Si no
hubiese tomado esa decisión habría terminado por volverme loco. Esa pared verde
que enmarcaba la ventana de mi cuarto y cerraba el mundo se me venía encima, me
producía una angustia que ya no podía soportar por más tiempo. Al principio me entretenía
observando - con el telescopio que en mi tierra me servía para ver cielos - a
los habitantes de aquellas dos minúsculas aldeas incomprensiblemente dibujadas
a media pared. Eran unos pocos ancianos que atendían a sus animales y a sus
huertos en repetitivos movimientos rituales que llegué a conocer a la
perfección. Pero se fueron muriendo, y a las casas poco a poco las engulló el
verde.
Recuerdo
que comencé echando de menos la línea del horizonte y los paisajes de mi tierra,
en que dominan los cielos. Pero en poco tiempo la pared verde me obsesionó. Yo
sabía que por debajo la pared terminaba en el Sil que corría hacia el Miño, y
que por encima se recortaba en el cielo. Lo sabía o lo suponía, no lo veía, y
estos conocimientos o suposiciones no servían para evitar la opresión de la
imagen vertical que recortaba la ventana.
Algunos
días, a cierta hora de la tarde, la luz incidía sobre un liso de piedra en la
pared, y una suerte de azules y dorados producían el efecto de un trozo de
cielo visto a través de una perforación abierta hacia el mundo ancho que se
intuía tras el muro. El efecto no duraba mucho pero eran minutos en que la ansiedad
cedía. Esto me hizo tratar de analizar las circunstancias en las que se producía
el fenómeno, pero no logré concluir nada, pues debía de tratarse de algo
complejo, con variables por encima de mis posibilidades de análisis y medida.
Puede
pensarse que en la noche, con la desaparición de la imagen, la opresión
cedería, pero no, la aplastante muralla mantenía su presencia más cerca aún, traspasando
el marco de la ventana, penetrando al interior de mi cuarto, abalanzando su
densa presencia sobre mi cama, imponiéndome una vigilia de náusea y angustia. Y
con las primeras luces el negro iba haciéndose verde, más o menos brillante
según la época del año, pero siempre presente cerrando el mundo.
En
esta situación cualquier actividad se hacía difícil. El agotamiento me mantenía
en un duermevela frente a la ventana, siempre con la arcada en la garganta.
Trataba de trabajar en mis figuras de madera, pero un mínimo esfuerzo me dejaba
exhausto. También dejé de leer, pues llegué a perder la capacidad de comprensión.
Hubo un momento en que ya no me movía de la silla, la vista en el muro verde
que me destruía.
No sé
de donde saqué fuerzas para tomar aquella decisión y ponerla en práctica, pero
fue mi salvación. Una mañana mi mano tropezó en la mesa con un potente cúter
que utilizo en mis tallas; me arrastré hacia la ventana abierta y comencé a
rasgar apoyando la herramienta en el cerco y siguiendo su contorno, la jamba
derecha, la peana, la jamba izquierda y por último el dintel; al llegar al
final la pared verde se precipitó con un estruendo de cataclismo y el mundo
apareció; una potente luz lo llenó todo, y cuando mis ojos se hicieron a ella pude
extender la vista hasta un lejano horizonte en la fuga cónica de nubes y
campos.
Hoy
soy libre. Observo el paisaje de los cielos, distinto cada hora, cada día, cada
estación; cirros, cúmulos, estratos y sus mil combinaciones en todos los
colores imaginables; un soberbio espectáculo en constante renovación. Pero hay
un fenómeno que comienza a inquietarme: cada día hay más y son menos explicables
esas estelas blancas que se entrecruzan en el cielo…