miércoles, 13 de diciembre de 2017

De chatos en "La Verdad"
















L
a plaza dedicada a Salvador Sánchez “Frascuelo” era, hace años, el centro vital de la Colonia de Torrelodones. Y hace más tiempo fue su matriz, pues aquí nació el núcleo urbano, junto a la estación del tren. Hoy, el bullicio comercial se ha trasladado más al norte, a la calle Jesusa Lara y alrededores.

Tomémonos hoy los chatos del aperitivo en el recuerdo de “La Verdad”, la tasca del torero, aquí, en la plaza que hoy lleva su nombre.

En 1890 Frascuelo se retira de los toros y marcha a Torrelodones. Tiene cuarenta y ocho años y muchas cornadas; su vida ha sido una sucesión de convalecencias por las cornadas. Ya no es el mismo. Frascuelo duda ya de sus fuerzas para enfrentarse a los jijones retintos que su amigo Vicente Martínez cría en Colmenar; esas fieras del primer tercio que tantos triunfos le han dado y que ahora también parecen ir perdiendo casta. Le pesan sus enfrentamientos con la afición, cómo no, sobre todo las de Madrid y Barcelona, que siempre le han reprochado —contraponiéndole a Lagartijo— sus inclinaciones hacia el poder y la realeza; quizás solo sea el reflejo en los toros de las dos Españas de siempre.

En 1879 Frascuelo compra la finca El Gasco, en Torrelodones, lindante con otra que ya tenía en Galapagar y próxima a la de su amigo Vicente Martínez. Según nos cuenta el periodista Florentino Hernández Guirbal en su libro sobre el torero. Junto a esta finca está el apeadero del Ferrocarril del Norte, a unos tres kilómetros de Torrelodones y a seis de Galapagar.




Frascuelo construye una casa junto a la estación, en la que abre un negocio de ultramarinos y taberna, poniéndole por nombre “La Verdad”. Y en ella pasa sus días de jubilado, alternando con la caza y las capeas en fincas cercanas. El pueblo, cómo no, hace sus coplas, y las revistas taurinas sus caricaturas.


Despaché toros sin tino
y ahora, ¡rigor del destino!
estoy despachando vino
cerca de Torrelodones.









En aquellos años comienza a formarse, aglutinado por la estación del tren, el núcleo urbano de lo que hoy es la Colonia de Torrelodones. El mayor propietario de terrenos, Manuel Pardo, crea la Colonia Agrícola La Victoria, que disfruta de los beneficios de colonia rural otorgados por el Gobierno Civil de Madrid el primero de abril de 1876. Don Manuel vende las parcelas en las que van surgiendo viviendas de vacaciones de la burguesía madrileña de la época. Como dato curioso hago mención de una cláusula contractual que Manuel Pardo incluye en la escritura de venta de unos terrenos, en los últimos años del siglo XIX o los primeros del XX, a Marcelino Capelo, carnicero de Galapagar: se estipula que el comprador no podrá establecer, sobre el terreno vendido, negocio de almacén de comestibles o tienda de ultramarinos a menos de quinientos metros del establecimiento que, por entonces, pertenecía a los herederos de Don Salvador Sánchez Povedano (Frascuelo).

Años después, Manuel Pardo vende terrenos al matrimonio Vergara, don Andrés y doña Rosario, que inician la construcción de su propia vivienda y veinticuatro chalets que dedican al alquiler; complementando esta iniciativa con dotaciones como iglesia y escuela,  lo que consolida definitivamente el núcleo urbano.






Ignoro la fecha de esta fotografía en la que el establecimiento de Frascuelo aparece con el nombre de Felipe B. Peláez. Indudablemente tiene que ser posterior a 1898, año de la muerte del torero. Este Felipe B. Peláez es Felipe Barreiros Peláez, que en 1927 aparece como alcalde de Torrelodones y propietario de una enorme casa y almacén de ultramarinos junto a la estación. Casa en la que hace años estuvo la pastelería El Iglú del Abuelo, y que luego fue rehabilitada para viviendas. Parece que la construcción se debe al aparejador Leovigildo Arroyo Cañibano, y todo hace pensar que ocupa el espacio en que estuvo el negocio de Frascuelo.

Otro de los pioneros en La Colonia, junto a Manuel Pardo y Salvador Sánchez, fue Juan Muñoz, que compró la casa en la que en 1913 se instala la primera central de teléfonos, que atendía su hija. En 1927 es secretario del Ayuntamiento Ángel Muñoz, hijo de Juan. Por esos años, en la casa de teléfonos, Juan tiene también un negocio de pastelería y bar.

En estos mis humildes andares de jubilado por Torrelodones puede haber, y seguramente hay, errores, tanto en mi interpretación como en las fuentes de información. Quedo abierto y agradecido a la bondad del lector que quiera sacarme de ellos o ampliar lo escrito. Uno no es más que un recién llegado.

No estaría mal que alguien del noble oficio de tabernero tuviese la feliz idea de abrir por estos lares, otra vez, una tasca con este nombre: “La Verdad”.

Salud y otros chatitos, maestro.










lunes, 4 de diciembre de 2017

Arrugas











Hacía tiempo que no me pasaba; anoche, una película me dejó clavado en la butaca sin poder apartar los ojos de la televisión. Y era una película española, y de dibujos. No la había visto. Consiguieron esto Paco Roca e Ignacio Ferreras con Arrugas.
Hace unos años, poco después del estreno de esta película, me tocó vivir una experiencia que me ha dejado una "rozadura" que supongo ya difícil de cicatrizar del todo. Nunca antes había tenido contacto con una residencia de ancianos. Tras mis primeras visitas a un familiar allí "instalado," escribí en este blog:


Si pudiese escribiría, pero la niebla se extiende por mi cerebro y me inutiliza, creando cortocircuitos que confunden mi memoria y alteran las respuestas de mi cuerpo y me desorientan. Esta niebla que se retira a ratos para hacerme consciente de mi situación y que regresa pronto para no dejarme escribir ni leer ni pensar. Y está la angustia, esta angustia que no me suelta, que tengo aferrada a la garganta desde el momento en que me metieron aquí, y me sentaron en este expositor con los distintos modelos de agonía y demencia y abandono; con este olor este olor este olor. Los vi marcharse en un momento en que la niebla solo me dejaba preguntar por qué, por qué, por qué. Crucé la puerta arrastrando la náusea en imposible escape, y en un árbol cercano vomité todo menos este olor, este olor. Sentí una mano en mi espalda y alguien que me decía nuevo ¿eh? lo peor es el olor, sí, yo pensé que no podría soportarlo y ya ves, llevo aquí más de un año. Te acostumbras. Lo que no se puede es pensar, aquí no se puede pensar, hay que aprender a no pensar, este no es sitio para pensar ni esperar nada, no es sitio para esperar. Sí, si pudiese escribiría, sí, escribiría. Me cuidaban en mi casa aquellas personas humildes. Me cuidaban en mi casa entre mis libros, mis papeles, mis cuadros, mis fotos, mis tonterías de viejo senil. Qué cruel anticipo de la muerte. Quizás sea ya la muerte esta prisa, esta profesionalización, esta manipulación de ruinas desgajadas de su mundo. Y algo de bondad de vez en cuando, como en todas partes, algo de bondad. Pero hay cosas que solo se soportan endureciendo el alma y con un rictus de amabilidad para el viejoniño,  el imbécil, el niñoimbécil. Quizás  si pudiese escribiría. Si la niebla me dejase escribiría. Aunque a veces me parece que deseo la niebla, la niebla. Y no recordar, y no saber, y no preguntarme, y no esperar, dejar que la niebla me inunde, no resistirme, no hay resistencia posible a este horror.



Anoche, con la película,  volví a visitar aquella residencia.

La sociedad de nuestro tiempo tiene un problema antes inexistente: los viejos. No se sabe qué hacer con los viejos; no hay tiempo para cuidarlos ni para soportarlos. No tienen sitio en la familia ni en la sociedad.  Y también está, en muchos casos, como no, lo peor de nuestra condición: el simple, eterno y brutal egoísmo de hacerse con los bienes de quienes se resisten a la muerte.

Que no nos toque.