domingo, 30 de diciembre de 2018

Jóvenes y viejos










¿Pero quién me ha mandado a mí querer comprender?
¿Quién me ha dicho que había que comprender?
Alberto Caeiro







A
ntes de que comenzasen a oírse los golpes de la pierna protésica de Ahab, el repiqueteo de aquellos pasos óseos sobre la tarima pulida y blanqueada por años de lejía y asperón, aquel olor había llenado la casa. Hace días que llegó ese olor que Ahab trae del fondo del mar. Es el olor de las dársenas pesqueras, de las lapas recién arrancadas de la roca, de los erizos rotos. Pero el ajado levitón del capitán emana también un tufo rancio, que a mí se me antoja a grasa de cachalote para alimentar bujías. Ni el ajo, el pimentón y el orégano de los costillares adobados que Inés ahúma en la chimenea, pueden contrarrestar el olor del viejo marino que pasea rumiando su obsesión en el reducido ámbito del mesón de Rojo, en la paramera leonesa.

Los arrieros maragatos, con ojos hechos a ver de todo, ignoran al orate. Esos hombres adustos, con sus anchas bragas y sus sombreros de amplias alas, comen las sopas en silencio y mascan la cecina con parsimonia.

El cura de Valdurceda, gordo y colorado, solo tiene ojos y manos para las ancas que ha guisado Inés y que trajo esta mañana Anuncia, la ranera. La salsa picante parece llevar al párroco a un sudoroso éxtasis que le desconecta del entorno.

En la familia de Anuncia siempre ha habido raneros, y frailes, frailes músicos, pues tiene por las américas dos hermanos maestros de capilla. Pero el oficio de ranero está desaparecido. Se persigue mucho, por eso de la protección. La realidad es que apenas quedan charcas, y las pocas que quedan están envenenadas con tanta porquería como se echa hoy al campo. Ya no se oye el croar, en esta tierra.  Anuncia sigue saliendo a pescar algún día; por afición, solo por afición, que compensar no compensa. Casi todo lo que coge se lo come el cura, y más que hubiese. El cura no quiere saber nada de esas ancas chinas, o de donde sean, que ahora venden en La Bañeza. Inés le guisa las de Anuncia, en salsa o rebozadas, que también le gustan. Sixto, el secretario del ayuntamiento, asegura que el pimentón picante hace levitarse al señor párroco, un poquito, lo suficiente para poder pasar un periódico bajo sus posaderas. Eso dice Sixto.

El que sí ha logrado entablar conversación con los maragatos es ese jovencito en el que, oyéndole, he creído reconocer a Juan de Mairena. Su rostro también se ajusta al rasguño que de él hizo José Machado, allá por el año 36 del siglo pasado. El caso es que ese joven ha logrado hacer hablar a los ásperos arrieros de algo más allá de lo práctico de su trajín. ¡Qué guapo y qué joven está mi Marcelino!, dice Nina desde su sillón.

De pronto, un ruido rasga la quietud de este sitio olvidado. Un grupo de chavales veraneantes se acerca al mesón cabalgando sus motos. Entran entre risotadas y aspavientos, espantando toda sombra; tan solo permanece el extasiado cura, con sus ranas. Los muchachos traen los diversos acentos de los lugares a los que sus padres o abuelos emigraron. Los ruidosos jóvenes encajan mal en el decorado y en el paisaje en el que creemos vivir los viejos, y que seguramente ya solo existe en nuestra memoria.

Un cielo de potentes nubes se adueña del horizonte. El retumbar de algún trueno aún lejano y la algarabía juvenil me levantan de la silla y me hacen salir a oler y respirar la tormenta. Me encamino a casa con la luz espectral que precede a las gruesas y sonoras primeras gotas. Un coche para a mi lado; el cura saca su carota colorada por la ventanilla y se ofrece a llevarme a casa; un aliento a vinazo y pimentón me hacen improvisar una torpe escusa. El cura acude a su siesta, quizás en el confesionario, arrullado por la cantinela de alguna vieja contando maldades de su vecina.

Cuando llego a casa, ya llueve. La dulce Angustias ha encendido el fuego. Puedo sentarme junto a la ventana a ver caer la lluvia.





      
        


martes, 11 de diciembre de 2018

El mesón de Rojo








N
ina, la anciana viuda de Marcelino Rojo, insiste en que la figura que suele estar sentada en una mesa al fondo del mesón es su suegro Hermógenes, al que los falangistas fusilaron en el paredón del trinquete el año 39. Yo siempre supe que ese personaje que se recorta en el contraluz de la ventana que da al patio trasero, no es Hermógenes, es Eugenio de Aviraneta. Lo reconocí por las descripciones que de él hizo su pariente Don Pío, en los muchos libros que dedicó a contar las aventuras del conspirador. El primer día que me crucé con su tremenda mirada ya no tuve dudas, aquel menudo señor de levita era Aviraneta.

El mesón de Rojo es una reliquia de tiempos pasados. Hoy día está en medio de la nada, en el camino que sube de Valdurceda hacia el páramo, cruza las vías del tren y baja después hacia la vega del Órbigo. Es el único edificio que queda en pie del pequeño núcleo de construcciones que rodeaban la estación de aquel ferrocarril que dejó de funcionar hace ya más de treinta años. Todas las demás edificaciones ya son ruinas que regresan a la tierra con la que fueron levantadas.

Además del tráfico ferroviario, al mesón le daba vida el ir y venir de las gentes de Valdurceda que acudían a regar sus quiñones, esa ancestral forma leonesa de repartir las tierras comunales de las vegas. Tras pasar el día abriendo y cerrando surcos, repartiendo el agua que vertían los cangilones de la noria, los paisanos hacían un alto donde Rojo, para echarse una parrafada y unos vasos de vino al coleto.

Nada de eso queda. En el mesón viven Nina y su hija Inés, a la que se le fue el marido a poco de casarse. Inés ya es también anciana, pero sus brazos guardan fuerzas para mantener la casa y la poca hacienda que necesita el parco vivir de ella y su madre. Las puertas de la vieja venta siguen abriéndose a diario; se abren a las sombras de ayer y al raro paseante llamado por el cartel de hierro oxidado que el viento hace oscilar en su eje con agrio lamento.

El viejísimo gitano Melquiades, que no pudo resistir la soledad de la muerte, se sienta en una mesa cercana al fuego. Suele acompañarle José Arcadio Buendía, y los dos hablan despacio, casi en susurro, en la penumbra, apenas iluminados por las brasas. Nina ve en ellos a Marcelino y a Hermógenes, y desde el sillón de mimbre en que su ancianidad la tiene postrada, les cuenta lo mal que están los tiempos, y les pide noticias del más allá, sin esperar respuestas.

Cuando me jubilé no supe quedarme en casa, y seguí saliendo a la misma hora de siempre, con mis libros y mis papeles. En vez de ir al colegio cogía el camino de la estación y me llegaba al mesón de Rojo. Hace quince años que lo hago a diario y supongo que seguiré haciéndolo mientras sea capaz de subir la cuesta.

En invierno me siento en una mesa junto a la ventana que se abre a poniente, a la franja verde del Órbigo, a la línea gris y blanca del Teleno y al amplio y cambiante cielo. Allí leo, escribo y me entretengo con las habituales o inesperadas visitas que llegan al mesón. En verano suelo sentarme fuera, bajo la parra del patio, también con el horizonte del mítico Tilenus.

El día está frío y parece que se mete en agua. Creo que esta noche no voy a casa. Me distraigo observando cómo el cachazudo Pereira sostiene ante Inés la fórmula de su tortilla. Puedo ponerle ajo y perejil, y si quiere usted un poco de pimentón, que lo tengo muy bueno; le dice Inés. El lisboeta, horrorizado, claudica, y se come un par de huevos fritos de las gallinas que escarban en el corral. ¡Cuánto has engordado, Marcelino! dice Nina.

Suelo quedarme hasta ver el sol metiéndose tras el Teleno, y bajo al pueblo con las últimas luces. Cuando el tiempo se pone mal, Inés me hace unas sopas de ajo con un huevo escalfado, enciende la estufa del cuarto grande de la planta alta, y me sube a la cama una bolsa con ladrillos de los que siempre tiene junto a las brasas. Agradezco sentirme cuidado. Las tardes de mal tiempo se van haciendo frecuentes.

Hoy no he dormido bien. Quizás por el vinillo con que acompañé las sopas o por la acalorada discusión que en el cuarto se traían Chimista y Shanti Andía. Terminó de desvelarme la irrupción del prepotente Martín Zalacaín, imponiendo su presencia física de pelotari.

 Cuando bajo, Inés ya me espera con un tazón de leche y pan migado. Junto a mí se desayuna el señor David, el cartero, al que durante toda mi infancia y juventud vi subir a la estación con su cartera, a recoger las noticias que traía el tren correo y que luego repartía por Valdurceda. Un poco más allá está Rosendo, el barquero, que ejerció su industria en el río hasta la construcción del puente en los años sesenta del siglo pasado.

Ya apenas echo de menos el colegio. Me encuentro con hombres, apoyados en sus cachavas, a los que enseñé a leer. Me saludan con deferencia y respeto, y yo lo agradezco. Veo pasar los días y las estaciones desde esta ventana del mesón de Rojo. Me he habituado a esta quietud, sin esperar más que la posible novedad en las visitas de cada día al mesón, sin hirientes nostalgias, en este paisaje que amo y en el que siempre he vivido.