lunes, 30 de junio de 2014

El Pórtico







E
n los albores, el hombre dispuso unos palos entre rocas y sobre ellos unas ramas o unas lanchas  en un plano inclinado que desviaba el agua. Fue el primer espacio de su mano que le cobijó del miedo y le guareció del frío y del sol. Enseguida el montón de piedras fue muro; y el palo que apuntalaba fue pie derecho, columna; y fue viga el palo que salvaba el vano.  Conocido el muro el hombre imitó la cueva volando las sucesivas hiladas de mampuestos, y cerró su primer firmamento domeñable, su primera bóveda. Pronto delimitó los elementales huecos de acceso con jambas y dinteles en que encajar la puerta protectora. Y así definió el esquema que perduraría por los siglos: el Pórtico.
Cuando el hombre se lo pudo permitir el Pórtico dejó de ser mero cobijo y fue también templo, palacio, representación, símbolo, adorno; y usó escalas por encima de la medida humana. Los griegos definieron los cánones de occidente en una recreación -sublimación si se quiere - del Pórtico elemental, y en ello continuó Roma y el Medievo y el Renacimiento y el Barroco…
No es hasta el siglo XX en que se va definiendo una élite que abandona progresivamente el viejo canon, el símbolo griego. Y los míticos creadores del Pórtico quedan – quedamos – apartados; la belleza ya solo es asunto de unos pocos que se arrogan su definición. La élite se deleita en un lenguaje nuevo que resulta críptico para el pueblo, para los no iniciados no iniciados no iniciados no iniciados…

Y el hombre de la boina, después de escuchar con toda atención, dijo:
—Pues a mí esta fachada me sigue pareciendo una mierda… y lo que tapa son cuchitriles.
Y se marchó.









martes, 24 de junio de 2014

Solsticio de junio





































Llega el solsticio de junio y las nubes alivian la luz mientras cae una lluvia leve de país del norte las plantas los insectos los pájaros se toman un respiro en sus urgencias veraniegas y las peonías empeñadas en no florecer todas las primaveras surgen esperanzadoras y sanas pero no florecen no se pusieron con la luna adecuada dice alguno las rozó el flujo de una viuda apunta otro algún dolor me pone tras la ventana sin paseo y sin charla ánimo color del día y noticia de quirófano agua del cielo que no quita riego tras los cristales hermosa esta luz que tamiza el vapor de agua que el atardecer dora ligeramente ninguna expectación ningún testigo amable por ver cómo envejece lo que miras Justo Jorge Padrón entre la luz ceniza hoy no he salido a inspeccionar el efecto de las recetas de Internet en el  pulgón que amenaza las tomateras hoy quizá esté con los mínimos alados colonizadores hoy quizá no tenga el cuerpo para presuntas masacres. 




  

martes, 17 de junio de 2014

La pared verde











Si no hubiese tomado esa decisión habría terminado por volverme loco. Esa pared verde que enmarcaba la ventana de mi cuarto y cerraba el mundo se me venía encima, me producía una angustia que ya no podía soportar por más tiempo. Al principio me entretenía observando - con el telescopio que en mi tierra me servía para ver cielos - a los habitantes de aquellas dos minúsculas aldeas incomprensiblemente dibujadas a media pared. Eran unos pocos ancianos que atendían a sus animales y a sus huertos en repetitivos movimientos rituales que llegué a conocer a la perfección. Pero se fueron muriendo, y a las casas poco a poco las engulló el verde.
Recuerdo que comencé echando de menos la línea del horizonte y los paisajes de mi tierra, en que dominan los cielos. Pero en poco tiempo la pared verde me obsesionó. Yo sabía que por debajo la pared terminaba en el Sil que corría hacia el Miño, y que por encima se recortaba en el cielo. Lo sabía o lo suponía, no lo veía, y estos conocimientos o suposiciones no servían para evitar la opresión de la imagen vertical que recortaba la ventana.
Algunos días, a cierta hora de la tarde, la luz incidía sobre un liso de piedra en la pared, y una suerte de azules y dorados producían el efecto de un trozo de cielo visto a través de una perforación abierta hacia el mundo ancho que se intuía tras el muro. El efecto no duraba mucho pero eran minutos en que la ansiedad cedía. Esto me hizo tratar de analizar las circunstancias en las que se producía el fenómeno, pero no logré concluir nada, pues debía de tratarse de algo complejo, con variables por encima de mis posibilidades de análisis y medida.
Puede pensarse que en la noche, con la desaparición de la imagen, la opresión cedería, pero no, la aplastante muralla mantenía su presencia más cerca aún, traspasando el marco de la ventana, penetrando al interior de mi cuarto, abalanzando su densa presencia sobre mi cama, imponiéndome una vigilia de náusea y angustia. Y con las primeras luces el negro iba haciéndose verde, más o menos brillante según la época del año, pero siempre presente cerrando el mundo.
En esta situación cualquier actividad se hacía difícil. El agotamiento me mantenía en un duermevela frente a la ventana, siempre con la arcada en la garganta. Trataba de trabajar en mis figuras de madera, pero un mínimo esfuerzo me dejaba exhausto. También dejé de leer, pues llegué a perder la capacidad de comprensión. Hubo un momento en que ya no me movía de la silla, la vista en el muro verde que me destruía.
No sé de donde saqué fuerzas para tomar aquella decisión y ponerla en práctica, pero fue mi salvación. Una mañana mi mano tropezó en la mesa con un potente cúter que utilizo en mis tallas; me arrastré hacia la ventana abierta y comencé a rasgar apoyando la herramienta en el cerco y siguiendo su contorno, la jamba derecha, la peana, la jamba izquierda y por último el dintel; al llegar al final la pared verde se precipitó con un estruendo de cataclismo y el mundo apareció; una potente luz lo llenó todo, y cuando mis ojos se hicieron a ella pude extender la vista hasta un lejano horizonte en la fuga cónica de nubes y campos.

Hoy soy libre. Observo el paisaje de los cielos, distinto cada hora, cada día, cada estación; cirros, cúmulos, estratos y sus mil combinaciones en todos los colores imaginables; un soberbio espectáculo en constante renovación. Pero hay un fenómeno que comienza a inquietarme: cada día hay más y son menos explicables esas estelas blancas que se entrecruzan en el cielo… 






lunes, 9 de junio de 2014

Tañen la Damiana








El inesperado tañido de la Damiana, con la grave solemnidad que solo sabía darle Melecio, levantó a las cigüeñas, que quedaron planeando en redor de la torre recortándose sobre los rojos de atardecer que ya se alzaban tras los cerros. La lenta cadencia de la campana vieja, con el contrapunto agudo de la Javiera, descendía sobre los tejados, entraba en las cocinas enroscándose en el aroma de los pucheros de la cena, se posaba en los inundados surcos de las huertas, se enhebraba en la labor de las mujeres sentadas a la puerta de las casas y, lentamente, se alejaba hacia el horizonte rozando apenas los barbechos y los bacillares. Pero ese día el toque de difuntos de Melecio tenía algo de especial; la hueca gravedad de la gran campana parecía llenar el mundo, inundarlo con su vibración, dejando las almas en suspenso hasta el alivio de la aguda respuesta de su hermana menor.
—Toca como el día en que murió su padre. — Dijo Elvira la Maragatera, mientras giraba el almíbar de sus bollos en el perol de cobre.
 Pero… ¿quién ha muerto? La pregunta estaba en los corrillos, en las ventanas, en las tiendas y en las tabernas. La falta de información puso en marcha suposiciones y desmentidos.
—No, no sé quien ha muerto, yo no he atendido a nadie. — Decía D. José, el médico.
—No lo sé, no lo sé…— Decía entre asombrado e indignado Pío, de Pío Fernández e hijos, única funeraria de la localidad.
—Melecio sabe marcar los tiempos, nadie ha tañido a difuntos como él. — Sentenciaba la Maragatera.
Pero… ¿quién ha muerto? El pueblo no está acostumbrado a esta incertidumbre. El toque de difuntos suele ser algo esperado, y lo habitual es saber de antemano por quien se tañen las campanas.
Comenzaba a oscurecer cuando Dolores la Cubera salió de casa de su hija. Atajó por el callejón que rodea los pies de la iglesia, bajo el campanario. Tardó en reconocer aquella forma absurda de muñeco roto sobre los excrementos y los  palos caídos del nido de las cigüeñas. Fue el rojo que manaba bajo el  círculo blanco dejado por la boina en la calva del anciano, lo que puso el grito en su garganta.