sábado, 13 de julio de 2019

Hoy











Hoy,

la ventana del mesón de Rojo ofrece el siempre extraordinario espectáculo de la tormenta veraniega. Ese redoble que termina en desgarro cósmico rejuvenece las arterias del viejo maestro de Valdurceda, que aspira con ansia los olores que preceden al aguacero y que le llevan al lejano mundo de su infancia.

Antes de los primeros truenos, José charlaba con Claudio Rodríguez, tabernario sabio. Hablaban de Sirio, el perro de Vicente Aleixandre, atado por su amo en el jardín con cadena de aire:


No ladraste a los niños ni a los pobres
sino a los malos poetas, cuyo tufo
olías desde lejos, fino rastreador.


Hablaban de lo útil que hubiese sido ese animal, como asesor de nuestros actuales dirigentes, a la hora de nombrar algún cargo para llevar la lengua española por el mundo.

Pero la tormenta parece disiparse, alejarse al menos, y deja al paisaje sin la esperada redención del agua.

Otro día será.









viernes, 5 de julio de 2019

El aprendiz







Terraza de La Incognita en 1940
Fotofrafía de  Tomás  Prast






La fachada a poniente del Palacio de Oriente fue incomprensible blanco de la artillería de los insurgentes durante buena parte de los tres años de lucha armada subsiguientes a la sublevación militar de 1936. Parece un contrasentido que esos artilleros apuntasen sus armas a tan claro símbolo arquitectónico de lo que defendían aquellos que les mandaban. Vayan ustedes a saber por qué recovecos del subconsciente colectivo se enfilaron aquellos cañones. El caso es que los limpios volúmenes clasicistas que la dinastía francesa impuso para el exterior de sus edificios, quedaron seriamente dañados. Las cornisas, frisos y arquitrabes de caliza colmenareña perdieron sus volúmenes y alineaciones; las gráciles volutas de los capiteles eran muñones; las estrías de los enormes fustes tenían interrumpida su abombada verticalidad; los tímpanos y frontones rotos y las guarniciones melladas, enmarcaban huecos con carpinterías reventadas. Los obuses, al estallar y expandir su metralla, habían dibujado absurdas formas florales en los paramentos de piedra berroqueña del Guadarrama, rompiendo esquinas y almohadillados. En los rictus de los mascarones mutilados parecía leerse el asombro ante tan incomprensible destrucción.

Aquel aprendiz llegó a la oficina de arquitectura del palacio a principio de los años sesenta del siglo pasado. Tenía toda la curiosidad de los dieciséis años, una cierta habilidad para el dibujo, y la necesidad de aportar algo a la economía familiar. Ponerse al día en las labores del dibujo y la delineación le fue sencillo, y poco a poco fue aprendiendo a discernir de quién podía aprender.

En la denominada terraza de La Incógnita, al pie de la dañada fachada a poniente, estaba situado el taller de cantería en que se realizaban las labores de restauración. Allí, en su pequeña casamata, estaba Paco el cantero, un hombre de mono y lápiz en la oreja, heredero y trasmisor de los saberes que los hombres han ido desarrollando a través de los tiempos, desde que techaron su primer refugio fuera de la cueva. Un hombre que gobernaba aquel mundillo con fondo sonoro de maza y cincel que fascinó al joven aprendiz. El muchacho veía al maestro cantero trazar en el suelo, con el cordel impregnado en almagra, las monteas de los distintos elementos arquitectónicos. Y veía después a los oficiales labrar sus piezas utilizando los dibujos del maestro como plantilla. Puede ser que en los archivos del palacio quede alguno de los calcos que el aprendiz hizo de las monteas de Paco.

El joven observaba la facilidad con que aquellos hombres manejaban tan enormes pesos, y su seguridad para definir el lugar donde colocar la cuña que abriría el bloque. Le gustaba recorrer con Paco los andamios, mientras este tomaba datos y medidas y decidía qué elementos podían restaurarse y cuáles era necesario sustituir, bebiéndose las explicaciones que el maestro no le escatimaba.

En aquel santuario de la piedra oficiaba también otro personaje: Alonso, “el escultor.” Su labor consistía en realizar apretones con arcilla de los elementos menos geométricos, vaciarlos en yeso, y reproducirlos en piedra sacándolos por puntos. El aprendiz disfrutaba viendo la herramienta de Alonso hendir la piedra como si fuese cera; dejando la huella del útil como testigo de su trabajo.

Fueron pasando los años y el muchacho dejó de serlo, sin perder nunca la condición de aprendiz y el ojo para saber arrimarse a quien podía enseñarle. Hubo otros Pacos y otros Alonsos que le fueron abriendo los ojos a los distintos oficios intervinientes en el quehacer de cuidar los edificios antiguos.

Hoy, el aprendiz lo sigue siendo. Es un viejo que mantiene la curiosidad y sigue disfrutando del buen hacer de los antiguos. Un viejo que guarda cariñoso recuerdo de cuantos le abrieron los ojos a ese buen hacer y a su disfrute.

De muchos de estos oficios no queda ya ni apenas memoria. Hace tiempo que se eliminaron los métodos tradicionales de aprendizaje, y no se han encontrado métodos eficaces para sustituirlos. Estos son tiempos de mucho presupuesto y poca humildad. Malas condiciones para ese quehacer de cuidar los edificios antiguos. Piensa el aprendiz.