Supongo que me queda poco del
dolorido pecho con forma de España del Blas de Otero de mi juventud. Supongo
que mi pecho, con años y esfuerzo, ha ido tomando formas menos amplias, más
constreñidas a mi inmediatez, más de andar por casa. Pero al fin y al cabo uno
es de la generación siguiente a la de don Blas, lo que significa que fue
“educado” por inmersión total en las rutas imperiales, caminando hacia Dios, con
la mirada clara y firme y la frente levantada. El sufrido don Blas, con otros,
fue parte del jabón con que tratamos de limpiarnos los pringues de tan tremendo
baño. Hicimos lo que pudimos. Los que lo hicimos. Y quedamos como hemos
quedado.
Digo esto porque ante determinadas
noticias veraniegas me sorprendo a mí mismo con un sentimiento que podría
calificar de algo parecido a “dolor patrio”, nada menos; quizá algún resto de pringue
imperial. Son noticias a las que podría calificar de esperpénticas, pero me
niego por respeto a don Ramón María, que puso el concepto a un nivel que no
pueden alcanzar estos cutres asuntos.
Tenemos, por ejemplo, lo que han dado en llamar Tomatina de Buñol, un gigantesco
absurdo que tiene lugar el último miércoles de cada agosto. En un pueblo de
9.000 habitantes se reúnen 20.000 personas para arrojarse mutuamente y
refocilarse en el jugo de 145.000 kg de tomates. ¿Cabe mayor despropósito?
¿Cabe mayor insulto a los que tienen hambre?
Quiero creer, me apetece
creer, que mi bisabuelo León, al que no conocí pero sé que nació en Buñol, no
podría asimilar esta insensatez veraniega de su pueblo natal.
Y como toda necedad es
superable, ahí tenemos el Bolaencierro
del guadarrameño pueblo de Mataelpino.
Hace unos años, la falta de presupuesto municipal impidió la adquisición de
toros que soltar al mocerío por las calles del pueblo. Y ahí surge el ingenio
patrio, en los momentos de auténtica necesidad. Un preclaro cerebro ideó la
sustitución de las reses bravas por una bola de tres metros de diámetro y
trescientos kg de peso que, descendiendo por las cuestas serranas y encauzada en
las talanqueras que antaño conducían a los toros, aplastase en su caída a
quienes no tuviesen la habilidad de esquivarla. Apasionante. Bueno, pues ahí
llevan los mataelpileños siete u ocho años con la bolita, suministrando
aplastados a las urgencias hospitalarias. Y nunca falta mocerío dispuesto a
correr delante del canicón. Asombroso.
Y la guinda veraniega nos la
ponen los de siempre, preocupados por si se nos olvida quiénes somos y dónde
estamos, según ellos. Un grupo de militares nos lanza su Declaración de respeto y desagravio al general Francisco Franco
Bahamonde. Así, sin más. Estos
funcionarios, en distintos grados o escalas jubilares, pero todos cobrando del
Estado, se han sentido en la obligación de contestar, con el valor y la
gallardía que tienen tan acreditada, al nuevo ataque rojo. Se refieren al,
bienintencionado pero balbuciente, propósito del gobierno socialista de poner
fin a la exaltación de aquel militar que se sublevó hace ochenta y dos años
contra el gobierno legítimo de este país, defendiendo intereses de clase y
sumiéndolo en uno de los periodos más grises y crueles de su historia.
En España, aún, es posible esta exaltación.