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spero, en la agitación de
gentes, sonidos y colores del Barajas de nuestros días, un avión que trae de
Bogotá a uno de mis hijos. Observo a las gentes que se mueven hoy por el
aeropuerto y comparo con imágenes de ayer que me trae la memoria.
Cuando yo era niño, los
madrileños de pocos posibles hacíamos excursiones a Barajas para ver los
aviones. Nos asomábamos a los ventanales sobre las pistas en aquel edificio que
aún perdura, y que substituyó al primero ―con aspecto de club privado para
pudientes― que hizo Luis Gutiérrez Soto. Don Luis lo hacía casi todo en aquel
tiempo, antes de la sublevación militar. También observábamos a aquellos seres
distintos, de película, aquellos seres que viajaban en avión y circulaban por
el aeropuerto seguidos por un mozo que transportaba sus maletas; aquellas maletas
adornadas con pegatinas de hoteles que atestiguaban el andar por el mundo.
Hoy, Barajas es algo muy
distinto. Veo pasar un multicolor río de rostros andinos o caribeños. Gentes que
llegan a España, desde la desquiciada América Latina y su hiriente desigualdad,
en busca de una vida mejor. Poco que ver con las imágenes en
blanco y negro de aquellos españoles que marcharon a América durante la segunda
mitad del siglo XIX y la primera del XX, huyendo del hambre y la miseria, en
interminables travesías del Atlántico. Poco que ver también con los autobuses
cargados de españoles de boina y maleta de madera, saliendo hacia la esperanza
europea en los años sesenta del siglo pasado.
Sí, todo es muy distinto; y no
está claro que mejor. El desenfrenado tráfico de aviones que hoy quema gasolina
sobre nuestras cabezas apenas transporta ya privilegiados que peguen etiquetas de
hoteles en sus maletas. Transporta masas de turistas movidos por los reclamos
de la industria, gentes a las que suele importar un rábano lo que van a ver, y
les basta con alguna autofoto para enseñar a los amigos y testificar su viaje. Y
transporta emigrantes hacia la siempre hostil tierra ajena. Es el caos social
de nuestro tiempo, la modalidad de turno, pero siempre el eterno caos social
inherente a la condición de los hombres.