os comercios que
por su singularidad, belleza o antigüedad se hacen merecedores de algún tipo de protección en
las ordenaciones urbanísticas, suelen tener vida efímera. Los intereses
particulares, unidos a la inoperancia ―genérica o puntual― de las autoridades
municipales, suelen imponerse a los intereses públicos. El caso de la vieja
taberna con la que da este grupo de jubilados paseantes por los madriles, es un
caso de muerte distinta.
El fundador, allá por
mediados del siglo XIX, debió de gastar sus buenos cuartos en la decoración
cerámica de la taberna. Son azulejerías con grutescos renacentistas unas y con arabescos
otras, pero todas de buena factura. Algún paño parece de otra mano, quizás más
antiguo, recuperado de dios sabe dónde. Infrecuentes avatares del destino han
permitido que la vieja tasca se mantenga intacta a lo largo de tantos años. Con
la muerte del último propietario ha estado cerrada durante un tiempo, y al
encontrarla abierta y aparentemente intacta, el grupo de viejos acude al
reclamo del tiempo pasado. Nada más entrar se dan cuenta de que el escenario se
mantiene, sí, pero se representa otra escena. Una musiquilla atronadora rebota
en los alicatados y se clava en el cerebro. Por si a los ancianos les quedaba
alguna duda del cambio en lo escenificado, una joven, tras el mostrador, los mira
con una clara interrogación en los ojos: Y estos… ¿qué coño hacen aquí?
―Ponnos unos chatos,
maja.
―¿Unos qué?
―Chatos, unos chatos…,
vasitos…, vasitos de vino…
―¿Rioja o Rivera?
―Valdepeñas, guapa, Valdepeñas.
―Deso no hay.
Unas uñas de largo inusitado,
decoradas con relieves y colorines, dificultan el trabajo de la muchacha. En
los dedos, cabalísticos signos tatuados en cada falange. Por manos y brazos se
enredan imágenes que trepan hasta ocultarse en la camiseta, saliendo por el
escote y ascendiendo hasta el cuello en una amenaza de ahogo. La mucha piel que
la niña deja al aire es una recargada alfombra de amanerados dibujillos en dos
o tres colores.
La clientela del local son
jovencitos de estudiadas vestimentas, pelos teñidos, aretes perforantes y
tatuajes, muchos tatuajes; una inquietante uniformidad. Todos han suspendido
sus conversaciones y miran a los viejos como si viesen aparecidos.
―Oye, maja ¿y tapa? ¿no nos
pones una tapita?
―Aquí no hay deso; esto es pa jóvenes, pa copas y
eso…
―Pues no, eso no queremos. Que
nos hemos equivocado, está claro. Pero ya, ya nos marchamos. Mira a ver qué te
debemos. Solo te voy a contar una cosa, si me permites: hace medio siglo, ahí,
donde tú estás ahora, estaba un tabernero que por entonces tendría tu edad; un
tío simpático con una sonrisa para todo el mundo, jóvenes o viejos, que de todo
entraba en la taberna. Ah, y te ponía unos chatos de un estupendo Valdepeñas;
con un huevo duro y un salero. Sí, con salero.
Adiós maja, queda con dios.
Y los viejos se van calle
abajo, a la búsqueda de un mundo que desaparece.
Hermoso. Yo pertenezco a una generación que está entre medias de los jubilados del chato y los modernos tatuados. Hubo un tiempo en que para mi no había libertad más feliz que estar en los bares de copas escuchando música atronadora, hablando a gritos y observando otros cuerpos fieramente hermosos y maqueados para la ocasión. Ahora no puedo dejar de identificarme con los jubilados que se van calle abajo en busca de un tiempo que está dejando de existir. Quizá es demasiado pronto para ello, pero entre el chato con huevo duro y salero y el cubata con tatuaje, me quedo con lo primero, aunque preferiría que pudiera ser chato con tatuaje, huevo duro y salero, incluso si tiene que ser con sal rosa del Himalaya u otro esnobismo que ponga sobre la mesa la nueva generación en la transacción histórica. Mi generación no fue capaz de hacerlo y se dedicó a sustituir las tascas por tabernas irlandesas de pinta y cacahuetes o cuarto de rodaja de chorizo de pamplona sobre pan de molde si llegabas pronto. Cuando tuvo posibles, sustituyó las tabernas irlandesas por bares de gin tonics con carta de ginebras, de tónicas, de los ingredientes de la ensalada que había que meter dentro del gin tonic y tapa de cacahuetes con gominolas de colores. Me pregunto a qué región agrícola de España o del mundo favoreció el — seguramente espectacular—aumento de consumo de cacahuetes de mi generación. Gane quien gane las elecciones, por primera vez mi generación contará con un presidente del gobierno. Creí que cuando eso sucediera la política —y el mundo en general— se me haría más comprensible, más cercana. Pero como con las tascas, temo que gane quien gane las elecciones, en la transacción histórica la política se nos llene de tabernas irlandesas, de bares de gin tonics, de gominolas y de cacahuetes. Por eso no puedo evitar dejarme ir calle abajo con los jubilados en busca de un chato de Valdepeñas, un huevo duro y un salero, aunque sea de sal rosa del Himalaya y aunque lo que encuentre no sea en realidad mi tiempo.
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