viernes, 20 de septiembre de 2024

Aquellos veranos de la infancia

 












  

Aquellos veranos de la infancia en la casa de los ancestros

Evocaciones sin orden desde la vejez

 

 

     En el tren, hacia el pueblo, de la cesta de mimbre regentada por la abuela emanan tortillas, filetes empanados, frutas, dulces y bebidas.

     La estación, en la paramera entre el valle del Órbigo y el valle de Santa María, donde está el pueblo, recibimientos y saludos, trajín de baúles y maletas que hay que subir al carro.

     La vía se pierde en interminable recta hacia el noroeste, adentrándose en el Páramo leonés. A él se dirige, entre resoplidos, la negra locomotora de bielas rojas.





     La casa está fresca, se han enjalbegado las paredes y tratado los suelos de tierra, recortando en el zócalo el ocre rojizo con el blanco de la cal.

     Hay agua en los cántaros, vides cortadas junto al hogar, camas hechas, todo está dispuesto.

     Primera salida a la libertad de la huerta.

    Cobijo en la gruta de sombra, bajo los espinosos cascabelillos que comienzan a madurar a mediados de agosto para festín de la pajaril algarabía. En la boca el sabor agresivo del tallo de hinojo, que nunca se termina de saber si gusta o no gusta.

     Colorista y vocinglero revoloteo de los jilgueros, los colorines de vuelo sincopado, entre los cardos de penachos malvas.

     El reclamo de la cucullada de erecta cresta en los matorrales de los ribazos.

     Salidas a nidos con los chavales del pueblo, de los que siempre se aprende algo, como robar las manzanas ácidas de la huerta de Quico, o la cruel recogida de pajarillos en carnuchas para dárselos a los gatos.

   Brillo metálico de la abeja carpintera, en el baño de polen que le brinda la malva de espléndidos rojos o el azul de los racimos de la glicina.

     Y en la noche, el silbido sugerente y misterioso de la lechuza que anida en los huecos del alar en la casa del tío Nicolás, mientras los murciélagos inscriben su círculo en la cuadratura del patio, mientras el abuelo hace su ronda cerrando puertas con las enormes llaves.




     Espectáculo de vida en las charcas del agostado Reguero, en el camino de San Adrián: ranas, renacuajos, carpas y el sinfín de larvas e insectos nadadores o patinadores.

     El sabor del agua del cántaro de Jamuz. El olor que escapa de las brasas de vides, en el hogar bajo, sobre la piedra que fue rueda de molino, bajo las trébedes donde hierve lenta la comida en los barros de Pereruela. Sentados en el escaño, en el enorme y duro escaño de la cocina, donde se hace la vida.

     Aroma fresco que asciende de los suelos de tierra de la casa, regados antes de barrer.

     Perucos del peral de la huerta, junto a la fachada trasera de la casa.

   La busca de melucas para el anzuelo en la tierra húmeda. Arañas de larguísimas patas, acechantes en los rincones de la casa.

     Y las moscas, siempre las moscas, una continua lucha con las moscas: oscuridad, cortinas de palitos engarzados y el flit que se expande mediante el émbolo con el depósito delante.

     Aroma nocturno del jazmín que tapiza la pared de la cuadra, entrando por las ventanas protegidas con las mosquiteras que hace Jesús, el vecino carpintero.

     Jesús, en su minúsculo y sugerente taller atestado de maderas y serrín, pasando el listón por la máquina que amenaza sus dedos. Jesús, en su casa vecina a la nuestra, tras la huerta, tras los cascabelillos, trabajando su cuidado bacillar.



     Y las eras. Las enormes carretas de parvas, únicos refugios de sombra. Los trillos tirados por las lentas vacas que rumian, por los machos, por los caballos a los que no te dejan correr, por los burros de los más humildes. Mujeres tapadas, tan solo los ojos al aire. Cualquier brisa es aprovechada para aventar. Después fueron las aventadoras manuales de Ajuria, de enormes manubrios, en las que más tarde se instalaron motores. Y un año fue la primera trilladora, un enorme trasto de madera, también de Ajuria, de Vitoria, que costó sacar tras la campaña, sus ruedas de hierro se habían hundido en la tierra, donde la fuerza de las lentas vacas fue mas eficaz que los tractores.

     La visita a la bodega siempre tiene especial interés. Hay que adentrarse en la oscuridad de la cueva interminable, apenas rota por la llama del candil, tropezando con las telarañas hasta llegar a la enorme cuba. Una pluma de gallina tapona la perforación por la que mana el chorro de espumoso vino, llenando el recipiente dispuesto. Al rato de estar dentro ya se aprecia la tenue claridad que penetra desde los altos ventanos, distinguiéndose formas como la enorme viga de la prensa del lagar, el tornillo de madera y el contrapeso que la flexión de la viga levanta, prensando las uvas ya pisadas.

   Y las norias. La parsimonia de los borricos, cegados para evitar el mareo, girando en el círculo sin hierba ni fin en torno al pozo. Los cangilones vertiendo el agua, el labriego distribuyéndola, abriendo y cerrando surcos con la pala de largo mango. Después fue el ruido de los motores Piva los que llenaron el campo, substituyendo el ancestral gemido del roce metálico de las norias.

   La tía Cecilia pintando en el campo, su destreza extendiendo el color con la espátula, logrando calidades y trasparencias para representar las tierras rojas, las tapias rojas, los blancos de cal teñidos por el rojo de la tierra, los amarillos de agosto, los verdes potentes de las vegas, los reflejos de todo ese mundo en las aguas del Órbigo. Y sus dibujos, sus dibujos de trazos limpios y precisos.

    El abuelo en la huerta, sentado en el sillón de mimbre o en una de las sillas de listones que hizo Jesús y alguien pintó de verde, leyendo el periódico atrasado que le mandan por correo. El abuelo, con su sahariana veraniega y su cachaba apoyada en la pierna.

     Paco Leirado sestea en el patio, en la puerta de la tía Cuca, que saca brillo a algún chisme.

    Alejandra, la segunda mujer del bisabuelo Nicolás, apareciendo al atardecer, misteriosa, por la puerta de la cocina que comunica con su casa. Ha encerrado ya sus gallinas en la cuadra.

    Los abuelos regresando de la misa dominical. La abuela con un saludo y unas palabras para todo el mundo. El abuelo, con sus prisas, tirándole de la mano —vamos, Matilde—. La abuela defendiéndose con un —Pepe, por Dios—.

    Visitas a Adelina, prima del abuelo, en su casa junto a la iglesia.

    Reuniones de las tardes en la huerta. La tía Cuca, Pepe, el hijo de Adelina, con la ramita de ailanto golpeándose la pierna, Adela, su mujer, y los vecinos y conocidos que responden a las protocolarias visitas de la abuela.




     Sopas de ajo del abuelo, en el puchero de Jamuz y con cuchara de palo.

     Olor de la naftalina del arca.

    Compras en la panadería de Vara, en la carnicería de la Cubera, en la droguería de Ángel Castellanos —Ángel el Fino—, en la tienda de todo de Paco Quintana, en la lechería de Horacio en el camino de la estación.

     Excursiones a La Bañeza y comidas en Casa Boño, en la calle de la Verdura, donde tuvo su colegio Servando, el hermano del bisabuelo Nicolás.

     Salidas a Benavente en los días de feria, con la plaza del Grano repleta de ganado.




     Escapadas al río los días en que las mujeres cargan en el burro la ropa que lavan de rodillas sobre sus tablas, en la orilla, junto a la barca que cruza hacia Fresno, ropa que luego extienden sobre las matas ribereñas para que la blanquee el sol.

     Las llamadas de teléfono a través de Marcelina, la telefonista.

     Risas de las mozas en la fuente, donde llenan los cántaros que trasportan sobre la cabeza y las caderas.

     Cuadernos y planas de vacaciones.

     Siestas obligatorias.




     Y en la huerta, las uvas de finales de agosto en las parras junto a la vecina casa de Leoncio; los intrincados bosquetes de ailantos, barnices del Japón decíamos; restos de vides y frutales de lo que fue la huerta cuando los bisabuelos; saltamontes marrones del secarral de arriba, a los que hay que coger con habilidad y dos dedos, el pulgar y el índice, inmovilizando sus patas y sus alas; el misterio de la bodega tapiada; los restos del palomar circular sugiriendo ruina de castillo; los almendros de fácil escalada en busca de almendrucos; el pozo, oscura sima de ecos, al que no podemos acercarnos; los sapos, a los que se puede ofrecer moscas sin alas, que se tragan de inmediato; las telarañas, a las que puedes arrojar las moscas sin necesidad de quitarles las alas, pues se quedan enredadas y salta de inmediato la araña acechante para terminar de enredarlas; la búsqueda del palo ideal con que hacer el arco de las películas de indios; las gallinas de Alejandra escarbando a la búsqueda de lo comestible; los inmensos racimos de sarmientos para la lumbre, como menhires, guardados en el portalón de la tartana.




     La vuelta a Madrid llegaba con el tiempo de la vendimia y el trabajo en las bodegas. La abuela tenía que despedirse de todo el mundo y dejar organizado el regreso al siguiente año.








lunes, 2 de septiembre de 2024

Regresía

 







Vivimos tiempos de profundos cambios, qué duda cabe. Occidente y sus significados retroceden, oriente se adelanta entre confusos significados. La vieja Europa lo está más cada día, su juventud recula a posiciones superadas con cantidades ingentes de muertos hace ochenta años. La vieja progresía de trencas y pelos largos es hoy incompresible regresía a posiciones alarmantes por conocidas. Los EEUU parecen tener contados sus días de liderazgo. El país de la American Revolution, anterior a la francesa de la que tantos somos hijos, ya no es el mismo.

Y todo esto en el caldo de cultivo de los vaticinios científicos sobre agotamiento del planeta y cambio climático.

Agosto se ha ido entre alguna lluvia por esta zona, más bien poca, pero con mucho acompañamiento fónico y lumínico. En otros lugares el agua ha sido abundante y dañina. Dana o gota fría es el nombre que los científicos nos dan ahora para denominar a estos aconteceres meteorológicos.

El mundo parece abrir los brazos para recibir esa agua anhelada, y descansar de los pasados meses en que se han superado las estadísticas sobre temperaturas máximas. Todo parece confirmar los augurios de los sabedores sobre el cambio climático, augurios que, en nuestros días, se empeñan en negar esos consabidos negadores de tantas y tantas evidencias.

Este verano he visto morir plantas con las que llevaba conviviendo mucho tiempo. Plantas duras, hechas a los rigores del clima de este severo Guadarrama. Mi ignorancia al respecto no me permite diagnosticar la causa exacta de estas muertes, pero he visto secarse y caer las hojas de especies distintas, dejando unas ramas sin aparentes señales de vida para otro año. No puedo por menos de asociar estas muertes con los calores de estos meses, calores que no había conocido en mis ya muchos años aquí. Varios días he leído veintitantos grados al medio día y más de treinta a media noche, lo que parece absurdo.

Las consuetudinarias noticias sobre los efectos del cambio climático son realmente alarmantes. El clima, las luchas tribales y religiosas y la actuación de las potencias emergentes, están produciendo ingentes movimientos de personas en África. Hambre, dolor y muerte. Una parte minoritaria de estos movimientos se dirige hacia el sueño del bienestar europeo, donde se encuentran con la lucha entre las ideas de la vieja progresía y la emergente regresía que los rechaza y estigmatiza. Los pormenores que nos llegan por los medios de comunicación son estremecedores.

Y todo esto en el caldo de cultivo de un rápido desarrollo de tecnologías informáticas que no sabemos si son y serán empleadas en beneficio de los humanos, de momento no lo parece.

Es evidencia de nuestro tiempo la creciente, hiriente, desigualdad y una juventud desencantada, con enormes dificultades para hacerse un lugar en el mundo.

No hay muchas razones para el optimismo. Todo parece apuntar al crecimiento de esa regresía.

Habrá que seguir viviendo.