El pasado martes bajé a
Madrid ─cosa inhabitual en este tiempo
pandémico─ desde el pueblo serrano donde moro. Anduve brujuleando por
Chamberí, barrio en el que uno nació, a la busca de los reyes para los nietos. El
barrio parece desperezarse, tímido, del letargo de la infección, pero el miedo
y el recelo impiden el pleno renacer de su característica vitalidad. La gente,
o parte de la gente, mantiene mascarilla y distancia. Los jóvenes menos.
Hay heridas.
El Hospitalillo de los
Anises está cerrado con burdas y amenazantes cadenas en las rejas. Los azules y rojos de su reciente restauración se ajan, la madera carcomida asoma de nuevo. Ignoro
la razón de este cierre. Puede que haya novedades en el viejo litigio sobre la
propiedad. Puede que una resolución judicial vuelva a asombrarnos, como de un tiempo a esta parte suelen hacerlo las resoluciones judiciales. Puede.
Cuando niño, las oscuras
puertas del Botón de Oro, en la calle Juan de Austria, me parecían las bocas de
entrada a un mundo de rutilantes maravillas encerradas en decorados,
multicolores cajones que apenas se entreveían en la penumbra de una atmósfera
de misterio. Siempre me atrajo esa singular tienda. En ella me veo, de la mano
de mi abuela, observando el entorno con religiosa unción durante la humilde
compra, en susurros, de unos botones. Hoy es cierre metálico, abandono,
suciedad, y cartel de se vende. En nuestros días el misterio suele terminar en
un cartel de se vende.
La plaza de Olavide sigue
viva, más o menos. Eso sí, tartamudeante por las obras, una más de esas obras
que tanto parecen gustar al alcalde mínimo. Y no me refiero a sus dimensiones
físicas.
Sigo viendo heridas.
Pero lo he pasado bien en el
paseo, en el recuerdo sin melancolía, tan solo con una leve tristeza ante lo
que desaparece. Y, además, he encontrado lo que buscaba, en ese
afán de los viejos de dar a los nietos lo que no pudimos tener de niños. Quien
sabe si es buen afán.
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