jueves, 16 de enero de 2014

El jardín de los alunados















A
yer mañana, cuando ya estaba harto de andar los pasillos de aquel Ministerio sin solucionar nada, leí su nombre en una puerta. En aquel señor gordito sentado tras la mesa reconocí algo de la lejana imagen de Suárez Fresnal, mi compañero de colegio, al que no había vuelto a ver. Me presenté, y él, sonriendo, pronunció mi viejo mote del cole. En media hora mi asunto estaba arreglado y nosotros sentados en un café contándonos cincuenta años. Me sorprendió que saliese a relucir aquello que para él debía de ser un  confuso recuerdo, una pequeña historia que su memoria asociaba con Alonso y conmigo:
- Vosotros erais amigos de alguno de los locos que había en aquella casa, al lado del colegio…
Me limité a confirmar sus recuerdos. Sí, fuimos amigos de algún loco de aquella casa. La contundente simplificación me dejó sin fuerzas para hacerle ver lo que esa pequeña historia significaba para mí. Sí, fuimos amigos de alguno de aquellos locos…

***

Una parte de la casa y casi todo el jardín podían verse desde la terraza del colegio. También se veía medio campo de juego del vecino estadio de fútbol, por lo que puede suponerse que la azotea era un sitio muy solicitado los días de partido, donde solo se podía subir en compañía de algún cura. La casa era enorme, palaciega, y su jardín apenas se adivinaba entre los cedros que lo cubrían. Un día llamé la atención de Alonso sobre las figuras que se veían bajo las ramas, recorriendo los caminos en repetitivos paseos. Iban vestidas con unas batas de color claro que les cubrían hasta casi los pies. Los hombres – solo se veían hombres – parecían ignorarse entre ellos mientras recorrían una y otra vez sus circuitos. Algunos acompañaban su caminar con arrítmicos y repentinos movimientos de los brazos, otros lo interrumpían para dirigir un accionado discurso a la nada, tras el que reanudaban su deambular. De vez en cuando, fugaces, las alas blancas de la toca de una monja. Alonso y yo encontrábamos más intriga en los paseantes de ese jardín que en el medio partido – completado por la radio - que podía verse un poco más a la derecha.
Una tarde de jueves dejamos el cine del cole y fuimos a por morera para los gusanos a la huerta del señor Juan, junto al Canalillo, a espaldas del colegio, más o menos por donde debió de estar la casa de campo que se hizo D. Santiago Ramón y Cajal allá por 1900, y a la que llamaba El Cigarral de Amaniel. En la época de nuestra infancia la ciudad parecía haberse detenido ante los dos viajes de agua que cruzaban la zona: el más antiguo, que suministraba al Alcázar, y el posterior acueducto de Isabel II. Allí, unos huertecillos resistían el empuje urbano a la vera del pequeño canal que los regaba, era, más o menos, lo que hoy es la calle Almansa, que entonces solo se apuntaba por debajo de Federico Rubio. Después nos encaminamos hacia una de nuestras querencias: el cerramiento del jardín que nos intrigaba. Era un zócalo de fábrica de unos dos metros de altura y sobre él una reja en la que se anudaban rosales y glicinas. Las volutas de un jabalcón nos servían para trepar hasta lo alto del muro, donde la vegetación ocultaba nuestra curiosidad por los extraños paseantes del interior. Aquella tarde, cuando ya estábamos con las caras entre los barrotes, una voz nos paralizó.
-¡Hola!
Una figura, vestida con la bata de los habitantes del jardín, nos miraba entre los racimos azules de las glicinas. Estaba a nuestro lado, sentado en el zócalo que por dentro no llegaría al medio metro de altura. Era un hombre de piel muy blanca, pelo alborotado y una edad que no fuimos capaces de determinar.
-Soy Benjamín. Os he visto otros días. ¿Cómo os llamáis vosotros?
Su sonrisa y su voz tranquila fueron serenando nuestro pulso, permitiéndonos una tímida charla. Cuando ya atrevíamos algunas de las preguntas que nos acicateaban llegó un segundo sobresalto.
-¡Rapaces! Os vais a partir la crisma. Bajad de ahí, home.
Era una señora mayor que nos miraba desde la acera. En segundos estábamos abajo.
-Os llaman la atención los alunados, ¿eh? ¡Pobriños! Hablaríais con Benjamín… un ángel del cielo.
Los regordetes dedos de la anciana se enredaban en nuestro pelo y nos envolvían en una nube de ajo, mientras nos hablaba de los peligros de subir a la verja y de un chico de su pueblo, vecino suyo, que cayó de una tapia al subir a por higos, y se quebró, y quedó paralítico de por vida.
- Hice hoy rosquillas, como las de la aldea. ¿Queréis rosquillas, rapaciños?
Y sus brazos sobre nuestros hombros, apretándonos contra ella, sin dejarnos opción, nos introdujeron en la casa por una puerta trasera. Nos vimos en una cocina que olía como la del colegio, sentados ante una mesa en la que, entre la perorata de la anciana, aparecieron dos tazones de colacao y una bandeja de rosquillas.  El frufrú de un hábito cruzó la habitación sin pararse ni apenas mirarnos.
-Nisa, ¡Por Dios! ¿Ya estás cebando niños? ¿De dónde los has sacado hoy?
Y Nisa movía una mano frente a su cara haciéndonos ver que no había que hacer caso a la monja, mientras continuaba su cháchara y su interrogatorio, al que no dejaba responder.
-¿Quiénes son los alunados, Sra. Nisa? - Se aventuró  a preguntar Alonso, aprovechando un momento en que la anciana mordía una rosquilla.
-Les dicen así en mi tierra. ¡Pobriños! ¡Quién sabe lo que determinadas lunas pueden hacer! ¿No mueven la mar? Pues más podrán en el vientre de las mujeres, digo yo. Las monjas y el médico les dan distintos nombres, y es verdad que no todos son iguales, no, cada uno es como Dios quiso o le hizo la luna. Los hay mansos y dulces, y los hay ariscos, incluso fieros. Unos son listos y sabidos y otros lelos e ignorantes. Pero todos son indefensos y abandonados. ¡Pobriños! ¿No coméis más rosquillas? Cómete otra… ya no me acuerdo de tu nombre. Toma, toma otro poquito de leche. Todos son abandonados. Nacieron en casa rica, y aquí los trajeron, para que no molestasen, para taparlos, como a las vergüenzas. Los pobres suelen dar cariño a los distintos, los ricos no, los ricos los apartan y los encierran. Y las monjas se deben a quienes las mantienen. Dan el amor que pueden, sí, no lo voy a negar, pero tienen el alma algo seca, casi todas tienen el alma algo seca. Todas no, pobriñas mías, que las hay almas del cielo, que se dejan la vida por estos infelices. ¿Vais a dejar rosquillas? Si yo las hubiese cogido a vuestra edad… A mí me trajo a la capital el señorito, me sacó casi niña de la aldea para trabajar en su casa, y guisarle, y servirle en sus vicios. Y cuando me vio vieja aquí me metió, con las monjas que reciben sus dineros, y con los alunados, pobriños. Yo les alivio con lo que puedo, con lo que sé hacer, con los guisos que aprendí en la aldea, de mi madre y de mi abuela que en gloria estén, y de alguna vecina, que a todo hay que estar. Y me lo agradecen, y me quieren, vaya si me quieren, y me lo dicen con sus maneras a cual más rara, pero me lo dicen, vaya si me lo dicen…
-Nisa, estos niños tendrán que irse a su casa, deja ya de hablar y de darles de comer, que se van a poner malos.
La intervención de la monja nos permitió iniciar una retirada hacia la puerta balbuceando gracias y prisas. La Sra. Nisa nos despidió con un beso de ajo y bigote en cada mejilla.
-Rapaciños guapos, no dejéis de venir a ver al pobre Benjamín, pero no por la verja, por Dios, por aquí, por esta puerta, que yo os llevaré con él. Un ángel del cielo. Y aprenderéis de él, que sabe mucho y todo se le va en leer. Digan lo que digan las monjas ¡un sabio!, si señor, y un ángel del cielo. Hala, id con Dios, rapaces.
A partir de aquel día nos hicimos asiduos de la casa, y sobre todo asiduos de Benjamín, de quien fuimos amigos y cómplices. Al evocarle acuden palabras como bondad, indefensión e inteligencia. Sí, era un ser bondadoso e inteligente, incapaz de enfrentarse a un mundo del que, sin embargo, hacía lúcidas interpretaciones. Sabía mantenernos oyentes absortos mientras tocaba el piano o nos hablaba de música, o de pintura o nos recitaba sus poemas; algo complicado con niños de doce años, como teníamos nosotros. La tranquila expresión de su rostro nos calmaba, y sus ojos vivaces reclamaban nuestra atención a una nota o a un pasaje de la lectura, manteniéndonos en el hilo de las palabras o la música. Lo que no conseguía de nosotros ningún profesor lo conseguía Benjamín con total naturalidad. Si alguien he conocido con capacidad de enseñar, de trasmitir, ha sido él; solo él supo asomarme a la belleza, a la emoción de un cuadro, de un poema, de una lagartija subiendo por la pared, del titilar de la luz en una hoja… Lástima que no tuviésemos maestros así en otra materias, para que hubiesen abierto nuestras mentes a la curiosidad científica, de la que tan cojo ha estado y sigue estando nuestro país. Desde su mundo estrecho amplió el mío a horizontes desconocidos, y conocerle fue una bendición.
No apreciaban las monjas estas facetas de Benjamín; solo veían en él a un enfermo al que las lecturas no mejoraban pero inculcaban ideas peligrosas, y llegaron a restringirle la adquisición de libros por correo, el único medio de que disponía. Y de ahí surgió nuestra complicidad. Mientras aquello duró fuimos sus suministradores de libros, periódicos y revistas; se los pasábamos de tapadillo, directamente o a través de Nisa. Su capacidad de lectura y su curiosidad no parecían tener límite y tampoco sus posibilidades monetarias, con lo que nuestra función de correos era continua.
No puedo decir que entendiese totalmente los versos de Benjamín, pero recuerdo muy bien aquellas concatenaciones de palabras que me exaltaban o me entristecían, creando sensaciones, formas, colores y olores que golpeaban o acariciaban mis sentidos. Su voz buscaba el acento exacto, la modulación requerida por cada frase, mientras sus ojos parecían recorrer el mundo buscando ejemplos a lo descrito. Algunos de los alunados se unían a nosotros durante aquellas lecturas, y a mí me gustaba observar en sus rostros el efecto de la voz y la palabra de Benjamín. Las miradas perdidas  regresaban a la vida y aparecía luz donde solo había oscuridad, lejanía e indiferencia. Aquellos espíritus, hundidos en quién sabe qué atroces profundidades, volvían por unos momentos al mundo circundante, convocados por la palabra y el talento de su compañero.
Durante los cursos tercero y cuarto de bachillerato, nuestros doce y trece años, vimos asiduamente a Benjamín. En cuanto teníamos ocasión nos acercábamos a la casa, y charlábamos en el jardín o en la salita del piano. Nos ayudaba en las materias que le interesaban de nuestros áridos deberes escolares, que él sabía transformar en interesantes divertimentos. Una mañana de sábado nos pidió que llevásemos unos poemas a Vicente Aleixandre, con quien mantenía correspondencia con nosotros como correos. El poeta vivía muy cerca, en la calle Velintonia, en una casa que se hizo en los años veinte en la colonia de chalets de la Urbanizadora Metropolitana, por debajo de la glorieta de Gaztambide, aquella que los Otamendi llenaron de evocaciones de su tierra en forma de falsos caseríos.  Habíamos pensado darnos un paseo en bici, y nos fuimos a por unos de aquellos increíbles trastos que nos alquilaban en la calle Reina Victoria. Pasamos por casa de Aleixandre, que nos dio un libro para Benjamín, y tras devolver las bicicletas y fuimos a dárselo:    
-Aleixandre…
Eres tú, sombra del mar poderoso,
genial rencor verde donde todos los peces son como piedras por el aire…
Suelo saber de él. Ese petirrojo que gusta de los bichejos de la humedad que levanta el rastrillo en el humus, me  habla de Aleixandre y de su poesía. Los petirrojos saben de la poesía de los hombres. Aquí no hay jilgueros. Donde viví de niño los jilgueros recitaban en los cardos versos incomprensibles, y repetían los punteados estribillos en su vuelo sincopado. Las pastillas… ¡No saldré de aquí! Vosotros tenéis que ir al mundo. ¡Salid! Los petirrojos son poesía. Aleixandre lo sabe. ¿Por qué me las habrán dado hoy? El mar… Si yo pudiese… si yo fuese Aleixandre me iría junto al mar, a su tierra. Aquí hay demasiado dolor. La vida está junto al mar. ¡Id al mar! Id a... ¡Hay tanto dolor aquí! Los jilgueros son más ajenos a los hombres, son más de sol y menos de hombres, más de cardo que de humedad. ¿Por qué me las habrán dado hoy? El pechito naranja y los ojos… los ojos… ¡tan negros! Vivid, vivid vuestro viaje, pequeños Odiseos. Yo ya he dado mi óbolo. Creo que he pagado al barquero. Me llevará a Nosedónde, quizá lejos del dolor…  Con las pastillas solo hay confusión… y miedo… Sed más jilgueros que petirrojos, mis pequeños Odiseos…
Al salir, vimos a Nisa llorando:
-Estas monjas… Les ha dado por decir que el pobre Benjamín es un ateo, y que pervierte a los demás. ¡Qué sandez! Pobriño mío. ¿Se podrá ser más bueno? Y le atiborran de pastillas. El alma seca, eso es, tienen el alma seca, no saben de la vida…

El domingo regresamos a la casa. Benjamín no nos reconoció. Pocos días pudimos ya verle despierto. Al poco era un paseante más, bajo las ramas horizontales de los cedros, en el jardín de los alunados.












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