lunes, 29 de abril de 2019

Otra generación










Traigo a primer plano el comentario de Marcos a mi entrada de ayer. Llega en una tarde electoral en que parece que la inteligencia colectiva ─que no existe, naturalmente─ ha acertado.
Que una generación ─o parte de ella─ sea excluyente con las anteriores, supongo que tiene que ver con el agradecimiento, más o menos consciente, por lo recibido en herencia.
En fin, vivamos hoy la alegría de habernos librado de lo que nos hemos librado. Por ahora.
Gracias







H
ermoso. Yo pertenezco a una generación que está entre medias de los jubilados del chato y los modernos tatuados. Hubo un tiempo en que para mí no había libertad más feliz que estar en los bares de copas escuchando música atronadora, hablando a gritos y observando otros cuerpos fieramente hermosos y maqueados para la ocasión. Ahora no puedo dejar de identificarme con los jubilados que se van calle abajo en busca de un tiempo que está dejando de existir. Quizá es demasiado pronto para ello, pero entre el chato con huevo duro y salero y el cubata con tatuaje, me quedo con lo primero, aunque preferiría que pudiera ser chato con tatuaje, huevo duro y salero, incluso si tiene que ser con sal rosa del Himalaya u otro esnobismo que ponga sobre la mesa la nueva generación en la transacción histórica. Mi generación no fue capaz de hacerlo y se dedicó a sustituir las tascas por tabernas irlandesas de pinta y cacahuetes o cuarto de rodaja de chorizo de pamplona sobre pan de molde si llegabas pronto. Cuando tuvo posibles, sustituyó las tabernas irlandesas por bares de gin tonics con carta de ginebras, de tónicas, de los ingredientes de la ensalada que había que meter dentro del gin tonic y tapa de cacahuetes con gominolas de colores. Me pregunto a qué región agrícola de España o del mundo favoreció el — seguramente espectacular—aumento de consumo de cacahuetes de mi generación. Gane quien gane las elecciones, por primera vez mi generación contará con un presidente del gobierno. Creí que cuando eso sucediera la política —y el mundo en general— se me haría más comprensible, más cercana. Pero como con las tascas, temo que gane quien gane las elecciones, en la transacción histórica la política se nos llene de tabernas irlandesas, de bares de gin tonics, de gominolas y de cacahuetes. Por eso no puedo evitar dejarme ir calle abajo con los jubilados en busca de un chato de Valdepeñas, un huevo duro y un salero, aunque sea de sal rosa del Himalaya y aunque lo que encuentre no sea en realidad mí tiempo.













domingo, 28 de abril de 2019

Otra escena









os comercios que por su singularidad, belleza o antigüedad se hacen merecedores de algún tipo de protección en las ordenaciones urbanísticas, suelen tener vida efímera. Los intereses particulares, unidos a la inoperancia ―genérica o puntual― de las autoridades municipales, suelen imponerse a los intereses públicos. El caso de la vieja taberna con la que da este grupo de jubilados paseantes por los madriles, es un caso de muerte distinta.

El fundador, allá por mediados del siglo XIX, debió de gastar sus buenos cuartos en la decoración cerámica de la taberna. Son azulejerías con grutescos renacentistas unas y con arabescos otras, pero todas de buena factura. Algún paño parece de otra mano, quizás más antiguo, recuperado de dios sabe dónde. Infrecuentes avatares del destino han permitido que la vieja tasca se mantenga intacta a lo largo de tantos años. Con la muerte del último propietario ha estado cerrada durante un tiempo, y al encontrarla abierta y aparentemente intacta, el grupo de viejos acude al reclamo del tiempo pasado. Nada más entrar se dan cuenta de que el escenario se mantiene, sí, pero se representa otra escena. Una musiquilla atronadora rebota en los alicatados y se clava en el cerebro. Por si a los ancianos les quedaba alguna duda del cambio en lo escenificado, una joven, tras el mostrador, los mira con una clara interrogación en los ojos: Y estos… ¿qué coño hacen aquí?

­­­―Ponnos unos chatos, maja.
­―¿Unos qué?
―Chatos, unos chatos…, vasitos…, vasitos de vino…
―¿Rioja o Rivera?
―Valdepeñas, guapa, Valdepeñas.
Deso no hay.

Unas uñas de largo inusitado, decoradas con relieves y colorines, dificultan el trabajo de la muchacha. En los dedos, cabalísticos signos tatuados en cada falange. Por manos y brazos se enredan imágenes que trepan hasta ocultarse en la camiseta, saliendo por el escote y ascendiendo hasta el cuello en una amenaza de ahogo. La mucha piel que la niña deja al aire es una recargada alfombra de amanerados dibujillos en dos o tres colores.

La clientela del local son jovencitos de estudiadas vestimentas, pelos teñidos, aretes perforantes y tatuajes, muchos tatuajes; una inquietante uniformidad. Todos han suspendido sus conversaciones y miran a los viejos como si viesen aparecidos.

―Oye, maja ¿y tapa? ¿no nos pones una tapita?
―Aquí no hay deso; esto es pa jóvenes, pa copas y eso…
―Pues no, eso no queremos. Que nos hemos equivocado, está claro. Pero ya, ya nos marchamos. Mira a ver qué te debemos. Solo te voy a contar una cosa, si me permites: hace medio siglo, ahí, donde tú estás ahora, estaba un tabernero que por entonces tendría tu edad; un tío simpático con una sonrisa para todo el mundo, jóvenes o viejos, que de todo entraba en la taberna. Ah, y te ponía unos chatos de un estupendo Valdepeñas; con un huevo duro y un salero. Sí, con salero.

 Adiós maja, queda con dios.

Y los viejos se van calle abajo, a la búsqueda de un mundo que desaparece.







 


   

jueves, 4 de abril de 2019

El sótano del carbonero











A
quel tizne satinado que tenía en la piel Quintín, el carbonero, se fue extendiendo a cuantos vecinos se refugiaban de los bombardeos en los sótanos de su establecimiento. No era el refugio oficial, pero aquellas bóvedas viejas y profundas daban confianza a los inquilinos de la casa, que allí bajaban, fuese día o noche, tan pronto oían el ulular de las sirenas. Rosendo, el maestro de obras que vivía en el segundo B, decía que la casa se había construido sobre los restos de un antiguo convento, y que esos espacios eran las criptas en que se enterraban los frailes. Cuando las explosiones eran cercanas las bóvedas temblaban como piel de tambor, y las juntas de las dovelas dejaban escapar el polvo de carbón acumulado en sus intersticios, tiznando la piel de los que allí pasaban sus miedos con la dignidad de que eran capaces.

Cuando cayeron las primeras e inesperadas bombas sobre Madrid no hubo sirenas ni avisos, y pillaron a los vecinos de tertulia, frente a la carbonería, mirando curiosos como se recortaban en el cielo las formas geométricas de aquellos aviones aparentemente lentos e inofensivos, portadores del aún desconocido horror que había de hacerse consuetudinario. A las primeras explosiones la gente entró instintivamente en la carbonería y Quintín los condujo al sótano. Aquel primer día una bomba cayó en la inmediata plazuela, y cuando los refugiados se atrevieron a salir llevaban en sus ojos el pavor que les dejó el estruendo del mundo al rasgarse. Ya en la calle fue aquel olor que los acompañaría durante muchos meses; fueron los cristales rotos, el humo, los cierres de las tiendas reventados, las puertas arrancadas, las heridas de la metralla en las fachadas, la sangre de los cadáveres empapando los escombros, el agua fluyendo de las tuberías rotas y llenando los cráteres de las bombas, los chorros de fuego emanados por los conductos rotos del gas… Y el espanto, el espanto en las gentes titubeantes y atónitas que rodeaban el cadáver de una mujer con las faldas levantadas, decapitada por un farol caído, a la vista su intimidad en absurdo escorzo hasta que un anciano, con delicado gesto, se agachó y bajó sus faldas…Y el olor, aquel olor.

Doña Irene, la inquilina del primero B, se quedó viuda a pocos días de empezar la guerra. Don Andrés, su marido, murió en el patio del colegio donde ejercía su oficio de maestro, tiroteado por un “paco” desde un edificio cercano. Irenita, la hija de este matrimonio, cumplió los nueve años pocos días antes del primer bombardeo. Aquel día la niña hacía sus deberes escolares en el mirador de su casa, cercano a la plazuela en que cayó la bomba. Al horrísono crujido siguió algo que ella explicaba como el manotazo de un gigante estrellándola contra la pared que tenía a su espalda y lanzando sobre ella todos los cristales del mirador. Siguió el silencio y un agudo pitido que se hundía en su oído derecho. Un vidrio triangular estaba clavado en su cuaderno, y unas gotas de sangre manchaban su reciente trabajo. Girando los ojos, lo único que se atrevía a mover, veía también cristales hincados en el yeso de la pared, junto a su cabeza. En el antepecho del mirador, incomprensiblemente, un tiesto con un geranio permanecía en su aro, intacto. Cuando fue capaz de moverse, Irenita se acercó al tiesto, lo sacó del soporte y lo abrazó contra su pecho. A partir de aquel día no hubo forma de separar a la niña del geranio. Lo tenía en el regazo mientras leía; lo colocaba en la mesa a su lado mientras trabajaba en los cuadernos, o mientras escogía las lentejas escuchando las instrucciones de la madre: las piedras, Irenita, quita solo las piedras. También llevaba su geranio a las interminables horas en las colas, guardando turno a la espera de algo comestible. Y ya para siempre fue: Irenita, la del geranio.

Don Querubín, el médico, vivía con su familia en el primero A. ―Desengáñese usted, doña Irene, la niña no volverá a oír por este oído, pero hay que tratar de quitarle el pitido. Vaya usted con esta nota a que la vea este colega que le anoto.― A don Querubín le costó sacar a Irenita de la postración en que cayó cuando el hambre hizo soñar a la niña que se comía el geranio, su amado geranio. Fue más o menos por los días en que detuvieron al médico y se pasó una semana en la checa en un sí me fusilan no me fusilan. Ese día, don Querubín, al llegar a casa, se sentó en el umbral del portal para hacer recuento de los beneficios obtenidos en las visitas a sus pacientes: un puñado de garbanzos, dos patatas… y una estampa de Santa Rita que cayó al suelo en el momento en que pasaban dos milicianos. Lo de la estampa pareció a los remigios razón de peso para detener a tan sospechoso individuo, y lo condujeron a la checa de Fomento. El coraje de la mujer de don Querubín y las relaciones del carbonero Quirce con la FAI, sacaron al médico de prisión.

Doña Pura, santanderina ella, era viuda de un sargento de caballería (viuda de todo el escuadrón, decían lenguas afiladas) y regentaba la pensión Sotileza, en el piso tercero. A doña Pura le gustaba presumir de lo que proliferaba su imagen por los museos de la geografía patria; lo que se debía a su oficio de juventud: modelo de artistas; ―¡solo de los mejores!― solía apostillar. Al comenzar la guerra el único huésped que quedó en la pensión fue un griego, el señor Kafkis, domador de fieras en un circo instalado por aquellos días en un solar en la zona de San Francisco, asomándose a Las Vistillas. Sus compañeros salieron de España escopetados, pero el griego se quedó tratando de salvar a sus animales. Les dio de comer mientras pudo, que no fue mucho tiempo; después, algunos fueron sacrificados por los guardias de asalto y otros trasladados al zoo del Retiro. El señor Kafkis negoció un entente de algún tipo con doña Pura, y se quedó en la pensión acompañado por un pequeño mono ―siempre tiritando de frío y abrazado a la barriga del griego― y una enorme serpiente que aterrorizaba al vecindario.

A principios de 1937 doña Pura admitió en la pensión a una familia de refugiados que estaba viviendo en el Metro. Le habían sido recomendados por un sindicalista al que no convenía contrariar. Eran personas muy humildes, en un estado de necesidad extremo. Con la escueta pero generosa solidaridad vecinal y los tratamientos de don Querubín, en unos meses parecían otros.

En el sótano, los vecinos tenían varios platos con lamparillas de algodón y aceite en sustitución de las lámparas de carburo de Quintín, para las que no se encontraba combustible. Habían dispuesto banquetas y sillas a los dos lados de la bóveda. En el centro, sobre unos cajones, las lamparillas y alguna botella de cazalla que aportaba el bueno del carbonero. Más o menos todos tenían sus sitios fijos, aunque la norma general era ponerse lo más lejos posible del griego por el plus de miedo que aportaba la serpiente que colgaba de su cuello. Aunque no era lo peor que colgase de su cuello, lo peor era que apenas comenzaban las explosiones, las ratas, enloquecidas, corrían por todo el recinto, y la serpiente se descolgaba sigilosa de su percha humana para procurarse el sustento que el heleno ya no le aportaba. Y no era la única cacería que allí tenía lugar. Al igual que las ratas, las cucarachas se desquiciaban con los temblores, salían de sus escondrijos e iniciaban unas absurdas carreras en círculos. Ese era el momento esperado por Ramoncín, el niño de los refugiados, un chaval pelopincho que recorría el recinto cogiendo los insectos con habilidad y guardándolos en una caja de zapatos. Nadie quiso saber nunca sobre el fin de aquellos bichos. Y en medio de toda esta actividad, doña Pura, con los ojos en blanco, rezaba la letanía: Regina pacis; y un leve murmullo le contestaba: Ora pro nobis; mientras el mono, aterrorizado, lanzaba su cri-cri de grillo. Entre el eco de las explosiones y los estremecimientos de la bóveda.

El día en que una bomba derruyó la fachada de la casa contigua, los congregados en el sótano dieron por hecho que de allí no salían. Y para terminar de ambientar la escena sucedió que un panderete que cegaba un viejo arcosolio no resistió las torsiones y se derrumbó, cayendo los escombros y las carcomidas tablas de un ataúd sobre las espaldas de algunos de los refugiados. Las temblantes lamparillas iluminaron los restos de un fraile con un rosario entre sus dedos momificados.

Peor defensa que los bombardeos aéreos tenían los de la artillería que machacó Madrid desde la Casa de Campo, pues no había posibilidad de aviso previo. Sin embargo, los madrileños se acostumbraron a vivir con ese continuo riesgo; aprendieron a sortear las zonas más castigadas y a circular solo por las calles desenfiladas. Pero la realidad era que los cañones mataban más gente que los aviones. Uno de estos proyectiles terminó con la vida de don Rosendo, el maestro de obras, en marzo o abril del 37; estaba el hombre trabajando en un desescombro para sacar a la gente aprisionada en un refugio, cuando estalló un obús que había quedado encajado en una reja.

Doña Irene es muy anciana. La viveza de sus ojos anuncia lo despierto de su inteligencia y su memoria. Unas manos activas, deformadas por la artrosis, marcan el ritmo de su discurso. Me habla en su casa, en un pueblecito cercano a Burdeos, rodeada de libros y papeles.

... he dedicado mi vida a la enseñanza… como mi padre… he sido profesora de matemáticas durante medio siglo… desde mi jubilación dedico mi tiempo a disciplinas más humanistas… cosas de la vejez… mi madre pasó dos años en la cárcel… la mujer del maestro… estuve en un internado que he tratado de borrar de la memoria… escapamos a Francia…estudié… me casé… he vivido... España es un país duro con sus hijos… vuelvo a menudo… a todos nos tira el lugar de nacimiento… me descorazona… la desigualdad… la injusticia… me asustan esos muchachos de capucha, mirada torva y perro de esas razas que comen niños… tratan de asustar a la sociedad que no les da nada… y los señoritos… regresan esos señoritos patrioteros y fascistoides… y los insolidarios burgueses catalanes… poco libro y mucho dinero… mala combinación… parece que ya tocan a rebato, a terminar con el recreo tras la muerte del tirano… hay que volver a lo de siempre… es un país duro… España… desesperanzador.

Doña Irene tiene un geranio sobre su mesa de trabajo.