quel tizne satinado que
tenía en la piel Quintín, el carbonero, se fue extendiendo a cuantos vecinos se
refugiaban de los bombardeos en los sótanos de su establecimiento. No era el
refugio oficial, pero aquellas bóvedas viejas y profundas daban confianza a los
inquilinos de la casa, que allí bajaban, fuese día o noche, tan pronto oían el
ulular de las sirenas. Rosendo, el maestro de obras que vivía en el segundo B,
decía que la casa se había construido sobre los restos de un antiguo convento,
y que esos espacios eran las criptas en que se enterraban los frailes. Cuando
las explosiones eran cercanas las bóvedas temblaban como piel de tambor, y las
juntas de las dovelas dejaban escapar el polvo de carbón acumulado en sus
intersticios, tiznando la piel de los que allí pasaban sus miedos con la
dignidad de que eran capaces.
Cuando cayeron las primeras
e inesperadas bombas sobre Madrid no hubo sirenas ni avisos, y pillaron a los
vecinos de tertulia, frente a la carbonería, mirando curiosos como se
recortaban en el cielo las formas geométricas de aquellos aviones aparentemente
lentos e inofensivos, portadores del aún desconocido horror que había de
hacerse consuetudinario. A las primeras explosiones la gente entró
instintivamente en la carbonería y Quintín los condujo al sótano. Aquel primer
día una bomba cayó en la inmediata plazuela, y cuando los refugiados se atrevieron
a salir llevaban en sus ojos el pavor que les dejó el estruendo del mundo al
rasgarse. Ya en la calle fue aquel olor que los acompañaría durante muchos
meses; fueron los cristales rotos, el humo, los cierres de las tiendas
reventados, las puertas arrancadas, las heridas de la metralla en las fachadas,
la sangre de los cadáveres empapando los escombros, el agua fluyendo de las
tuberías rotas y llenando los cráteres de las bombas, los chorros de fuego emanados
por los conductos rotos del gas… Y el espanto, el espanto en las gentes
titubeantes y atónitas que rodeaban el cadáver de una mujer con las faldas
levantadas, decapitada por un farol caído, a la vista su intimidad en absurdo
escorzo hasta que un anciano, con delicado gesto, se agachó y bajó sus faldas…Y
el olor, aquel olor.
Doña Irene, la inquilina del
primero B, se quedó viuda a pocos días de empezar la guerra. Don Andrés, su
marido, murió en el patio del colegio donde ejercía su oficio de maestro,
tiroteado por un “paco” desde un edificio cercano. Irenita, la hija de este
matrimonio, cumplió los nueve años pocos días antes del primer bombardeo. Aquel
día la niña hacía sus deberes escolares en el mirador de su casa, cercano a la
plazuela en que cayó la bomba. Al horrísono crujido siguió algo que ella explicaba
como el manotazo de un gigante estrellándola contra la pared que tenía a su
espalda y lanzando sobre ella todos los cristales del mirador. Siguió el
silencio y un agudo pitido que se hundía en su oído derecho. Un vidrio
triangular estaba clavado en su cuaderno, y unas gotas de sangre manchaban su
reciente trabajo. Girando los ojos, lo único que se atrevía a mover, veía
también cristales hincados en el yeso de la pared, junto a su cabeza. En el
antepecho del mirador, incomprensiblemente, un tiesto con un geranio permanecía
en su aro, intacto. Cuando fue capaz de moverse, Irenita se acercó al tiesto,
lo sacó del soporte y lo abrazó contra su pecho. A partir de aquel día no hubo
forma de separar a la niña del geranio. Lo tenía en el regazo mientras leía; lo
colocaba en la mesa a su lado mientras trabajaba en los cuadernos, o mientras
escogía las lentejas escuchando las instrucciones de la madre: las piedras,
Irenita, quita solo las piedras. También llevaba su geranio a las interminables
horas en las colas, guardando turno a la espera de algo comestible. Y ya para
siempre fue: Irenita, la del geranio.
Don Querubín, el médico,
vivía con su familia en el primero A. ―Desengáñese usted, doña Irene, la niña
no volverá a oír por este oído, pero hay que tratar de quitarle el pitido. Vaya
usted con esta nota a que la vea este colega que le anoto.― A don Querubín le
costó sacar a Irenita de la postración en que cayó cuando el hambre hizo soñar
a la niña que se comía el geranio, su amado geranio. Fue más o menos por los
días en que detuvieron al médico y se pasó una semana en la checa en un sí me
fusilan no me fusilan. Ese día, don Querubín, al llegar a casa, se sentó en el
umbral del portal para hacer recuento de los beneficios obtenidos en las
visitas a sus pacientes: un puñado de garbanzos, dos patatas… y una estampa de
Santa Rita que cayó al suelo en el momento en que pasaban dos milicianos. Lo de
la estampa pareció a los remigios razón de peso para detener a tan sospechoso
individuo, y lo condujeron a la checa de Fomento. El coraje de la mujer de don Querubín
y las relaciones del carbonero Quirce con la FAI, sacaron al médico de prisión.
Doña Pura, santanderina
ella, era viuda de un sargento de caballería (viuda de todo el escuadrón, decían
lenguas afiladas) y regentaba la pensión Sotileza, en el piso tercero. A doña
Pura le gustaba presumir de lo que proliferaba su imagen por los museos de la
geografía patria; lo que se debía a su oficio de juventud: modelo de artistas;
―¡solo de los mejores!― solía apostillar. Al comenzar la guerra el único
huésped que quedó en la pensión fue un griego, el señor Kafkis, domador de
fieras en un circo instalado por aquellos días en un solar en la zona de San
Francisco, asomándose a Las Vistillas. Sus compañeros salieron de España
escopetados, pero el griego se quedó tratando de salvar a sus animales. Les dio
de comer mientras pudo, que no fue mucho tiempo; después, algunos fueron
sacrificados por los guardias de asalto y otros trasladados al zoo del Retiro.
El señor Kafkis negoció un entente de algún tipo con doña Pura, y se quedó en
la pensión acompañado por un pequeño mono ―siempre tiritando de frío y abrazado
a la barriga del griego― y una enorme serpiente que aterrorizaba al vecindario.
A principios de 1937 doña
Pura admitió en la pensión a una familia de refugiados que estaba viviendo en
el Metro. Le habían sido recomendados por un sindicalista al que no convenía
contrariar. Eran personas muy humildes, en un estado de necesidad extremo. Con la
escueta pero generosa solidaridad vecinal y los tratamientos de don Querubín,
en unos meses parecían otros.
En el sótano, los vecinos
tenían varios platos con lamparillas de algodón y aceite en sustitución de las
lámparas de carburo de Quintín, para las que no se encontraba combustible. Habían
dispuesto banquetas y sillas a los dos lados de la bóveda. En el centro, sobre
unos cajones, las lamparillas y alguna botella de cazalla que aportaba el bueno
del carbonero. Más o menos todos tenían sus sitios fijos, aunque la norma
general era ponerse lo más lejos posible del griego por el plus de miedo que
aportaba la serpiente que colgaba de su cuello. Aunque no era lo peor que
colgase de su cuello, lo peor era que apenas comenzaban las explosiones, las
ratas, enloquecidas, corrían por todo el recinto, y la serpiente se descolgaba
sigilosa de su percha humana para procurarse el sustento que el heleno ya no le
aportaba. Y no era la única cacería que allí tenía lugar. Al igual que las
ratas, las cucarachas se desquiciaban con los temblores, salían de sus
escondrijos e iniciaban unas absurdas carreras en círculos. Ese era el momento
esperado por Ramoncín, el niño de los refugiados, un chaval pelopincho que
recorría el recinto cogiendo los insectos con habilidad y guardándolos en una
caja de zapatos. Nadie quiso saber nunca sobre el fin de aquellos bichos. Y en
medio de toda esta actividad, doña Pura, con los ojos en blanco, rezaba la
letanía: Regina pacis; y un leve
murmullo le contestaba: Ora pro nobis; mientras
el mono, aterrorizado, lanzaba su cri-cri de grillo. Entre el eco de las explosiones
y los estremecimientos de la bóveda.
El día en que una bomba
derruyó la fachada de la casa contigua, los congregados en el sótano dieron por
hecho que de allí no salían. Y para terminar de ambientar la escena sucedió que
un panderete que cegaba un viejo arcosolio no resistió las torsiones y se
derrumbó, cayendo los escombros y las carcomidas tablas de un ataúd sobre las
espaldas de algunos de los refugiados. Las temblantes lamparillas iluminaron
los restos de un fraile con un rosario entre sus dedos momificados.
Peor defensa que los
bombardeos aéreos tenían los de la artillería que machacó Madrid desde la Casa
de Campo, pues no había posibilidad de aviso previo. Sin embargo, los
madrileños se acostumbraron a vivir con ese continuo riesgo; aprendieron a
sortear las zonas más castigadas y a circular solo por las calles desenfiladas.
Pero la realidad era que los cañones mataban más gente que los aviones. Uno de
estos proyectiles terminó con la vida de don Rosendo, el maestro de obras, en
marzo o abril del 37; estaba el hombre trabajando en un desescombro para sacar
a la gente aprisionada en un refugio, cuando estalló un obús que había quedado
encajado en una reja.
…
Doña Irene es muy anciana.
La viveza de sus ojos anuncia lo despierto de su inteligencia y su memoria.
Unas manos activas, deformadas por la artrosis, marcan el ritmo de su discurso.
Me habla en su casa, en un pueblecito cercano a Burdeos, rodeada de libros y
papeles.
... he dedicado mi vida a la
enseñanza… como mi padre… he sido profesora de matemáticas durante medio siglo…
desde mi jubilación dedico mi tiempo a disciplinas más humanistas… cosas de la
vejez… mi madre pasó dos años en la cárcel… la mujer del maestro… estuve en un
internado que he tratado de borrar de la memoria… escapamos a Francia…estudié…
me casé… he vivido... España es un país duro con sus hijos… vuelvo a menudo… a
todos nos tira el lugar de nacimiento… me descorazona… la desigualdad… la
injusticia… me asustan esos muchachos de capucha, mirada torva y perro de esas
razas que comen niños… tratan de asustar a la sociedad que no les da nada… y
los señoritos… regresan esos señoritos patrioteros y fascistoides… y los
insolidarios burgueses catalanes… poco libro y mucho dinero… mala combinación… parece
que ya tocan a rebato, a terminar con el recreo tras la muerte del tirano… hay
que volver a lo de siempre… es un país duro… España… desesperanzador.
Doña Irene tiene un geranio
sobre su mesa de trabajo.