l taller estaba en un suburbio
madrileño, un barrio de menestrales, en una de esas vivaces callejuelas que se
dejan caer hacia las rondas. El niño pegaba la nariz al cristal y contemplaba
con arrobo el trabajo de aquellos hombres. Sobre la losa de mármol, ligeramente
inclinada, extendían una pasta roja a la que se adaptaba la lámina de metal en la
que iban apareciendo líneas y volúmenes con la acción del útil golpeado por el
pequeño martillo; útil adecuado a cada función y elegido entre la ordenada
diversidad que llenaba las mesas de los artesanos.
Por aquel tiempo el niño
estaba entre los diez y los once años, y trabajaba de recadero en la tienda de
ultramarinos de un conocido de su padre. Su día era arrastrar por calles,
patios de vecindad y escaleras, una cesta con la que apenas podía, repartiendo la
escasez de los años cincuenta del siglo pasado a cambio de los céntimos que
venían a caer en su manita y que, cuidadosamente guardados en el hatillo del
pañuelo, a diario llevaba a su madre. Siempre que encontraba un rato se
acercaba a poner la nariz en la cristalera del orfebre, embelesado con las
maravillas que veía salir de las manos de los oficiales. Aquellas fulgurantes obras
eran el contrapunto que el niño encontraba a la sordidez del entorno.
―Chaval, parece que te gusta
esto. Mejor estarías aquí que arrastrando esa cesta. Dile a tu padre que venga
a hablar conmigo. Podrías aprender el oficio…
Aquellas palabras cambiaron
su vida. En unos días estaba en el taller, todo ojos y oídos a los encargos del
maestro. Enseguida aprendió a realizar las mezclas de pez rubia y almagra para
las camas del cincelado y el repujado, dándoles la consistencia que cada tipo
de trabajo requería. Limpiaba los útiles de los oficiales sin esperar a que se
lo pidiesen. Manejaba las laminadoras. Barría y ordenaba. Pronto comenzó a
calcar los dibujos y a pasarlos a las láminas metálicas, y en unos meses ya
estaba golpeando los cinceles sobre las planchas de plata, bruñendo con las
ágatas y ensayando con los buriles la imposible facilidad de las curvas que hendía
el maestro.
Senén de Gaspar aprendió el
oficio de su padre, trabajando desde niño en el taller de platería que su
abuelo había fundado en una placeta del Albaicín granadino, allá por 1875. La
memoria del artesano no dejó nunca de recorrer los tiznados recovecos de aquel
taller, un mundo de hornos, crisoles, dibujos, plantillas, herramientas y
maderas pulidas por los años, donde pasó la infancia y la juventud aprendiendo
el oficio al que dedicó su vida. Senén llegó a Madrid en 1929, con su mujer
Ascensión y su hija Teresita, de trece años. Unos contratos para la
restauración de piezas de la Real Casa y Patrimonio le animaron a montar el
taller madrileño, que siempre consideró provisional, pensando en el regreso a
su por entonces decaída tierra natal. En Madrid le pilló la sublevación militar
de 1936, y allí perdió a su mujer y a su hija, destrozadas por un obús mientras
trataban de buscar algo comestible en las colas del estraperlo. Finalizada la
guerra regresó a Granada, donde solo encontró el montón de escombros que había
sido el taller familiar.
Senén supo ver que, en
Toñín, el niño de la nariz en el cristal al que contrató como aprendiz, no
había solo disposición e interés, había talento, esa escasa gracia que algunos
poseen para superar la obra meramente artesanal y hacer algo nuevo y distinto. De
forma más o menos consciente fue volcando en el niño las esperanzas que en él había
frustrado la muerte de la hija.
―Toñín, voy a subirte el
jornal, pero te propongo un trato: te lo pago en clases de dibujo en la Escuela
de Artes y Oficios y otras clases con Don Fidel, el profesor que vive en el
piso de arriba. ¿Qué te parece?
El muchacho tenía habilidades
más que suficientes para ser un buen artesano, pero el viejo maestro supo ver algo
más en él. Las manoseadas trazas renacentistas y barrocas que servían de base
para la producción del taller iban poco a poco cambiando al pasar por las manos
de Toñín. El niño, sin formación aún para interpretar esos dibujos, iba
instintivamente adaptándolos a un lenguaje distinto. Y el maestro observaba
aquello con asombro, quizás con algo de regocijante satisfacción personal.
Con el paso de los años Toñín
se fue haciendo un muchacho culto, con una buena formación artística. Bajo su
influencia el taller dejó de ser un mero reproductor de modelos tradicionales,
creando nuevas formas que encontraron mercado y abrieron nuevos caminos que
siguieron los demás talleres del ramo. Pero poco a poco se fue inclinando hacia
la pintura, y con el tiempo terminó haciéndola su oficio.
―Mira, Toñín, toda esta
parte del taller ya no la necesitamos; lo que aquí hacíamos ahora lo compramos
hecho. Se puede ampliar esta ventana, que da al sur, y tienes un buen taller para
pintar, con buena luz…
Y el maestro Senén fue
envejeciendo en paz, viendo pintar al que fue su discípulo, disfrutando de las
tertulias de artistas e intelectuales amigos del cada día más afianzado pintor
Don Antonio Mahide.