domingo, 29 de septiembre de 2019

En Barajas











E
spero, en la agitación de gentes, sonidos y colores del Barajas de nuestros días, un avión que trae de Bogotá a uno de mis hijos. Observo a las gentes que se mueven hoy por el aeropuerto y comparo con imágenes de ayer que me trae la memoria.

Cuando yo era niño, los madrileños de pocos posibles hacíamos excursiones a Barajas para ver los aviones. Nos asomábamos a los ventanales sobre las pistas en aquel edificio que aún perdura, y que substituyó al primero ―con aspecto de club privado para pudientes― que hizo Luis Gutiérrez Soto. Don Luis lo hacía casi todo en aquel tiempo, antes de la sublevación militar. También observábamos a aquellos seres distintos, de película, aquellos seres que viajaban en avión y circulaban por el aeropuerto seguidos por un mozo que transportaba sus maletas; aquellas maletas adornadas con pegatinas de hoteles que atestiguaban el andar por el mundo.

Hoy, Barajas es algo muy distinto. Veo pasar un multicolor río de rostros andinos o caribeños. Gentes que llegan a España, desde la desquiciada América Latina y su hiriente desigualdad, en busca  de una vida mejor. Poco que ver con las imágenes en blanco y negro de aquellos españoles que marcharon a América durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX, huyendo del hambre y la miseria, en interminables travesías del Atlántico. Poco que ver también con los autobuses cargados de españoles de boina y maleta de madera, saliendo hacia la esperanza europea en los años sesenta del siglo pasado.

Sí, todo es muy distinto; y no está claro que mejor. El desenfrenado tráfico de aviones que hoy quema gasolina sobre nuestras cabezas apenas transporta ya privilegiados que peguen etiquetas de hoteles en sus maletas. Transporta masas de turistas movidos por los reclamos de la industria, gentes a las que suele importar un rábano lo que van a ver, y les basta con alguna autofoto para enseñar a los amigos y testificar su viaje. Y transporta emigrantes hacia la siempre hostil tierra ajena. Es el caos social de nuestro tiempo, la modalidad de turno, pero siempre el eterno caos social inherente a la condición de los hombres.

















sábado, 21 de septiembre de 2019

El canto del barrendero








n este mundo que se nos ha venido encima, una de las cosas que van desapareciendo son las peluquerías de caballeros, esas de toda la vida, aquellas barberías con su chisme giratorio de franjas rojas y azules. Algo creo recordar haber leído sobre el azul de las venas, el rojo de la sangre y la antigua ocupación adicional de los barberos: la de sangradores.

Pues resulta que el otro día acudí al establecimiento que ─en este pueblo en que moro─ más se aproxima a mi vieja idea de lo que es una peluquería para hombres. Es un lugar en el que te admiten aunque no tengas pinta de hipster al que sacarle los cuartos, y en el que no te preguntan si tienes cita previa, tan solo te informan de los clientes que tienes por delante. Ante la demora prevista, que suele ser poca, el cliente puede optar por leerse el periódico, participar en la charla genérica del local, o ir a tomarse un chato en la tasca de enfrente.

Servidor optó por salir a la acera y pegar la hebra con el barrendero municipal, que allí actuaba en ese momento. Es un señor al que saludo habitualmente, pero con el que nunca había charlado; un hombre que debe de estar al final de la cincuentena, delgado, con una amplia boina cuidadosamente colocada. Lo que más llama la atención en él es que acompaña de continuo su trabajo con el canto o recitado de una especie de salmodia repetitiva, en un idioma que no he logrado identificar; si es que se trata de un idioma.

Tras unos previos escarceos verbales, y cuando ya estaba dispuesto a preguntarle sobre su perenne cántico, el señor decidió tomar las riendas de la charla, y aprovechando un comentario mío sobre aquel dibujo de Mingote del barrendero que mira a lo alto esperando la caída de la última hoja que queda en el árbol, me dice:

Buen dibujante, Mingote; se le echa de menos. Hoy tenemos al gran Roto, el Ops de finales del franquismo en aquellas revistas en que empezamos a ver algo de luz… Buen dibujante El Roto, un dibujo eficaz. Yo es que soy licenciado en bellas artes ―¿sabe usted?― y cuando dejo la escoba cojo los pinceles. La cuestión es que yo soy todos mis heterónimos, que son muchos y con personalidades muy distintas, con conceptos de la pintura muy diferentes. Un día soy alguien con una visión del mundo que se expresa en un posimpresionismo, y ese alguien tiene nombre y firma sus obras. Otro día soy un estructuralista que mezcla materiales heterogéneos sobre una superficie, tratando de definir conceptos. Y de eso puedo pasar a la abstracción más inmaterial… Todos mis alter egos están en mí, pero yo no puedo influir en ellos, tienen su vida propia, solo soy su vehículo, un mero espectador de lo que hacen mis manos guiadas por la personalidad de ese momento.

Y ese es el momento en que el barbero se asoma a la puerta y anuncia mi turno. Me despido del barrendero, del señor licenciado, pidiéndole una postergación de la charla para otro día.

Un rato después, en la reunión del aperitivo de los jubilados, me toca una salmodia bien distinta. Hay un personaje que reitera machaconamente mantras como su condición de socialista, sus sapiencias en marketing y algún ing más, sus importantes cargos en distintas empresas, su condición de divorciado arruinado por se ex y un juez, su odio a podemitas y similares, etcétera, etcétera. Pero hoy toca, nada más y nada menos, que una encendida defensa de la pena de muerte.

―Y tú eres socialista…
― Socialdemócrata de toda la vida, y militante.
―Ya…

Y servidor se acuerda de la charla con el barrendero municipal. Hay que recuperarla.



















domingo, 8 de septiembre de 2019

El año de las dos primaveras










onde no hay mañana no tiene sentido la memoria, y en estos días el recordar es cosa de viejos lelos, como yo. Quedamos pocos con recuerdos del mundo anterior. Quedamos pocos con esta absurda manía de recordar.  Ya solo quedo yo de aquel grupo que llegamos juntos a refugiarnos en este rincón, donde quedaba gente y parecía posible la vida o algo parecido a la vida anterior.

Donde no hay esperanza no tiene sentido la ley ni acuerdo ninguno de organización social. Donde no se espera nada, justicia es un concepto vacío.

El año de las dos primaveras fue aquel en que se evidenció el tan anunciado caos. A partir de entonces todo se nos vino encima muy deprisa. Aquel fue un año de récords, de lo que entonces se consideraban récords: el invierno más seco y el verano más caluroso desde que había registros; también se quemaron más bosques que nunca antes y hubo más ciclones y más inundaciones.

Y sí, en realidad ese año hubo dos primaveras. A mediados de agosto las plantas caducifolias habían perdido sus hojas o las tenían ya secas. Finalizando el mes bajaron algo las temperaturas y las yemas del año siguiente comenzaron a abrirse. En septiembre estábamos en plena floración primaveral. Los insectos polinizadores no pudieron adaptarse al cambio, pero algunas plagas de chupadores y de hongos se desarrollaron con desusada violencia.

Fue la primera primavera sin algarabía pajaril.

Y el invierno no llegaba.

Después fue esta nada en espera de la muerte.