domingo, 24 de septiembre de 2023

La moza del cántaro sobre la cabeza

 

 

 

 


 










Los que tenemos ya alguna edad hemos vivido la España en blanco y negro con fondo musical de quinteroleónyquiroga, el cuchillito de luna lunera emanando de la telefunken comprada a plazos o colándose por la ventana del patio vecinal. Antes de las apreturas matinales en la alienación del metro madrileño había sido la casa del pueblo sin retrete y sin grifos. Aún no era el tiempo de “meter el agua”. El agua. El agua de la negra hondura del pozo. El agua traída de la fuente por las mujeres ─siempre el trabajo de las mujeres─ en el cántaro del equilibrio sobre la cabeza y en los apoyados en las caderas. El agua fresca del eco del barro. Fue aquel inmenso trasvase humano del mundo rural, de las culturas rurales, a la agria desculturización de los suburbios urbanos; en la construcción de los cuales tantos se hicieron ricos.   

Pues habiendo vivido ese mundo y los varios que después vinieron, ahora nos despertamos atónitos en otro, nos despertamos por los golpes en la puerta con que anuncia su llegada la Inteligencia Artificial. Creo, o quiero ingenuamente creer, que el calificativo no termina de cuadrar con el sustantivo. Nos despertamos en un mundo atemorizado por el más que posible uso torticero de tan poderosa herramienta por el lado oscuro; sin que, por el momento, sepamos defendernos. Ya tenemos noticias al respecto. Asusta imaginar posibles usos de la IA.

Habiendo caminado por mundos tan diferentes, tan cambiantes, se podría suponer, en mis coetáneos, una alta capacidad para asimilar cambios sociales. Sin embargo tengo que reconocer mi doloroso asombro ante el rapidísimo proceso de trasformación de una amplia zona  del viejo Madrid, mi querido viejo Madrid, en un decorado para turistas, uno más en la España turisteada. Esas masas de visitantes que llenan las calles arrastrando sus maletas no necesitan del comercio tradicional que da o daba servicio a los ciudadanos. Los turistas quieren la tienda del absurdo souvenir o los sitios donde comerse esas tremendas cosas que les dan por paella. El comercio tradicional y el especializado desaparecen. Sus habitantes, los que quedan, irán también desapareciendo. Las administraciones municipal y autonómica no parecen interesadas en tratar de controlar o encauzar este proceso. El viejo Madrid, parte de mi querido viejo Madrid, será un sitio para no ir. La vieja ciudad simpática y vitalista, acogedora de todos, será un decorado más para esas gentes que viajan obedientes a su agencia y a lo que leen en sus absurdas guías redactadas por el lado oscuro. Gastando, eso sí, ingentes cantidades de gasolina en sus traslados aéreos, terminando de matar a este mundo agonizante, según nos dicen los que de eso saben.

En fin, quedemos los viejos al socaire de lo que fue, en la fuente donde la moza se coloca el rodete sobre el pelo atirantado hacia el moño, y alza el cántaro mientras contesta al mozo lenguaraz que la requiebra. O quedemos junto a la ventana del patio por la que entra la copla de los amores de metáfora rancia. Quede para los que vienen la solución de lo que no sabemos si tiene solución.

 


jueves, 7 de septiembre de 2023

Hay que asirse a algo

 







     Tras los chaparrones veraniegos el mundo siempre tuvo aspecto y olor de nuevo, de recién lavado. Aún respiro, huelo y oigo la torrentera que se hacía la calle en las tormentas de finales de agosto en el pueblo de los ancestros y las querencias, en los lejanos veranos de la infancia. Aún me llega aquella nitidez del aire, aquel olor a tierra mojada, ese olor anunciante que es metáfora precisa y sugerente; ese olor del que los científicos nos han dado tan variopintas explicaciones.

      Vivimos tiempos de desmesuras meteorológicas. Se nos ha quedado corto hasta el idioma, y los técnicos nos van aportando vocablos con que denominar a lo que se nos cae encima. Después de un verano desmesurado, en el que se han batido todos los registros históricos de temperatura, llega esta DANA, dama bravía más o menos dañina según zonas. En la que vivo solo ha sido algo más que una tradicional tormenta veraniega, sin grandes daños.

     Es un disfrute ver responder a la naturaleza con esta agua tras las solaneras pasadas. Plantas abatidas, con las hojas lacias, secas, o ya sin ellas, se han erguido, han levantado sus ramas y estirado sus hojas en un reverdecer casi primaveral. Arbustos que daba por muertos apuntan motas verdes anunciadoras de vida. Alguna vara de malva, que parecía haber llegado al final de su floración, ha rebrotado un giro verde en su cima, anunciando más libaciones al brillo azul acero de la abeja carpintera. Ya oigo su zumbar expectante, entreteniéndose con lo poco que deja en los geranios la mariposa africana.

     Uno ya está demasiado viejo para sentir plenamente, como en la infancia y la juventud, la sensación de mundo nuevo tras la lluvia. Los años observando la condición humana no hacen optimista a nadie. Hay que asirse a algo para seguir viviendo, y este reverdecer no es mal asidero, de momento. Ahí fuera siguen, como siempre, los poseedores de las verdades absolutas, dispuestos a machacar la vida de los incrédulos humanos de a pie que se mantienen al margen de signos, banderas y nacionalismos. Ahí fuera siguen, como siempre, los negadores de la evidencia en nombre de la ideología.

     Hay que asirse a algo para seguir viviendo. A veces solo sirve el cobijo en los mundos paralelos que algunos humanos han tenido la delicadeza y la capacidad de crear en sus libros, dibujar en sus papeles, colorear en sus lienzos.

      Hay que asirse a algo.

      Seguiré, esperanzado, en la ventana que se asoma al verde.