lunes, 20 de enero de 2014

Deogracias en La Cruzada









                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                   
Deogracias Álvarez Abrojo era – o es – zahorí de afición, y de oficio buscador de tabernas. Así al menos se presentaba él, con el gesto serio que solía usar, y añadiendo un para servirle a usted con un leve amago de reverencia.  Dudo entre el pretérito y el presente por no haber vuelto a saber de él desde hace treinta años, desde el día aquel en que nos dijo adiós y se alejó en su poliédrica furgoneta Citroën HY de chapa acanalada. << Ya es hora, amigos, de continuar con mi oficio en otros paisajes >>, y se marchó, y no volvimos a saber de él. En estos momentos está - o estaría - por encima de los noventa años, por lo que es adecuado suponer que pueda haber abandonado este mundo.
La recurrencia a Deogracias como principio de autoridad sigue siendo habitual en nuestras tertulias tabernarias, donde después de tantos años queda memoria de sus peculiares saberes y extravagante personalidad. Sí, Deogracias es icono al que se sigue acudiendo con bastante frecuencia y en distintos temas.
Apareció un día por la inolvidable penumbra de La Cruzada, aquella desaparecida taberna madrileña en la homónima calle del barrio de Palacio. Por aquel entonces estaría en la cincuentena y su cuerpo enteco se alojaba, entre aromas de naftalina, en un amplísimo, gastado y anticuado traje, como un consumido Humphrey Bogart policía de los años cuarenta. Completaba su bogartiano atuendo una trinchera y un sombrero de fieltro, sombrero que era herramienta en su mano derecha para el accionamiento que daba ritmo a su discurso. Se nos presentó un día en la forma antedicha, y pronto fue imprescindible en nuestras reuniones semanales. Su figura se integró tanto en la atmosfera de aquella querida tasca que hoy no soy capaz de recordarla sin su imagen.
Por aquellos días se asomaba a la taberna un joven calé rumbero y trasteador de turistas por los alrededores de Palacio; le solía hacer palmas un fotógrafo ambulante, ejerciente en la Plaza de la Armería, que presumía ante los guiris de una supuesta condición de banderillero. Una tarde el gitano decidió hacer sus rumbas para obsequiar al paisanaje habitual que tertuliaba en la barra, gentes por lo general amantes de cantes con más jondura. Aquello, catalán o andaluz, no terminaba de sonar bien. El auditorio callaba estoico y Tiburcio, tras el mostrador, fruncía el ceño. En una pausa Deogracias se acerco al joven y con discreción le dijo:
                               - Muchacho, sube el bordón, sonará mejor.
El calé, amoscado, le tendió la guitarra diciendo:
                               - Abuelo, si sabe usted más, adelante.
                               - No sé más de lo tuyo, pero sé de otros aires que quizás te gusten.
Le contestó Deogracias aceptando el reto.
                              Si la concurrencia y la casa me lo permiten…   
  Interrogó alzando la guitarra. Posó su sombrero, se acomodó en una banqueta, carraspeó y con parsimonia afinó la guitarra.
Y de repente, las huesudas manos enhebraron unos acordes, se enderezó el cuerpecillo, y de tan anacrónica estampa surgió una voz poderosa entonando unos tangos de Málaga plenos de salero.

Adiós patio de la cárcel
rincón de la barbería
que al que no tiene dinero
lo afeitan con agua fría.

Nuestro nuevo amigo no tenía la gracia solo en el nombre.
           - Yo no soy andaluz, ya lo habrán notado ustedes. Nací en Alija de los Melones, en los valles aledaños al Páramo leones; que no es precisamente tierra flamenca, no, pero desde niño ando por el mundo aprendiendo lo que me gusta y soy capaz de retener. En Cádiz me enseñaron lo que sé hacer con la guitarra; y en Málaga, años después, conocí a Manolillo el Herrador que me enseñó estos cantes que les ofrezco, eran de su maestro, El Piyayo, que fijó categorías:


Yo tengo el número uno
Trinitario tiene el dos
y el número tres lo tiene
Manolillo el Herraor.

Deogracias  cantó después unas guajiras que nos llegaron como brisa marina y ecos lejanos…

Me gusta por la mañana
después del café bebío
pasearme por la Habana
con mi tabaco encendío.
Y comprarme un papelón
de esos que llaman diario,
que parezca un millonario
de esos de la población.

Y como homenaje a la casa terminó cantando, como soleá de Triana, la copla que – nunca supe por qué - figuraba en un azulejo recibido en una pared de la taberna.

Mis manos están vacías
de tanto dar sin tener
pero son las manos mías.

El paisanaje exultaba entusiasmado y Tiburcio, poco amigo de cantes en su casa, esbozó una sonrisa y sirvió unos chatos.
Las sorpresas que nos deparaba el amigo Deogracias apenas habían comenzado.
Recuerdo el día en que nos habló de su condición de zahorí. <<Esta afición que tengo es algo que aprendí en tierras aragonesas, de un maestro al que siempre estaré agradecido. Me sirve para ganarme la vida y ser útil a la gente>>. Y siguió una fabulosa perorata justificativa de su arte; una aristotélica disquisición sobre el movimiento de las aguas tendiendo a su lugar natural y sobre las fuerzas presentes en el proceso, fuerzas que podían ser captadas y seguidas con determinadas herramientas simples y con una sensibilidad educada. Nuestro contertulio Floro, en su condición de geólogo, se sintió en la obligación de poner racionalidad científica a la disertación. Deogracias le escuchó atento, y al final se limitó a apostillar:
               - La diferencia entre su ciencia de usted y mi arte es que yo encuentro agua, y usted no.




       







    

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