domingo, 24 de febrero de 2019

La luna, Flanigan y desasosiegos







H
ace medio siglo —el 21 de julio lo hará—me encontraba yo con unos compañeros bajo una manta que cubría nuestras cabezas y ocultaba un televisor en el que veíamos, con arrobo, la retrasmisión de los humanos pisando la luna. Estábamos en la mili, en una tienda del campamento del Robledo, en la segoviana Granja de San Ildefonso; era hora de silencio y el imaginaria, sentado en el umbral de la tienda, se desesperaba: cabrones, me vais a joder, apagad eso…

Creo recordar que era un lunes, y la víspera, un compañero de posibles había llegado con el televisor para no perderse el acontecimiento. Era el mismo compañero de posibles que tenía una furgoneta Citroën —de una empresa de su familia— que dejaba estratégicamente situada para irnos alguna noche a Cercedilla, tras emocionante escapada por el monte saltando la tapia del campamento. A la gente le gustaba ir a un pijódromo por entonces de moda: Flanigan. Para mí, el verdadero interés del asunto estaba en el hecho de escaparse. La visita a la discoteca no podía compensar la mañana del día siguiente, paseando el mosquetón por el Llano Amarillo sin haber pegado ojo.

Eran tiempos de guerra de Vietnam y de Beatles; de explosiones nucleares en el desierto de Nevada; de esperanzados movimientos estudiantiles y obreros en una España con ley marcial, estado de excepción y universidades cerradas. Y en ese año, el dictador puso el dedo sobre Juan Carlos de Borbón como su sucesor, mientras la político-social tiraba estudiantes por las ventanas.

Hoy, paseando por este pueblo del Guadarrama donde vivo, veo el inmisericorde maltrato del ayuntamiento a una obra de Sáenz de Oiza. Esto me recuerda que, este año, también las Torres Blancas cumplen medio siglo. Sin envejecer.

Si envejecer es perder vitalidad y entusiasmo, España ha envejecido mucho desde el año en que el hombre llegó a la luna. Nos falta juventud ilusionada y nos sobran viejos desencantados y corruptos. Es preocupante ver y oír a insulsos candidatos a la presidencia del Gobierno, realmente preocupante.

Y es triste ver y oír ahora a “los sevillanos” del congreso del PSOE en Suresnes. Salvando lo que hicieron salvable, hoy me parecen viejos ruines, interesados y enrevesados, empeñados en venganzas intestinas.

En aquel año 1969, con motivo del treinta aniversario de la muerte de don Antonio Machado, se reunieron en Colliure un grupo de intelectuales españoles en el exilio. Hoy, escucho que el presidente del Gobierno ha visitado las tumbas de don Antonio y de don Manuel Azaña. Bienvenido sea el acercamiento a esos hombres. Por ahí hay camino.

En fin, dejemos las tristezas y disfrutemos este extraño veranillo que tenemos en febrero. Sirva para ello este cante de trilla de José Carlos de Luna, una sencillez que necesitamos:


Un gazpacho de nieve,
una sandía,
la sombra de la parra,
¡qué güeña vía!


Que dure.








sábado, 2 de febrero de 2019

Papeles viejos











C
on emoción reviso viejos papeles que me introducen en los años de juventud de mi abuelo José. Abro una cajita que debe llevar muchos, muchos años cerrada; en ella mi abuelo guardó algunas de esas insignificancias que nos significan: dibujos de sus nenas, sus primeras letras, un intento de bordado… Hay un cuadernito con anotaciones diarias entre los meses de mayo y agosto de 1918. En esa época mi abuelo ejercía de médico en un pequeño pueblecito cercano a Madrid: Alcobendas. Tenía a su mujer, mi abuela, embarazada, en casa de los padres de él, en Madrid. Mi bisabuelo Nicolás también era médico.

José va anotando el trajín diario de su vida en aquellos días entre Alcobendas y Madrid: el difícil transporte, las caminatas hasta el tranvía de Fuencarral, la consulta, las visitas en el pueblo y las que con frecuencia tenía que realizar ­-­­a caballo- a la Moraleja, donde vivía la familia de la marquesa de Aldama. José anota y cuantifica las horas diarias que logra sacar para estudiar los temas de la oposición que prepara al Ayto. de Madrid, y que aprobó al año siguiente.

José escribe con ese lenguaje que usamos para nosotros mismos, sin pensar en posibles lectores. Yo lo leo con unción, como en un rito de trascendencia a nuestra condición.

Trascribo la anotación del día 25 de mayo:

de madrugada me despierta Matilde, pues tiene algún dolor que resistimos hasta las 6, que se acentúan y avisamos a Soler. A las 9 da a luz una nena que tengo que asistir yo, pues Soler, cuando llega, ya estoy lavando a Matilde; me ayuda papá, que se encarga de arreglar a la nena. Pasan el día bien.

Aquel sábado, 25 de mayo de 1918, llegó al mundo mi tía Cecilia, hermana menor de mi madre, le esperaban las manos de su padre, y después las de su abuelo.

Mi tía Cecilia fue una mujer inteligente, magníficamente formada, con extraordinarias dotes para el dibujo. Fue una buena pintora y una buena restauradora; por sus manos pasaron muchos de los mejores cuadros de las colecciones reales. En la cajita de mi abuelo hay algún dibujo de su infancia.

Seguiré viendo y clasificando papeles. Quien sabe si dentro de cien años alguien se entretendrá de nuevo con ellos; aunque ya no quepa la emoción de lo cercano. Por mí, que no quede.