egunda primavera en este
tiempo pandémico. Observo la tenacidad biológica en los negrillos: ya han
tenido su humilde floración, esparcen los leves frutos y comienzan a desplegar
las hojas, indiferentes a su propia peste que no los dejará llegar a viejos. El
furibundo amarillo del jazmín de invierno resalta sobre el blanco de los
durillos, sobre las lilas que se aprestan a esparcir su aroma, sobre el azul de
los lirios, sobre los rutilantes verdes nuevos. Llegó a su fin el esplendor de
los ciruelos, que ya forman sus frutos. Todo el jardín se esfuerza en superar
la destrucción de Filomena, la enorme nevada de enero que desgajó las ramas de
los piñoneros aplastando todo en su caída. Este año falta el color de los
geranios. No resistieron los fríos. Habrá que incorporar alguno cuando el
tiempo se asiente, si se asienta.
No es mal momento este para
sobrellevar el encierro. Hay donde mirar la continuidad del mundo, procurando
apartar vista y oídos de noticieros empeñados en demostrarnos la evidente
estupidez de nuestros gobernantes. Salvo sea lo salvable. La humanidad está en
manos de la industria farmacéutica. Malas manos. Entre esos dedos se quedan los
muchos dineros y las muchas esperanzas que todos hemos puesto en la investigación científica.
Ya oigo al tontaina de turno hablarme de la legitimidad de las patentes, ya.
También me habla de las muchas veces que he contado este rollo primaveral. Y
sí, es verdad, en algo tienen que tener razón los tontainas.
Siento un apego campesino
por la tierra, soy consciente. También lo han sentido las cuatro generaciones
que me separan de la reja del arado. Sí, ya hace cuatro generaciones que mis
ancestros optaron por el libro frente al albur del campo. Todas han sentido ese
apego. Al menos lo ha sentido alguno de los componentes de estas cuatro
generaciones.
Continuaré, mientras pueda,
observando el espectacular estallido de las yemas primaverales. Aquí, en el
refugio de mi retiro. Importante privilegio, qué duda cabe.