Los que tenemos ya alguna
edad hemos vivido la España en blanco y negro con fondo musical de quinteroleónyquiroga,
el cuchillito de luna lunera emanando de la telefunken comprada a plazos o colándose
por la ventana del patio vecinal. Antes de las apreturas matinales en la
alienación del metro madrileño había sido la casa del pueblo sin retrete y sin
grifos. Aún no era el tiempo de “meter el agua”. El agua. El agua de la negra
hondura del pozo. El agua traída de la fuente por las mujeres ─siempre el
trabajo de las mujeres─ en el cántaro del equilibrio sobre la cabeza y en los
apoyados en las caderas. El agua fresca del eco del barro. Fue aquel inmenso
trasvase humano del mundo rural, de las culturas rurales, a la agria
desculturización de los suburbios urbanos; en la construcción de los cuales
tantos se hicieron ricos.
Pues habiendo vivido ese
mundo y los varios que después vinieron, ahora nos despertamos atónitos en
otro, nos despertamos por los golpes en la puerta con que anuncia su llegada la
Inteligencia Artificial. Creo, o quiero ingenuamente creer, que el calificativo
no termina de cuadrar con el sustantivo. Nos despertamos en un mundo
atemorizado por el más que posible uso torticero de tan poderosa herramienta
por el lado oscuro; sin que, por el momento, sepamos defendernos. Ya tenemos
noticias al respecto. Asusta imaginar posibles usos de la IA.
Habiendo caminado por
mundos tan diferentes, tan cambiantes, se podría suponer, en mis coetáneos, una
alta capacidad para asimilar cambios sociales. Sin embargo tengo que reconocer
mi doloroso asombro ante el rapidísimo proceso de trasformación de una amplia
zona del viejo Madrid, mi querido viejo
Madrid, en un decorado para turistas, uno más en la España turisteada. Esas
masas de visitantes que llenan las calles arrastrando sus maletas no necesitan
del comercio tradicional que da o daba servicio a los ciudadanos. Los turistas
quieren la tienda del absurdo souvenir
o los sitios donde comerse esas tremendas cosas que les dan por paella. El
comercio tradicional y el especializado desaparecen. Sus habitantes, los que
quedan, irán también desapareciendo. Las administraciones municipal y
autonómica no parecen interesadas en tratar de controlar o encauzar este
proceso. El viejo Madrid, parte de mi querido viejo Madrid, será un sitio para
no ir. La vieja ciudad simpática y vitalista, acogedora de todos, será un
decorado más para esas gentes que viajan obedientes a su agencia y a lo que
leen en sus absurdas guías redactadas por el lado oscuro. Gastando, eso sí,
ingentes cantidades de gasolina en sus traslados aéreos, terminando de matar a
este mundo agonizante, según nos dicen los que de eso saben.
En fin, quedemos los
viejos al socaire de lo que fue, en la fuente donde la moza se coloca el rodete
sobre el pelo atirantado hacia el moño, y alza el cántaro mientras contesta al
mozo lenguaraz que la requiebra. O quedemos junto a la ventana del patio por la
que entra la copla de los amores de metáfora rancia. Quede para los que vienen
la solución de lo que no sabemos si tiene solución.