Aquellos veranos de la infancia en la casa de
los ancestros
Evocaciones
sin orden desde la vejez
En
el tren, hacia el pueblo, de la cesta de mimbre regentada por la abuela emanan
tortillas, filetes empanados, frutas, dulces y bebidas.
La
estación, en la paramera entre el valle del Órbigo y el valle de Santa María,
donde está el pueblo, recibimientos y saludos, trajín de baúles y maletas que
hay que subir al carro.
La
vía se pierde en interminable recta hacia el noroeste, adentrándose en el
Páramo leonés. A él se dirige, entre resoplidos, la negra locomotora de bielas
rojas.
La
casa está fresca, se han enjalbegado las paredes y tratado los suelos de
tierra, recortando en el zócalo el ocre rojizo con el blanco de la cal.
Hay
agua en los cántaros, vides cortadas junto al hogar, camas hechas, todo está
dispuesto.
Primera
salida a la libertad de la huerta.
Cobijo
en la gruta de sombra, bajo los espinosos cascabelillos que comienzan a madurar
a mediados de agosto para festín de la pajaril algarabía. En la boca el sabor
agresivo del tallo de hinojo, que nunca se termina de saber si gusta o no
gusta.
Colorista
y vocinglero revoloteo de los jilgueros, los colorines de vuelo sincopado,
entre los cardos de penachos malvas.
El
reclamo de la cucullada de erecta cresta en los matorrales de los ribazos.
Salidas
a nidos con los chavales del pueblo, de los que siempre se aprende algo,
como robar las manzanas ácidas de la huerta de Quico, o la cruel recogida de
pajarillos en carnuchas para dárselos a los gatos.
Brillo
metálico de la abeja carpintera, en el baño de polen que le brinda la malva de
espléndidos rojos o el azul de los racimos de la glicina.
Y en
la noche, el silbido sugerente y misterioso de la lechuza que anida en los
huecos del alar en la casa del tío Nicolás, mientras los murciélagos inscriben
su círculo en la cuadratura del patio, mientras el abuelo hace su ronda
cerrando puertas con las enormes llaves.
Espectáculo
de vida en las charcas del agostado Reguero, en el camino de San Adrián: ranas,
renacuajos, carpas y el sinfín de larvas e insectos nadadores o patinadores.
El
sabor del agua del cántaro de Jamuz. El olor que escapa de las brasas de vides,
en el hogar bajo, sobre la piedra que fue rueda de molino, bajo las trébedes
donde hierve lenta la comida en los barros de Pereruela. Sentados en el escaño,
en el enorme y duro escaño de la cocina, donde se hace la vida.
Aroma
fresco que asciende de los suelos de tierra de la casa, regados antes de
barrer.
Perucos
del peral de la huerta, junto a la fachada trasera de la casa.
La
busca de melucas para el anzuelo en la tierra húmeda. Arañas de larguísimas
patas, acechantes en los rincones de la casa.
Y
las moscas, siempre las moscas, una continua lucha con las moscas: oscuridad,
cortinas de palitos engarzados y el flit que se expande mediante el émbolo con
el depósito delante.
Aroma
nocturno del jazmín que tapiza la pared de la cuadra, entrando por las ventanas
protegidas con las mosquiteras que hace Jesús, el vecino carpintero.
Jesús,
en su minúsculo y sugerente taller atestado de maderas y serrín, pasando el
listón por la máquina que amenaza sus dedos. Jesús, en su casa vecina a la
nuestra, tras la huerta, tras los cascabelillos, trabajando su cuidado
bacillar.
Y las
eras. Las enormes carretas de parvas, únicos refugios de sombra. Los trillos
tirados por las lentas vacas que rumian, por los machos, por los caballos a los
que no te dejan correr, por los burros de los más humildes. Mujeres tapadas,
tan solo los ojos al aire. Cualquier brisa es aprovechada para aventar. Después
fueron las aventadoras manuales de Ajuria, de enormes manubrios, en las que más
tarde se instalaron motores. Y un año fue la primera trilladora, un enorme
trasto de madera, también de Ajuria, de Vitoria, que costó sacar tras la
campaña, sus ruedas de hierro se habían hundido en la tierra, donde la fuerza
de las lentas vacas fue mas eficaz que los tractores.
La
visita a la bodega siempre tiene especial interés. Hay que adentrarse en la
oscuridad de la cueva interminable, apenas rota por la llama del candil,
tropezando con las telarañas hasta llegar a la enorme cuba. Una pluma de
gallina tapona la perforación por la que mana el chorro de espumoso vino,
llenando el recipiente dispuesto. Al rato de estar dentro ya se aprecia la
tenue claridad que penetra desde los altos ventanos, distinguiéndose formas
como la enorme viga de la prensa del lagar, el tornillo de madera y el
contrapeso que la flexión de la viga levanta, prensando las uvas ya pisadas.
Y
las norias. La parsimonia de los borricos, cegados para evitar el mareo,
girando en el círculo sin hierba ni fin en torno al pozo. Los cangilones
vertiendo el agua, el labriego distribuyéndola, abriendo y cerrando surcos con
la pala de largo mango. Después fue el ruido de los motores Piva los que
llenaron el campo, substituyendo el ancestral gemido del roce metálico de las
norias.
La
tía Cecilia pintando en el campo, su destreza extendiendo el color con la
espátula, logrando calidades y trasparencias para representar las tierras
rojas, las tapias rojas, los blancos de cal teñidos por el rojo de la tierra,
los amarillos de agosto, los verdes potentes de las vegas, los reflejos de todo
ese mundo en las aguas del Órbigo. Y sus dibujos, sus dibujos de trazos limpios
y precisos.
El
abuelo en la huerta, sentado en el sillón de mimbre o en una de las sillas de
listones que hizo Jesús y alguien pintó de verde, leyendo el periódico atrasado
que le mandan por correo. El abuelo, con su sahariana veraniega y su cachaba
apoyada en la pierna.
Paco
Leirado sestea en el patio, en la puerta de la tía Cuca, que saca brillo a
algún chisme.
Alejandra,
la segunda mujer del bisabuelo Nicolás, apareciendo al atardecer, misteriosa,
por la puerta de la cocina que comunica con su casa. Ha encerrado ya sus
gallinas en la cuadra.
Los
abuelos regresando de la misa dominical. La abuela con un saludo y unas
palabras para todo el mundo. El abuelo, con sus prisas, tirándole de la mano
—vamos, Matilde—. La abuela defendiéndose con un —Pepe, por Dios—.
Visitas
a Adelina, prima del abuelo, en su casa junto a la iglesia.
Reuniones
de las tardes en la huerta. La tía Cuca, Pepe, el hijo de Adelina, con la
ramita de ailanto golpeándose la pierna, Adela, su mujer, y los vecinos y
conocidos que responden a las protocolarias visitas de la abuela.
Sopas de ajo del abuelo, en el puchero de Jamuz y con cuchara de palo.
Olor de la
naftalina del arca.
Compras
en la panadería de Vara, en la carnicería de la Cubera, en la droguería de
Ángel Castellanos —Ángel el Fino—, en la tienda de todo de Paco Quintana, en la
lechería de Horacio en el camino de la estación.
Excursiones
a La Bañeza y comidas en Casa Boño, en la calle de la Verdura, donde tuvo su
colegio Servando, el hermano del bisabuelo Nicolás.
Salidas
a Benavente en los días de feria, con la plaza del Grano repleta de ganado.
Escapadas
al río los días en que las mujeres cargan en el burro la ropa que lavan de
rodillas sobre sus tablas, en la orilla, junto a la barca que cruza hacia
Fresno, ropa que luego extienden sobre las matas ribereñas para que la blanquee
el sol.
Las
llamadas de teléfono a través de Marcelina, la telefonista.
Risas
de las mozas en la fuente, donde llenan los cántaros que trasportan sobre la
cabeza y las caderas.
Cuadernos
y planas de vacaciones.
Siestas
obligatorias.
Y en
la huerta, las uvas de finales de agosto en las parras junto a la vecina casa
de Leoncio; los intrincados bosquetes de ailantos, barnices del Japón decíamos;
restos de vides y frutales de lo que fue la huerta cuando los bisabuelos;
saltamontes marrones del secarral de arriba, a los que hay que coger con
habilidad y dos dedos, el pulgar y el índice, inmovilizando sus patas y sus
alas; el misterio de la bodega tapiada; los restos del palomar circular
sugiriendo ruina de castillo; los almendros de fácil escalada en busca de
almendrucos; el pozo, oscura sima de ecos, al que no podemos acercarnos; los
sapos, a los que se puede ofrecer moscas sin alas, que se tragan de inmediato;
las telarañas, a las que puedes arrojar las moscas sin necesidad de quitarles las
alas, pues se quedan enredadas y salta de inmediato la araña acechante para
terminar de enredarlas; la búsqueda del palo ideal con que hacer el arco de las
películas de indios; las gallinas de Alejandra escarbando a la búsqueda de lo
comestible; los inmensos racimos de sarmientos para la lumbre, como menhires,
guardados en el portalón de la tartana.
La
vuelta a Madrid llegaba con el tiempo de la vendimia y el trabajo en las
bodegas. La abuela tenía que despedirse de todo el mundo y dejar organizado el
regreso al siguiente año.