Los padres podrán desheredar a
los hijos por maltrato psicológico. Esta sentencia del Supremo, del pasado mes de agosto, ha
tenido importante repercusión en la gente, y sobre todo entre los profesionales
del derecho que, en su trabajo diario, se encuentran con una legislación
decimonónica inadaptable a la situación actual. Las personas respondemos ante esta
decisión de los jueces porque nos pone ante una tremenda faceta de nuestra
realidad social; una faceta más o menos conocida o intuida, pero que mantenemos
larvada, oculta por incómoda, hasta que nos estalla cerca y nos salpica toda su
sordidez: el maltrato a los viejos.
La
lenta desaparición de la familia tradicional ha ido relegando a los ancianos,
haciendo difícil o imposible su cuidado, en caso de dependencia, en los núcleos
familiares, ahora tan reducidos. (Supongo pasajera la situación actual, en que
la crisis económica ha hecho depender a muchos jóvenes de las pensiones de sus
padres o abuelos, volviendo a poner en valor sus caducas personas). Creo que la
sociedad es consciente de este problema, de esta asignatura pendiente: redefinir
el papel de los ancianos, dependientes o no, en nuestra organización social.
Pero
al margen de este tan importante asunto por resolver, por lo que indudablemente
nos desazona la noticia es porque nos enfrenta a cuestiones no coyunturales,
sino connaturales a nuestra más elemental condición, como el egoísmo y la
crueldad. Todos asistimos “horrorizados” a la consuetudinaria ración de
barbaridad humana que nos suministran los medios de comunicación: guerras,
deportaciones, hambrunas, degollamientos, niños ahogados…; mientras
permanecemos impasibles a la realidad de tantos de nuestros viejos, almacenados
en residencias para poder ser despojados de sus bienes y dignidad por sus amantes familiares, con demasiada
frecuencia dados al golpe de pecho y al padrenuestro. Residencias en las que,
tengo para mí, la idiotez suele ser método para la supervivencia a que nos
obliga el instinto.
Y es
solo, repito, cuando nos toca de cerca, cuando sentimos hasta donde puede
llegar la miseria humana.