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Terraza de La Incognita en 1940
Fotofrafía de Tomás Prast |
La fachada a poniente del Palacio
de Oriente fue incomprensible blanco de la artillería de los insurgentes
durante buena parte de los tres años de lucha armada subsiguientes a la
sublevación militar de 1936. Parece un contrasentido que esos artilleros
apuntasen sus armas a tan claro símbolo arquitectónico de lo que defendían aquellos
que les mandaban. Vayan ustedes a saber por qué recovecos del subconsciente
colectivo se enfilaron aquellos cañones. El caso es que los limpios volúmenes
clasicistas que la dinastía francesa impuso para el exterior de sus edificios,
quedaron seriamente dañados. Las cornisas, frisos y arquitrabes de caliza
colmenareña perdieron sus volúmenes y alineaciones; las gráciles volutas de los
capiteles eran muñones; las estrías de los enormes fustes tenían interrumpida
su abombada verticalidad; los tímpanos y frontones rotos
y las guarniciones melladas, enmarcaban huecos con carpinterías reventadas. Los
obuses, al estallar y expandir su metralla, habían dibujado absurdas formas
florales en los paramentos de piedra berroqueña del Guadarrama, rompiendo
esquinas y almohadillados. En los rictus de los mascarones
mutilados parecía leerse el asombro ante tan incomprensible destrucción.
Aquel aprendiz llegó a la
oficina de arquitectura del palacio a principio de los años sesenta del siglo
pasado. Tenía toda la curiosidad de los dieciséis años, una cierta
habilidad para el dibujo, y la necesidad de aportar algo a la economía
familiar. Ponerse al día en las labores del dibujo y la delineación le fue
sencillo, y poco a poco fue aprendiendo a discernir de quién podía aprender.
En la denominada terraza de
La Incógnita, al pie de la dañada fachada a poniente, estaba situado el taller
de cantería en que se realizaban las labores de restauración. Allí, en su
pequeña casamata, estaba Paco el cantero, un hombre de mono y lápiz en la oreja,
heredero y trasmisor de los saberes que los hombres han ido desarrollando a
través de los tiempos, desde que techaron su primer refugio fuera de la cueva.
Un hombre que gobernaba aquel mundillo con fondo sonoro de maza y cincel que
fascinó al joven aprendiz. El muchacho veía al maestro cantero trazar en el
suelo, con
el cordel impregnado en almagra, las monteas de los distintos elementos
arquitectónicos. Y veía después a los oficiales labrar sus piezas utilizando los
dibujos del maestro como plantilla. Puede ser que en los archivos del palacio
quede alguno de los calcos que el aprendiz hizo de las monteas de Paco.
El joven observaba la facilidad
con que aquellos hombres manejaban tan enormes pesos, y su seguridad para
definir el lugar donde colocar la cuña que abriría el bloque. Le gustaba
recorrer con Paco los andamios, mientras este tomaba datos y medidas y decidía
qué elementos podían restaurarse y cuáles era necesario sustituir, bebiéndose
las explicaciones que el maestro no le escatimaba.
En aquel santuario de la
piedra oficiaba también otro personaje: Alonso, “el escultor.” Su labor
consistía en realizar apretones con arcilla de los elementos menos geométricos,
vaciarlos en yeso, y reproducirlos en piedra sacándolos por puntos. El aprendiz
disfrutaba viendo la herramienta de Alonso hendir la piedra como si fuese cera;
dejando la huella del útil como testigo de su trabajo.
Fueron pasando los años y el
muchacho dejó de serlo, sin perder nunca la condición de aprendiz y el ojo para
saber arrimarse a quien podía enseñarle. Hubo otros Pacos y otros Alonsos que
le fueron abriendo los ojos a los distintos oficios intervinientes en el
quehacer de cuidar los edificios antiguos.
Hoy, el aprendiz lo sigue
siendo. Es un viejo que mantiene la curiosidad y sigue disfrutando del buen
hacer de los antiguos. Un viejo que guarda cariñoso recuerdo de cuantos le abrieron
los ojos a ese buen hacer y a su disfrute.
De muchos de estos oficios
no queda ya ni apenas memoria. Hace tiempo que se eliminaron los métodos
tradicionales de aprendizaje, y no se han encontrado métodos eficaces para
sustituirlos. Estos son tiempos de mucho presupuesto y poca humildad. Malas condiciones
para ese quehacer de cuidar los edificios antiguos. Piensa el aprendiz.