sábado, 15 de agosto de 2020

Ahora los llaman residencias









─Y yo, ¿por qué no me muero?

El viejo se repite una y otra vez la pregunta que lleva haciéndose meses.

─Sí que es caprichoso el jodío virus este, sí, teniéndome tan a huevo. Creo que es la primera vez que se rifa una torta y no me toca… El premio, ahora, era que me tocase, seguro, y por eso no me toca.

Después de mucho tiempo han sacado a los internos sobrevivientes a la sala de la televisión. Los conscientes miran a su alrededor con ojos desorbitados, girando tan solo la vista en un intento de saber los que faltan. Siguen siendo mayoría los inconscientes, las caras de interrogación y pasmo, los ojos perdidos, las bocas abiertas, la baba escurriendo desde el labio, las almas atrancadas en quien sabe qué recovecos de sus vidas.

─No es justo hacernos pasar por tanta muerte ajena para llegar a la propia.

 Fueron tres días de agonía de su compañero de habitación, y él en la cama adjunta, sin poder moverse por la lumbalgia o lo que fuese aquello que le inmovilizaba, sin ser capaz de atender los últimos ruegos del moribundo. Después fueron horas junto al cadáver, con la sola visita de la monja gorda que al menos tapó con la sábana los ojos de espanto, y que dejó en la mesilla la virgen de plástico fosforescente que llenaba la oscuridad de una heladora luz verde. Después fue la náusea, durante días. Ahora es la desesperanza absoluta, y la tristeza que ahoga sin llegar a matar.

─Nada me ha sido fácil. Siempre he oído a los hombres recordar su infancia con alegría, como quien acude a refugio seguro. Yo he tenido mi infancia como medida de lo no deseable, como el modelo del que huir para lograr algo de felicidad. Nada ha sido fácil. Yo tampoco he dado más de mí. No me atrevo a decir que hice cuanto pude. Qué sé yo. Mucho daño al prójimo no creo haber hecho.

El viejo se acerca a una ventana. La residencia, como ahora llaman a los asilos, está entre los repetitivos bloques de viviendas que suben y bajan los cerros hasta el horizonte, en el paisaje que se creó en los años sesenta del siglo pasado. La pandemia tiene las calles vacías. Entre el enjambre de ventanitas hay una de la que cuelga una bandera nacional descolorida por el tiempo; raro guiño en este escenario piensa el viejo.

─Supongo que a mis hijos la vida les ha sido algo más fácil que a mí. Lo he intentado. Me hubiese gustado hacer de abuelo. Me hubiese gustado…  









  



domingo, 2 de agosto de 2020

Nuestras cosas













a memoria se une a las cosas, a esos objetos que se nos han ido haciendo símbolos de un tiempo pasado, de una gente que fue. Nuestras cosas. Unos somos más aficionados que otros a guardar trastos viejos, pero todos, en mayor o menor medida, vivimos rodeados de esos símbolos que nos unen al pasado y nos proyectan al futuro. En unos casos, pocos, esa memoria se materializa en retratos de antepasados, grandes muebles, casas, títulos y grandezas; pero para el común de los mortales serán unas fotos sepias, el pañuelo bordado por aquella abuela, la agenda con anotaciones del bisabuelo, las cartas de los padres, los versos cursis de aquella lejana tía que guardaba flores secas entre las páginas de los libros, las hueveras de loza en que la abuela mengana servía los huevos pasados por agua, los libros subrayados por el abuelo zutano, las estampitas de, el reloj de, las medallas de… Algunas de esas cosas las tenemos a la vista, en paredes o vitrinas, otras duermen el tiempo en el fondo de los cajones y aparecen de tarde en tarde, buscadas o por casualidad, para movernos el alma.

Guerras, incendios, robos, migraciones y demás avatares fuerzan a los hombres a una continua renovación de esa necesaria simbología, muchas veces reducida a un mínimo bagaje de memoria material con que prolongarse en los hijos. Pero hay un fenómeno en nuestro tiempo que me produce especial desazón: la ocupación de viviendas habitadas aprovechando la ausencia de sus moradores por vacaciones, un viaje o cualquier otra razón. No me refiero a ocupaciones de edificios abandonados, hablo de la irrupción violenta en la vivienda de unas personas, profanando su intimidad, destruyendo su mundo, su historia, sus símbolos.

Es el robo absoluto.

Como suele ocurrir, parece que el asunto está bastante profesionalizado. Cuervos engordados en la miseria del prójimo ocupan estas viviendas, poniéndolas luego, por unas perras, en el mercado de la necesidad.

El fenómeno ocupa (doy por hecho que el fenómeno okupa es otra cosa) tiene muchas facetas, pero esta de que hablo es bastante identificable, distinguible, distinta. La ciudadanía no puede entender el anquilosamiento de los jueces en estos casos. Es mucho dolor. Es incomprensible que no se actúe con inmediatez en estas ocupaciones.

 Y en tantas otras cosas. Me dirá alguno.