Deogracias Álvarez Abrojo era – o es – zahorí
de afición, y de oficio buscador de tabernas. Así al menos se presentaba él,
con el gesto serio que solía usar, y añadiendo un para servirle a usted con un
leve amago de reverencia. Dudo entre el
pretérito y el presente por no haber vuelto a saber de él desde hace treinta
años, desde el día aquel en que nos dijo adiós y se alejó en su poliédrica
furgoneta Citroën HY de chapa acanalada. << Ya es hora, amigos, de continuar
con mi oficio en otros paisajes >>, y se marchó, y no
volvimos a saber de él. En estos momentos está - o estaría - por encima de los
noventa años, por lo que es adecuado suponer que pueda haber abandonado este
mundo.
La
recurrencia a Deogracias como
principio de autoridad sigue siendo habitual en nuestras tertulias tabernarias,
donde después de tantos años queda memoria de sus peculiares saberes y
extravagante personalidad. Sí, Deogracias
es icono al que se sigue acudiendo con bastante frecuencia y en distintos
temas.
Apareció
un día por la inolvidable penumbra de La
Cruzada, aquella desaparecida taberna madrileña en la homónima calle del
barrio de Palacio. Por aquel entonces estaría en la cincuentena y su cuerpo
enteco se alojaba, entre aromas de naftalina, en un amplísimo, gastado y
anticuado traje, como un consumido Humphrey Bogart policía de los años cuarenta.
Completaba su bogartiano atuendo una trinchera y un sombrero de fieltro, sombrero
que era herramienta en su mano derecha para el accionamiento que daba ritmo a
su discurso. Se nos presentó un día en la forma antedicha, y pronto fue
imprescindible en nuestras reuniones semanales. Su figura se integró tanto en
la atmosfera de aquella querida tasca que hoy no soy capaz de recordarla sin su
imagen.
Por
aquellos días se asomaba a la taberna un joven calé rumbero y trasteador de
turistas por los alrededores de Palacio; le solía hacer palmas un fotógrafo
ambulante, ejerciente en la Plaza de la Armería, que presumía ante los guiris
de una supuesta condición de banderillero. Una tarde el gitano decidió hacer
sus rumbas para obsequiar al paisanaje habitual que tertuliaba en la barra,
gentes por lo general amantes de cantes con más jondura. Aquello, catalán o
andaluz, no terminaba de sonar bien. El auditorio callaba estoico y Tiburcio,
tras el mostrador, fruncía el ceño. En una pausa Deogracias se acerco al joven y con discreción le dijo:
- Muchacho, sube el
bordón, sonará mejor.
El
calé, amoscado, le tendió la guitarra diciendo:
- Abuelo, si sabe usted
más, adelante.
- No sé más de lo tuyo,
pero sé de otros aires que quizás te gusten.
Le
contestó Deogracias aceptando el
reto.
- Si la concurrencia y
la casa me lo permiten…
Interrogó alzando la guitarra. Posó su sombrero, se acomodó en una banqueta, carraspeó y con parsimonia afinó la guitarra.
Interrogó alzando la guitarra. Posó su sombrero, se acomodó en una banqueta, carraspeó y con parsimonia afinó la guitarra.
Y de
repente, las huesudas manos enhebraron unos acordes, se enderezó el
cuerpecillo, y de tan anacrónica estampa surgió una voz poderosa entonando unos
tangos de Málaga plenos de salero.
Adiós
patio de la cárcel
rincón
de la barbería
que
al que no tiene dinero
lo
afeitan con agua fría.
Nuestro nuevo amigo no tenía la
gracia solo en el nombre.
- Yo no soy andaluz, ya
lo habrán notado ustedes. Nací en Alija de los Melones, en los valles aledaños
al Páramo leones; que no es precisamente tierra flamenca, no, pero desde niño
ando por el mundo aprendiendo lo que me gusta y soy capaz de retener. En Cádiz
me enseñaron lo que sé hacer con la guitarra; y en Málaga, años después, conocí
a Manolillo el Herrador que me
enseñó estos cantes que les ofrezco, eran de su maestro, El Piyayo, que fijó categorías:
Yo tengo el número uno
Trinitario tiene el dos
y el número tres lo tiene
Manolillo el Herraor.
Deogracias cantó después unas guajiras que nos llegaron como brisa marina y ecos lejanos…
Me
gusta por la mañana
después
del café bebío
pasearme
por la Habana
con
mi tabaco encendío.
Y
comprarme un papelón
de
esos que llaman diario,
que
parezca un millonario
de esos de la población.
Y
como homenaje a la casa terminó cantando, como soleá de Triana, la copla que – nunca supe por qué - figuraba en un
azulejo recibido en una pared de la taberna.
Mis
manos están vacías
de
tanto dar sin tener
pero
son las manos mías.
El
paisanaje exultaba entusiasmado y Tiburcio, poco amigo de cantes en su casa,
esbozó una sonrisa y sirvió unos chatos.
Las
sorpresas que nos deparaba el amigo Deogracias
apenas habían comenzado.
Recuerdo
el día en que nos habló de su condición de zahorí.
<<Esta afición que tengo es algo que aprendí en tierras aragonesas,
de un maestro al que siempre estaré agradecido. Me sirve para ganarme la vida y
ser útil a la gente>>. Y siguió una fabulosa perorata justificativa de su
arte; una aristotélica disquisición sobre el movimiento de las aguas tendiendo
a su lugar natural y sobre las fuerzas presentes en el proceso, fuerzas que
podían ser captadas y seguidas con determinadas herramientas simples y con una
sensibilidad educada. Nuestro contertulio Floro, en su condición de geólogo, se
sintió en la obligación de poner racionalidad científica a la disertación. Deogracias le escuchó atento, y al
final se limitó a apostillar:
- La diferencia entre su
ciencia de usted y mi arte es que yo encuentro agua, y usted no.
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