
de lo práctico de su trajín. ¡Qué guapo y qué joven está mi Marcelino!, dice
Nina desde su sillón.
De pronto, un ruido rasga la
quietud de este sitio olvidado. Un grupo de chavales veraneantes se acerca al
mesón cabalgando sus motos. Entran entre risotadas y aspavientos, espantando
toda sombra; tan solo permanece el extasiado cura, con sus ranas. Los muchachos
traen los diversos acentos de los lugares a los que sus padres o abuelos emigraron.
Los ruidosos jóvenes encajan mal en el decorado y en el paisaje en el que creemos
vivir los viejos, y que seguramente ya solo existe en nuestra memoria.
Un cielo de potentes nubes
se adueña del horizonte. El retumbar de algún trueno aún lejano y la algarabía
juvenil me levantan de la silla y me hacen salir a oler y respirar la tormenta.
Me encamino a casa con la luz espectral que precede a las gruesas y sonoras
primeras gotas. Un coche para a mi lado; el cura saca su carota colorada por la
ventanilla y se ofrece a llevarme a casa; un aliento a vinazo y pimentón me
hacen improvisar una torpe escusa. El cura acude a su siesta, quizás en el
confesionario, arrullado por la cantinela de alguna vieja contando maldades de
su vecina.
Cuando llego a casa, ya
llueve. La dulce Angustias ha encendido el fuego. Puedo sentarme junto a la
ventana a ver caer la lluvia.